lunes, 13 de marzo de 2017

La dictadura de género y el baile de los vampiros

J. Benegas y J.M. Blanco analiza la dictadura de género, relacionándola con la simbología de "Soy leyenda" y la causa, el desarrollo y consecuencias de esta creciente dictadura y estrategia de la segmentación y la división social.
Artículo de su página personal:
En un mundo imaginario, una epidemia que convierte a los seres humanos en bestias ha destruido la civilización tal y como la conocemos. Sólo queda un ser humano sin infectar: Robert Neville, que refugiado en la fortaleza en que ha convertido su casa, aprovecha la luz del día para ir en busca de provisiones (el sol resulta letal para los mutantes), mientras que por las noches permanece oculto.
Este es el argumento de la novela Soy leyenda (I Am Legend), de Richard Matheson (Nueva Jersey, 1926 – California, 2013), publicada por primera vez en 1954. Y que es en realidad una puesta al día del mito vampírico añadiendo una simbología: la desesperada lucha del individuo contra la masa.
Matheson enfrenta la racionalidad, encarnada en el personaje del solitario Neville, al gregarismo de la masa. Y plantea una cuestión inquietante: ¿qué es lo “normal” y qué lo “anormal” en una sociedad que se ha vuelto del revés? Y es que, en el mundo que emerge después de la pandemia, Neville se ha vuelto la excepción, “lo anormal”, mientras que los seres a los que la enfermedad ha infectado se han constituido en la nueva mayoría, es decir, representan “lo normal”.
Sirva la simbología de esta novela (en realidad, cuento largo) para denunciar las enormes dificultades que la persona ha de enfrentar para no sucumbir ante la masa. Y viene muy a colación de lo sucedido el pasado 8 de marzo, fecha en la que se celebró el Día internacional de la mujer. Un acontecimiento que tuvo lugar por primera vez el 19 de marzo de 1911 en Alemania, Suiza, Austria y Dinamarca. Y que más tarde, en 1977, la Asamblea General de las Naciones Unidas, ese paraíso burocrático donde los totalitarios también son lo normal, extendió a numerosos países.
A primera vista, nada que objetar a la celebración del Día internacional de la mujer. Concienciar a la gente sobre lo injusta y perjudicial que es la discriminación es un propósito loable. Cualquiera que no sea un vampiro puede entenderlo. Pero cuando esta celebración se convierte en una admonición colectiva que segrega a la sociedad en grupos, hombres y mujeres, y exige dosis letales de discriminación positiva, ya no debería parecernos tan loable ni deseable… salvo que estemos infectados por el extraño virus del cuento de Matheson.

PRIMERO, ABLANDAR

Durante los días previos a su celebración, los medios de información realizaron un bombardeo preventivo –lo que en argot militar se llama “ablandar al enemigo”– con infinidad de declaraciones de políticos, consignas y datos, donde las evidencias siempre estaban sujetas a marcos interpretativos predefinidos, monolíticos… incuestionables. Luego, llegada la fecha de la celebración, en las redes sociales hubo, además, una agitación febril, un spam masivo del que solo era posible zafarse huyendo de Internet.
Las redes sociales fueron, en efecto, un clamor en pos de una especie de exorcismo colectivo. La composición de los consejos de las empresas debía repartirse de forma equitativa entre hombres y mujeres; los partidos políticos que no tenían suficientes mujeres en sus ejecutivas, debían emprender acciones para subsanar la anomalía; los gobiernos, lo mismo; la brecha salarial –¡ay, ese ser mitológico que pese a décadas de planificación es más difícil de matar que a un vampiro!– requería una solución definitiva; la violencia de género debía combatirse con más leyes, con más medidas, con más presupuesto; y las reliquias de personajes femeninos injustamente olvidados por la historia, colocadas en un altar… Aunque en esto último el consenso se quebró: en función de su ideología, unas figuras históricas merecían ser santificadas mientras que otras debían permanecer enterradas dos metros bajo tierra.
Todas estas demandas y otros muchas conformaban una corriente de opinión atronadora, donde prácticamente no había resquicio ni para la crítica ni para la reflexión; si acaso para algún gesto de escepticismo por encima del que la turba pasaba indiferente, como una apisonadora, repitiendo machaconamente sus consignas. Aunque también, todo hay que decirlo, hubo bastante gente a la que se le clarearon los intereses. Porque, para muchos, el objetivo final de todas estas causas es el medro personal.
Sea como fuere, cualquiera que hubiera pretendido separar el trigo de la paja, habría terminado como el desdichado Robert Neville: aterrado ante la perspectiva de que una masa enloquecida arremetiera contra él. Incluso algunos que se declaraban liberales prefirieron seguir la corriente, comportándose como el personaje de aquel chiste, en el que un amigo cuenta a otro que se topó con cuatro tipos que estaban zurrando a un pobre desgraciado. Y cuando su interlocutor le pregunta: “¿y tú qué hiciste?”, responde: “entre lo cinco le dimos una soberana paliza”.
Sin embargo, lo más preocupante no es el delirio colectivo en que están degenerando estas “celebraciones”, cuyos fines no son tanto abogar por la no discriminación como, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, promover determinadas políticas. La cuestión es más profunda. Y es que así, lejos de liberar a las personas, se las vincula de por vida a grupos predeterminados. La discriminación es algo indeseable, cierto, pero combatirla con políticas que precisamente nos atan a esas características que no podemos elegir, como el sexo, no nos hará más independientes; mucho menos, más felices.

