José Carlos Rodríguez muestra la nada minoritaria manipulación burda de los periodistas para labrarse carreras, inventándose relatos que son aceptados sin rechistar por la ideología y relato políticamente correcto que desechan, a costa de la verdad y la descripción de los hechos.
Para ello se centra en el reciente y escandaloso fraude de toda una carrera de uno de la estrella del periodismo alemán, Claas Relotius.
Para ello se centra en el reciente y escandaloso fraude de toda una carrera de uno de la estrella del periodismo alemán, Claas Relotius.
Artículo de Disidentia:
Es el 3 de diciembre de 2018, el reloj marca las 15:05 de la tarde, y Claas Relotius sube al estrado para agradecer el premio de Reportero Alemán del Año 2018, cuarto de su carrera. La CNN le nombró “periodista del año” y “periodista de prensa del año”, y en su palmarés cuenta con premios como los Peter Scholl-Latour, Konrad-Duden, European Press Prize o Reemtsma Liberty Award. Es la estrella del periodismo alemán, y una de las grandes promesas del periodismo anti Trump, un género nuevo pero muy prometedor.
El premio en su tierra natal de este año era por un reportaje que escribió sobre un niño sirio que estaba convencido de que uno de sus graffitis había jugado un papel en el inicio de la guerra en su ciudad natal, Daraa. El jurado encontró sobrados motivos para reconocerle una vez más su labor periodística, pues posee “una ligereza, intimidad y relevancia sin paralelo que nunca guarda silencio respecto de las fuentes en que se basa”.
Debió de ser un momento agridulce para Relotius, porque su trabajo había caído ya bajo la sospecha de más de uno. Hoy se sabe que ha construido su fama inventándose sus aclamadas historias en al menos catorce de los 55 artículos que escribió para Der Spiegel. Puede que el niño sirio sea también fruto de su imaginación. Relotius ha tenido la cintura de devolver todos los premios que ha recibido antes de que se los quiten.
La noche anterior a la ceremonia de entrega del último premio periodístico de Relotius, llegó un e-mail a la redacción de Der Spiegel escrito por Jen. Esta mujer preguntaba al medio cómo pudo escribir sobre un grupo vigilante en la frontera de Arizona con Méjico si no había hablado con ella o con ningún miembro de ese grupo.
Esta alarma sonaba sobre otras que había lanzado su compañero Juan Moreno, vinculado a Der Spiegel desde 2007. Moreno, según ha contado la revista alemana en el artículo que ha desvelado el fraude periodístico, estuvo durante meses trabajando a su costa para comprobar las fuentes de las fantásticas historias de su colega. “Moreno pasó por tres o cuatro semanas de infierno porque sus colegas y editores en Hamburgo inicialmente no se creían que Relotius pudiera ser nada más que un mentiroso”: lo dice la propia revista incrédula.
Moreno empezó a torcer el gesto con la historia escrita por su colega sobre la caravana de emigrantes que recorría Centroamérica camino de la frontera de los Estados Unidos; una historia de la que él sería coautor. Normalmente, lo que acaece es demasiado cierto para ser bello, y un periodista como Moreno, que ha viajado por todo el mundo recabando historias verdaderas, lo sabe. Y el relato de Claas regalaba las expectativas de los lectores, expectativas de una justísima búsqueda de progresar que se topaba con la iniquidad sin medida del presidente Trump y su frontera siempre por construir. Se lo dijo a sus jefes, y no le creyeron. Viajó hasta la caravana y le dijeron que nadie, allí, había hablado con nadie de Der Spiegel. Se lo volvió a decir a sus jefes y no le creyeron. “A finales de noviembre y comienzos de diciembre, incluso varios en Der Spiegel pensaban que Moreno era el farsante, y Relotius la víctima de una calumnia”, reconoce el semanario. Les mostró, además, cómo había manipulado e-mails para hacerlos pasar por sus fuentes, siempre ficticias. Y finalmente tuvieron que reconocer la evidencia. Relotius mentía.
Según la Columbia Journalism Review, Der Spiegel tiene nada menos que el departamento de comprobación de datos más grande del mundo. El semanario señala que el hecho de que su departamento fracasase de ese modo “es particularmente doloroso” y promete las “medidas inmediatas” de rigor. ¿Qué pudo pasar? ¿Qué es más poderoso que un batallón de periodistas dedicados a desmentir a sus compañeros? Si con un compañero debieron ser especialmente escrupulosos es con el protagonista de esta historia. ¿Por qué no lo fueron? ¿Por qué tuvo que ser un periodista que no se dedicaba a eso pero que temía firmar una historia falsa quien acabase por desvelarlo todo?
