Javier Benegas analiza la bomba de relojería que supone la Ley de Violencia de Género y lo que está suponiendo la apertura de la caja de los truenos respecto a la misma.
Artículo de Disidentia:
Ciudadanos y el Partido Popular han pretendido poner contra las cuerdas a Vox utilizando como arma arrojadiza el Pacto de Estado Contra la Violencia de Género. Y les ha salido el tiro por la culata. Lo que han hecho es abrir la caja de los truenos y descubrir hasta qué punto hay mucha gente cabreada.
En su día, los separatistas, el Partido Popular, el Partido Socialista, Ciudadanos y los comunistas celebraron ese pacto con declaraciones grandilocuentes, a cada cual más estrepitosa. Y proclamaron que el consenso se había hecho carne para redimirnos del segundo pecado original: la violencia machista. El primero era el franquismo.
El Pacto de Estado Contra la Violencia de Género es, en realidad, como un déjà vu cutre de la gloriosa Transición, donde también comunistas, socialistas, liberales y conservadores renunciaron a sus diferencias para regalarles a los españoles una cosa parecida a la democracia.
Con la Transición, los españoles se mostraron bastante animosos. Pero, con la LIVG, la opinión pública nunca ha acompañado. Mucha gente nunca vio con buenos ojos un pacto que en lo económico es un pozo son fondo (“El compromiso económico debe alcanzar el horizonte temporal necesario para materializar el conjunto de medidas acordadas en este Pacto”), y que en lo social carece de líneas rojas… y de cualquier cosa parecida al respeto del ámbito privado (“La violencia de género es un problema de toda la sociedad. Toda la sociedad tiene que involucrarse”).
Una revolución cultural
Ante la inesperada tormenta desatada por utilizar la LIVG como arma arrojadiza contra Vox, Patricia Reyes, responsable del Área de Mujer y LGTBI de Ciudadanos, escribía en Twitter que “la ley de violencia de género (2004), como todas, tiene sus luces y sus sombras, pero el simple hecho de que exista permite identificar un mal que desgraciadamente todavía ataca nuestra sociedad. Supone decir a esas mujeres maltratadas y a sus familias que tienen nuestro apoyo”.
Pero ¿de verdad que para hacer sentir a las víctimas nuestro apoyo es necesario violentar todos los espacios, públicos o privados? Porque lo cierto es que ese pacto contempla el desarrollo de directivas y leyes para reeducarnos a todos. Nada, absolutamente nada queda sin tocar: Administraciones Públicas, fuerzas de seguridad y tribunales, policías, fiscales y jueces; corporaciones, empresas grandes, medianas, pequeñas y trabajadores; medios de información, agencias de publicidad y relaciones públicas, publicistas y periodistas; productores, guionistas y directores de cine, series y documentales, actores, actrices y tramoyistas; hospitales, médicos, sanitarios y MIR; colegios, universidades, académicos, investigadores, profesores, maestros y estudiantes; familias, padres, madres, abuelos, abuelas, hijos, nietos, niños y niñas….
En definitiva, se trata de una Revolución Cultural encubierta, similar a la llevada a cabo por Mao Zedong, solo que más gradualista y sin tener al frente a un dictador, sino a una tropa de políticos, magnates, banqueros, periodistas y activistas.
Una estafa circular
Este pacto no va a proteger a personas en riesgo, menos aún garantizar lo que es imposible: la seguridad absoluta para todas las mujeres. El mundo no siempre es bello ni bueno. En ocasiones, es malvado. Y es malvado para todos. En él se asesinan mujeres, se asesinan hombres y se asesinan niños (las mujeres, todo sea dicho, son responsables del 70% de los infanticidios).