DESPUÉS, ELIMINAR A LA PERSONA

La división en grupos tiene sus orígenes en el pensamiento hegeliano, y se asocia indirectamente a Antonio Gramsci (1891-1937) y también a la Escuela de Frankfurt. La idea es estructurar a la sociedad en “grupos opresores” y “grupos víctimas” o “grupos fuertes” y “grupos débiles”.
Una vez se instaura la idea de que la sociedad está dividida en “grupos opresores” y “grupos víctimas”, entre “buenos” y “malos”, lo siguiente es promover la equidad o “justicia social”: la obligación moral de combatir con todos los medios disponibles, caiga quien caiga, la subrepresentación de los grupos débiles. Así, si las mujeres suponen el 52% del censo, los miembros de los consejos de las empresas, de los partidos políticos, de las instituciones o de cualquier gremio han de ser mujeres en un 52%. No se tolera la neutralidad: hay que apoyar las medidas que sean necesarias hasta conseguir la anhelada paridad. El que no lo haga, que se prepare: será quemado en la hoguera por hereje.
Este principio de equidad se sustancia en un paradigma: la “proporcionalidad de grupo”, que lleva bastantes años ganando terreno hasta que se ha generalizado en la sociedad occidental. Como anécdota, ya en 1998, tal y como relata John Fonte, en los Estados Unidos se alarmaron porque el 85% de los visitantes de los parques nacionales eran de raza blanca, aunque los blancos constituían solo el 74% de la población total. El Servicio de Parques anunció que trabajaría para resolver el “problema”. Seguramente, como sucede con la inmortal brecha salarial, aún estarán buscando una solución.

FINALMENTE, DESMONTAR LA DEMOCRACIA LIBERAL

En las democracias liberales, el ciudadano entendido como individuo debe ser la unidad de medida fundamental. Éste, de forma voluntaria, se constituirá en grupos, conformará las mayorías y dotará a la sociedad de un marco constitucional. Sin embargo, a día de hoy, aunque sigamos ejerciendo nuestro derecho al voto, no es así. Los ciudadanos ya no forman grupos de forma voluntaria sino que están siendo adscritos a colectivos predeterminados según unas características que les son propias y que no puede elegir, como el sexo, la raza, el origen. Las leyes ya no salvaguardan al individuo sino a los grupos. Pero no a todos los grupos sino solo a los presuntos “grupos débiles”. Y esto, se vista como se quiera, supone la quiebra de principios fundamentales de la democracia liberal.
En realidad, se trata de la vieja estrategia de divide y vencerás. No hay mejor forma de asegurarse el control total del Estado, del poder y… del presupuesto, que lograr que los ciudadanos se fragmenten en grupos presuntamente antagónicos, con intereses contrapuestos. Una sociedad dividida y enfrentada en origen, desde la raíz, está imposibilitada para fiscalizar a sus políticos y a sus élites.
Es posible que de seguir así, algún siglo venidero tengamos todos los mismos ingresos y estemos representados de forma escrupulosamente proporcional, aunque es de temer que al final, como suele suceder cuando políticos, intelectuales y “expertos” alimentan una causa para luego buscar soluciones equivocadas, serán determinadas élites las que saquen tajada.
En cualquier caso, no seremos más libres, sino más bien al revés. Un día, igual que Robert Neville, amaneceremos en una sociedad que se ha dado la vuelta por completo. Y descubriremos que una persona, por sí sola, sea hombre o mujer, negro o blanco, autóctono o inmigrante, homosexual o heterosexual, ya no vale nada.

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