jueves, 9 de marzo de 2017

Podemos y la violencia posmoderna

Jorge Vilchez analiza la violencia posmoderna llevada a cabo por la "New Left (Nueva izquierda), ejemplificada en España por Podemos, exponiendo su retórica y  los medios y vías que emplea para la eliminación de los "enemigos mediáticos/políticos/ideológicos. 

Artículo de Voz Pópuli: 
El secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, en la Asamblea de Vistalegre IIEl secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, en la Asamblea de Vistalegre II

La denuncia de la APM por la supuesta violencia sufrida por periodistas a manos de dirigentes de Podemos y de su entorno, no es importante por el hecho –tan conocido como general-, sino por su significado. El sociólogo Charles Tilly, izquierdista, escribió que el carácter de la violencia colectiva es uno de los mejores indicadores para conocer la vida política de una sociedad. Los actos denunciados y la reacción de los políticos y los medios, como la semana pasada por el bus de Hazte Oír, se enmarcan en la naturaleza de la violencia posmoderna en Occidente.
La derecha no se ha enterado –una vez más-, pero a la globalización, con su establishment internacional y sus instituciones buenistas que pregonan, subvencionan, legislan e ingenian la Verdad y la Nueva Sociedad, les ha surgido un competidor. La New Left vestida de populismo lleva décadas hablando de internacionalización frente a mundialización, de socialismo del siglo XXI frente a neoliberalismo, y de eliminación del sistema-mundo que beneficia “a los de siempre” frente a la recuperación de las soberanías populares para servir “a la gente”.
Han resucitado un concepto de democracia, de corte leninista y discurso emocional socialdemócrata, basado en la legitimidad única a través de la “política social”, el blindaje de “derechos” a través de su inclusión en una Constitución, del reparto de la riqueza y de la lucha contra las desigualdades. La democracia es social, dicen, o no es democracia.
Este movimiento occidental en el cual está incluido Podemos cree que la verdadera violencia, la “violencia extrema”, es la que lleva a cabo el capitalismo liberal, que solo genera pobreza y explotación. Por eso dicen que es más violento un hombre buscando en la basura que pegar a un policía. Esto lo ven con normalidad porque entienden que la política es conflicto; esto es, la prolongación de la lucha histórica entre los privilegiados y los de abajo. Y en la guerra todo vale, máxime en un periodo de crisis mundial de paradigma. A la violencia del sistema, como decían los izquierdistas de los 60, es preciso responder con violencia.
Sin embargo, ya decía Hannah Arendt que el modo de ejercer la violencia se adecúa al nivel tecnológico. El movimiento internacionalista está ejerciendo lo que se puede llamar “violencia posmoderna”, presentada como reacción ante las agresiones de la globalización y sus servidores, de todos aquellos que se oponen a la Verdad y al camino inexorable hacia la Felicidad, usando las nuevas tecnologías para acallar al enemigo. Es aquello que escribía Georges Sorel sobre los muchachos de Robespierre: es la tarea de destruir la influencia de los “malos ciudadanos” que quieren “impedir la regeneración de la Humanidad”.
La violencia posmoderna usa todos los medios técnicos, y es visible aquí y en Estados Unidos. Las vías públicas para la eliminación de los “influencers negativos” son tres. Primero, el dirigente político hace un discurso agresivo, de odio calculado, en el que señala la persona y el medio, además del tema y el vocabulario que hay que utilizar en la descalificación. Esto lo repiten los políticos subalternos y los medios afines con el objetivo de desviar la atención, crear opinión, y desautorizar al enemigo. El ejemplo más reciente ha sido la avalancha mediática contra el bus de Hazte Oír, que ha sido tan uniforme que parecía planificada, como una campaña de publicidad.
La segunda vía es la física; es decir, las performances y la toma de las calles. Con esto consiguen acosar o apabullar a los “malos ciudadanos” y mostrar una falsa desesperación general, una voz del pueblo exhausto, que falto de apoyo institucional –al servicio de los privilegiados, claro- no tiene más recurso que protestar. Se trata de contraponer la legitimidad popular que ellos se atribuyen –como hemos visto en las manifestaciones en EEUU- a la legalidad que desprecian. Esto viene ocurriendo en España con mucha claridad desde las concentraciones para rodear el Congreso, o en el episodio del Gamonal (Burgos), donde la oposición a la construcción de un bulevar acabó en guerrilla urbana, o en las sobreactuaciones orquestadas en los dramas de los desahucios.
La tercera vía son los medios de comunicación. No me refiero solo a los programas de TV y radio puestos al servicio del mensaje del movimiento internacionalista, sino a las redes sociales. Ahí se está produciendo una violencia posmoderna con técnicas que destruyen a las personas. El primer paso es deslegitimar el mensaje “negativo” diciendo que está pagado por algún partido “malvado” –léase aquí PP-, o algún personaje “maldito” –desde Cebrián a Trump-. A esto se le acompaña con una buena dosis de victimismo, en el que el denunciado se presenta como la verdadera víctima en una campaña de acoso del sistema. Es el ejemplo de la zafiedad de “la máquina del fango”, o el recordatorio de frases descontextualizadas de Federico Jiménez Losantos sobre Podemos.
El último paso en la violencia posmoderna es la ridiculización de la persona, para lo cual son muy efectivos los medios audiovisuales de las redes sociales. El “influencer negativo”, ya sea una persona o una institución, se convierte en un mal profesional, que miente o no calla porque tiene aviesas intenciones y una oscura financiación. A veces se da una vuelta de tuerca, y se insulta el aspecto físico e incluso a la familia como justificantes de “su mentira”. Las referencias a la imagen, salud física y mental de Trump, por ejemplo, e incluso de su mujer e hijos, han sido constantes para ridiculizar a este supuesto enemigo.
Quedan las vías privadas de violencia, que son las que ha denunciado la APM, la llamada o la conversación personal, y que es una vía histórica y frecuente de presión política al periodismo. Ahora, toma la forma de violencia posmoderna. Quizá, lo que choca a algunos es que esa vieja técnica venga de la mano de sus amigos de la “nueva política”.

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