J. Benegas analiza la cuestión de la corrección política, la policía del lenguaje, el punto de autocensura y silencio al que se está llegando, el erróneo camino tomado para que una sociedad avance de manera equilibrada y sana y la crisis de la política.
Artículo de su blog personal:
Es muy probable que usted, querido lector, pertenezca a una familia como tantas otras, con más o menos posibles, en la que, desde la más tierna infancia, sus padres, abuelos y familiares le educaron en una serie de convenciones morales, algunas de ellas bastante elementales tales como que no se debía abusar de los demás, que estaba mal pegar o pelearse, menos aún hacerlo con personas manifiestamente más débiles. Incluso, tal vez le enseñaran que la violencia de cualquier tipo, no sólo física, sino también verbal, contrariamente a lo que un crío pueda creer, no te colocaba por encima de los demás sino justo lo contrario: te degradaba.
Era difícil siendo muy joven asumir por completo esas enseñanzas, sobre todo en el colegio, sin el amparo de la familia, rodeado de desafiantes competidores, de locos bajitos que buscaban destacar sobre los demás, erigirse en líderes dominantes o, simplemente, colocarse los primeros en la cadena alimenticia de una selva infantil. En ocasiones se fracasaba porque resultaba imposible reprimir el insulto ante una provocación o no recurrir al uso de la fuerza cuando algún chaval te arreaba un mamporro durante una discusión. Sin embargo, los mayores insistían. Así, perseverando, madurabas y desarrollabas un mayor autocontrol. Ya de adulto, eras tú quien transmitías esas mismas convenciones a tus hijos, que a su vez tenían que asumirlas e intentar salir indemnes de sus infantiles selvas particulares.
EVOLUCIÓN SOCIAL
Sin embargo, pese a esas convenciones nobles, aquellos eran tiempos diferentes. Tiempos en los que hacer chistes sobre maricas, negros, mujeres, discapacitados físicos o mentales no estaba mal visto. Se admitían porque nos hacían reír y se descontaba que su coste moral no recaía sobre nosotros sino que corría a cuenta de minorías testimoniales. La “ofensa” era inocua, en tanto que afectaba a grupos supuestamente residuales o que no manifestaban de forma contundente su indignación. Obviamente esta circunstancia no ennoblecía la costumbre. De hecho, antes de que aparecieran grupos organizados que defendieran a las minorías, estas actitudes ya resultaban incómodas para quienes eran educados en contra del abuso, porque podían intuir cierta incoherencia entre esas elevadas convenciones transmitidas en el seno familiar y la trivialización del menosprecio, aunque fuera para pasar el rato. Así, aunque la actitud mayoritaria consistiera en mirar para otro lado, con el tiempo aquellas actitudes fueron cayendo en desuso.
Podríamos decir que el progreso social consiste en desarrollar reglas informales contrarias a las prácticas que atenten o denigren a los demás. Unas reglas informales que tarde o temprano se convierten en convenciones. Quizá no a la velocidad que muchos desean, pero la evolución se produce.
Sin embargo, lo que hoy entendemos como corrección política (o políticamente correcto) es relativamente reciente. Un fenómeno no tanto surgido de forma espontánea, a través de reglas informales que dimanan de la sociedad, sino dirigido desde las instituciones a exigencia de organizaciones que, se supone, representan a grupos agraviados, discriminados o simplemente vituperados. Esta corrección política ha dado lugar no sólo a legislaciones polémicas, que, esgrimiendo la discriminación positiva, han chocado frontalmente contra el principio de igualdad ante la ley, sino al surgimiento de una policía del lenguaje. Incluso, en ocasiones, lo que puede parecer un avance, una evolución, puede ser un viaje al pasado, como sucede, por ejemplo, con el “novedoso” delito de odio, que es una puesta al día del delito por convicción ideado en la totalitaria y desaparecida Unión Soviética.