En todo mal hay un umbral mínimo a partir de cual es prácticamente imposible reducir la siniestralidad. Y en España, según las cifras de la OCDE, parece que en violencia de género lo alcanzamos hace tiempo. Por eso llevamos gastadas decenas de miles de millones de euros, adoptadas cientos de medidas y redactadas numerosas leyes y, sin embargo, la media de mujeres asesinadas permanece invariable, antes y después de la aprobación de la LIVG (media 1999-2003: 58,4 / media 2005-2018: 59,4). Lo único que ha mejorado son las expectativas de políticos, expertos y activistas.
Sucede lo mismo con los homicidios, la siniestralidad del tráfico, los accidentes mortales en el hogar o los ahogamientos en las playas. Por segura que sea una sociedad, toda calamidad tienen un umbral mínimo irreducible. Sin embargo, la percepción del riesgo se magnifica para que la tela de araña administrativa siga expandiéndose (“¡la lacra de la violencia de género!”). Así, se genera un proceso circular de fracasos y redoblados esfuerzos con el que instituciones, organismos, políticas y presupuestos crecen sin tasa.
Para colmo, la eclosión de instituciones y foros internacionales dedicados a estos asuntos agrava esta tendencia. Son un incentivo añadido para que los líderes políticos suscriban los pactos, aunque los aborrezcan. Después de todo, los partidos son en buena medida agencias de colocación y, en no pocos casos, embajadores de unas corporaciones nacionales que creen que es malo para el negocio sustraerse a la dimensión internacional de las grandes causas.
Las víctimas no importan
Que un comunista o socialista suscriba el Pacto de Estado de la Violencia de Género entra dentro de lo inevitable, pero que lo hagan quienes dicen tener convicciones liberales, es injustificable. No es sólo el tono y el aspecto sospechosamente soviético de un pacto de Estado que perfectamente podría haberse titulado “Manifiesto marxista contra la Violencia de Género”. Es que suscribir ese pacto implica dar por cierto que en nuestra sociedad existe una “violencia estructural”, y eso significa que la responsabilidad del delito es colectiva, y no de quien lo comete; es decir, que el individuo no es responsable de sus actos, sino que lo es la sociedad en su conjunto.
Por esta razón, el objetivo del pacto no es proteger a las víctimas o, al menos, hacer justicia. Consiste en aplicar una ingeniería social intensiva y modificar convenciones, identificando para ello supuestos males más profundos, como, por ejemplo, el “sexismo”, algo que se reconoce en el texto del pacto de manera inequívoca: “perfeccionar la actual regulación para clarificar los conceptos jurídicos indeterminados relacionados con el sexismo” (las negritas son mías).
Así, la Administración se arroga el derecho a eliminar cualquier expresión de las diferencias entre hombres y mujeres, prohibiendo tanto la proyección de la imagen de la mujer “demasiado” femenina como la del hombre “excesivamente” masculino (“Desarrollar un sistema de corregulación que ponga en marcha un Código de Publicidad no Sexista”). Para ello, insta a recuperar la figura del Consejo Estatal de Medios Audiovisuales como autoridad audiovisual independiente, un eufemismo de la censura: “siguiendo el modelo del resto de países europeos” (ya se sabe, un millón de moscas no pueden estar equivocadas), dándose así cumplimiento a la Directiva 201/13/UE, relativa a la prestación de Servicios de Comunicación Audiovisual, que exige un órgano regulador independiente (como siempre, la Unión Europea haciendo amigos).
Y es que “luchar contra la violencia de género” no consiste en perseguir el abuso sexual, la prostitución, la trata de blancas o el asesinato de mujeres. Eso son delitos, como lo son abusar de un niño, usar la violencia contra los ancianos o apuñalar a los jóvenes que salen de fin de semana. Esta lucha contra la violencia de género consiste en realidad en eliminar la feminidad y la masculinidad, esto es, erradicar todo aquello que hace diferentes a hombres y mujeres. Y tarde o temprano, la reacción social tenía que producirse.
Lo que aún no comprenden en el PP y Ciudadanos es que la reacción trasciende a Vox. Si acaso, este partido la ha catalizado. Es gracias a su torpeza y cerrazón que la bomba se ha activado. Y tiene la mecha muy corta.
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