En definitiva, ¿cómo una publicación con 70 años de historia y un reconocido prestigio, cuyo lema es “cuéntalo como es”, pudo dejarse engañar por un mentiroso y rechazar la verdadera labor periodística de otro colaborador es la pregunta que todos se hacen? Lo más interesante de esa pregunta es que su respuesta no tiene ningún misterio.
Sus historias pasaban todos los filtros porque encajaban con la ideología correcta: si la ideología es verdadera, el periodismo no miente aunque no refleje la realidad. Una mujer que lleva siempre consigo una biblia en un recorrido por todo el país para contemplar las ejecuciones de los criminales en los Estados Unidos, y que sólo existió en la mente del literato, pero mostraba lo que sabemos o debemos saber, que lo que unos llaman justicia es en realidad una venganza impulsada por la religión. Un yemení erróneamente condenado, sometido a torturas y confinamiento en Guantánamo, acabó tan desarmado moralmente que luego no quería salir. Un médico que nunca existió hablando sobre el caso de un hombre que desea morir matando por Alá. Todo mentiras. Todo fruto de la imaginación del periodista. Y todo al servicio de lo que querían leer los lectores y publicar su medio de comunicación: un retrato desabrido y antipático de unos Estados Unidos que permitiese encajar el duro golpe de tener a Donald Trump como sustituto de Barack Obama.
El ejemplo más ilustrativo es el de la historia titulada Donde rezan los domingos por Trump en la que relataba el paisanaje de Fergus Falls, Minnesota. Fue un encargo de Der Spiegel, y la idea era contar cómo es la vida en un pueblo que había votado mayoritariamente por Donald Trump. Según cuenta el semanario, Relotius escribió a la publicación haciendo ver que no tenía historia; que no había nada que reseñar. Buscó un mundo propio de los hermanos Cohen, pero se encontró con gente cuya única excentricidad era no votar como (casi) todo periodista sabe que tiene que votar. Desesperado, pasó del periodismo a la ficción, y coló.
Coló, porque de nuevo alimentaba los prejuicios ideológicos de su medio y sus lectores. Fergun Falls era un pueblo “obsesionado por las armas” y “temeroso de los inmigrantes”, pues de otro modo ¿cómo explicarse que votasen tan mal? Y su alcalde, Andrew Bremseth, seguramente sería un paleto que nunca ha visto el mar y va al trabajo pistola en cinto; él lo escribió porque hasta podría ser cierto.
Contó la historia que nunca fue de un niño mejicano, Pablo Rodríguez, que sufría el acoso de sus compañeros por su origen foráneo. Y describió un cartel que decía “Mejicanos fuera”. Lo único verdadero de esa historia era la foto del niño que acompañaba al reportaje, porque Relotius no se molestó en entrevistarle.
Relotius, por supuesto, no es más que el último caso de una saga de periodistas que hicieron su carrera gracias a la ficción, hasta que la realidad les obligó a cambiar de oficio. La carrera de Relotius ha sido tan fabulosa que no le ha dado tiempo a recibir el premio Pullitzer, para el que estaba destinado. Ya lo recibieron otros mentirosos, como Jack Kelley. Él relataba en la Alemania posterior a la reunificación cómo emergía una ultraderecha violenta en la tierra asolada por el socialismo, y cómo “los refugiados se mueven con piedras, palos, mazas incluso, para protegerse. Andan en grupos de día y rara vez abandonan el hogar de noche”. Todo mentira, pero coló porque el relato servía a la pretensión de un mundo inseguro, amenazado desde la derecha como penitencia por haber permitido el fin del socialismo. Walter Duranty, otro periodista merecedor del Pullitzer, escribía en el New York Times historias sobre cómo las noticias sobre la hambruna en Ucrania en los años 1931-1932 habían sido exageradas por la propaganda capitalista. A aquel fenómeno histórico se le llamó holodomor, “muerte por inanición”, y en él murieron unos diez millones de personas.
Son casos extremos, pero mentiras en los periódicos las vemos a diario, movidas por el puro prejuicio ideológico. Y escritas por profesionales que carecen de la humildad suficiente para entender que su trabajo consiste, como dice Der Spiegel, en “contar como es” lo que acaece.
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