LA POLICÍA DEL LENGUAJE
Hoy, cualquiera con una mínima empatía sabe que no sólo la agresión física hace daño sino que también puede hacerlo la palabra. Por lo tanto, la corrección política, que afecta al uso del leguaje, ha progresado sin apenas resistencia, a una velocidad vertiginosa, demasiado vertiginosa como para no producir efectos adversos. Al fin y al cabo, ¿quién osará oponerse a prohibiciones que persiguen actitudes inmorales?
Lamentablemente, las sociedades no son masas uniformes de millones de individuos, capaces todos de avanzar a igual velocidad en el complejo terreno de las convenciones y mucho menos estar de acuerdo. Hay quienes están encantados con que la progresión sea vertiginosa y quienes necesitan mucho más tiempo para asumir convenciones completamente nuevas que, en no pocos casos, les obligan no ya a luchar contra la costumbre, el hábito, la cultura, sino a girar 180 grados sobre sí mismos.
Hoy, cualquiera puede meterse en un buen lío por el simple hecho de tener un desliz y usar una expresión inconveniente, quizá anacrónica, aunque sólo sea una frase hecha dentro de una conversación mucho más amplia y, desde luego, sin intención de ofender. Peor aún, se puede sacar de contexto una expresión y que algún desdichado termine siendo linchado socialmente, sin que la turba atienda a razones. De hecho, resulta alarmante la facilidad con la que hoy se adjudican etiquetas como “intolerante”, “machista”, “racista”, “xenófobo”, “homófobo” a cualquiera que, no ya utilice expresiones incorrectas, sino manifieste su desacuerdo o disienta de determinadas iniciativas, leyes o medidas que supuestamente tienen como fin revertir algún tipo de discriminación.
AUTOCENSURA Y SILENCIO
Así, hemos llegado a un punto en el que cada vez son más las personas que prefieren autocensurarse, eludir la discusión, el debate (incluso mentir) o, simplemente, no manifestar su parecer ante el riesgo de ser señaladas con el dedo y que su reputación se vea comprometida. En vez de propiciar el acuerdo, el intercambio de ideas y pareceres, se incentiva el silencio, la falta de comunicación y el distanciamiento entre las personas.
Para que una sociedad evolucione de forma equilibrada es necesario un clima que favorezca el diálogo, donde las personas puedan expresar libremente sus preocupaciones, inquietudes, dudas y, por qué no, desacuerdos. Una sociedad sana tiene que poder debatir sobre cualquier asunto, por espinoso que sea, abiertamente, sin tabúes, desde todas las perspectivas y dentro de un clima de confianza. Pero si la policía de la corrección política anda al acecho, atenta al menor indicio de disidencia, dispuesta a arrojar a la hoguera a cualquier sospechoso de herejía, ese clima es imposible. Así, lejos de lograr la integración, lo que se perpetúa es la exclusión, la polarización y el infantilismo.
En el caso del llamado “autobús del odio”, lo de menos es ya si el mensaje que se lanza desde él es correcto o incorrecto, falso o verdadero. La cuestión que nos revela una sociedad enferma, neurótica, extremadamente irritable, que no es capaz siquiera de tolerar el debate, que exige a la “autoridad” que lo erradique y convierta las ciudades en “espacios seguros”, lugares libres de cualquier manifestación que pueda herir nuestra sensibilidad. Y los políticos, siempre tan solícitos cuando se trata de demostrar sus relevancia, cumplirán nuestros deseos.
Sin embargo, si hay un síntoma de la crisis de la política es la incapacidad de los partidos para encauzar las diferencias y los desacuerdos dentro de un orden civilizado. Muy al contrario, los políticos llevan demasiado tiempo practicando el peligroso juego de la polarización, dividiendo a la sociedad en facciones irreconciliables, estimulando la proliferación de grupos de intereses de los que luego se valen para permanecer en su sillón, confundiendo derechos con sentimientos y animando a los ciudadanos a calificar de odio la discrepancia, el desacuerdo, la opinión contraria.
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