Juan M. Blanco sobre el nuevo cuento de la lechera que hay detrás de las proclamas políticas para combatir el fraude fiscal y engatusar al ciudadano, mostrando lo que hay detrás de ello.
Artículo de Voz Pópuli:
- Imagen Annie Spratt
Los programas de las pasadas elecciones, así como el ya agotado pacto entre PP yCiudadanos, recogían una solución "imaginativa" para reducir nuestro correoso déficit:incrementar los medios humanos y materiales de la Agencia Tributaria y así perseguir con mayor ahínco el fraude fiscal. Loable propósito si no fuera porque… detrás de la propuesta se adivina más el objetivo de aumentar el poder de ciertos sectores burocráticos que la voluntad de cuadrar las cuentas públicas. Al fin y al cabo, la informatización y el avance de la técnica permiten realizar la misma labor inspectora con menos personal.
Al igual que para combatir el delito resulta poco eficiente colocar un policía en cada esquina, no es probable que una brutal acometida, lanza en ristre, contra los molinos del fraude logre incrementar sustancialmente la recaudación; mucho menos eliminar nuestro elevado déficit presupuestario. Máxime cuando el discurso parece la excusa, la coartada, para evitar, por sus enormes costes políticos, la estrategia más eficaz: acondicionar el gasto, adecuar el tamaño de la administración a las necesidades del ciudadano.
Existe una confusión, muchas veces deliberada, entre el monto presuntamente defraudado y la cantidad que se obtendría incrementando la vigilancia y represión. Los políticos señalan que el fraude fiscal en España sería del orden de unos 60.000 millones de euros y sugieren que podrían recuperar una porción sustancial apretando las clavijas a los malvados defraudadores. Pero esta idea se basa en una concepción dudosa de la economía sumergida, en el ingenuo supuesto de que, una vez detectada y castigada, toda actividad sumergida reconocerá su travesura, hará propósito de la enmienda y, manteniendo toda su estructura productiva, se regularizará, devengando en el futuro los impuestos correspondientes. En realidad, ante la abrumadora presión, buena parte de estas actividades simplemente desaparecería... con perjuicio para las arcas públicas.
Excesiva presión menoscaba las reglas éticas
Y es que, aunque los participantes en la economía irregular eludan algunos impuestos, en realidad abonan otros. Quien ingresa en negro, por ejemplo, evita los directos pero paga los indirectos cuando gasta. Quizá por ello, para desanimar la economía sumergida, los estados suelen perseguir el fraude estricta y rigurosamente, pero no de forma implacable, despiadada o draconiana. Un Gran Hermano fiscal provocaría el cese de muchas actividades no declaradas, que dan empleo y generan alguna recaudación por otras vías. Y que, en el futuro, podrían desarrollarse y legalizarse. Entre los blancos y los negros… reconocen los grises.
Además, una ofensiva desmedida contra el fraude, una vigilancia y control extremos, pueden desmotivar a muchos contribuyentes cumplidores, con adicional menoscabo de los ingresos públicos. Los excesos y abusos del poder deterioran ciertas normas éticas y morales en la sociedad. En "A Constitution for Knaves crowds out Civil Virtues" (1997) Bruno Frey muestra que las leyes que tratan a los ciudadanos como bribones... impulsan a éstos a comportarse como tales. La gente no sólo acata las obligaciones fiscales, o el resto de las leyes, por miedo al castigo; también por convicción, honradez, sentido de la justicia. Pero esta motivación intrínseca se debilita, o desaparece, cuando el ciudadano se siente tratado como un presunto delincuente por la administración tributaria.
El asfixiante control y vigilancia hace sentir al individuo que el pago de impuestos es tan sólo una obligación impuesta, no un deber de buen ciudadano. La buena voluntad de la gente, su ánimo para cooperar se reduce drásticamente cuando la Agencia Tributaria ejerce la presunción de culpabilidad con todos los contribuyentes, sean defraudadores o simplemente víctimas de un error. Naturalmente, también se debilita la predisposición a contribuir cuando los sujetos perciben que, en lugar de administrar eficientemente, las autoridades despilfarran el dinero que tanto les costó ganar.
Al albur de intereses grupales
Otra idea demagógica, implícita en esta línea argumentativa, es que los defraudadores son mayoritariamente ricos. Por ello, en la gran cruzada resuena el espíritu de Robin Hood: una justa lucha en favor de los pobres. Pero el argumento no resulta especialmente convincente. Ciertamente, en España no pagan proporcionalmente más impuestos quienes más tienen o más ganan. Pero no siempre porque evadan, sino porque, debido a la enorme complejidad de la legislación fiscal, existen demasiados recovecos, multitud de agujeros para quien posee influencia o puede pagar un buen asesor fiscal. En efecto, la letra pequeña, tan larga como compleja, contempla numerosas excepciones, deducciones, desgravaciones, casi siempre a medida de ciertos grupos influyentes. Por ello, la carga fiscal depende menos de la capacidad de pago que de la cercanía al poder, de la inclinación a comprar privilegios o de la disposición a ejercer presión. Pero los tipos marginales aparentemente elevados permiten a los políticos vender la ficción de que son los ricos quienes pagan el grueso de impuestos. Ahora bien, estas excepciones podrán ser injustas... pero son legales: quedan fuera de la pretendida lucha contra el fraude.
No obstante, en un ejercicio de ingenuidad, aceptemos por un momento que el incremento del personal y los medios de la Agencia Tributaria condujese a un incremento sustancial de la recaudación. ¿Se enjugaría así el déficit, cuadrarían las cuentas públicas, alcanzarían los ingresos para atender a los cuantiosos gastos? No, en modo alguno. Porque el crecimiento de la recaudación impulsa a nuestros gobernantes a gastar más. Cuando hay abundantes ingresos, los políticos inventan nuevos dispendios, más organismos para colocar a los amigos, nuevas redes clientelares para captar adeptos o más obras faraónicas, casi siempre innecesarias. Establecen estructuras burocráticas rígidas, permanentes, muy resistentes al recorte cuando el ciclo se torna desfavorable. Por ello, las etapas de elevada recaudación son también las de más fuerte crecimiento del gasto y la administración, tal como sucedió en la primera legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero. Así, por definición, los impuestos nunca son suficientes: cuanto más se exprime al contribuyente más dilapidan los gobernantes en conceptos superfluos... y el déficit persiste. Como Alicia al otro lado del espejo, la recaudación debe crecer a toda prisa, tan sólo para mantenerse en el mismo lugar.
Nuestros políticos, sean de partidos nuevos o tradicionales, parecen desconocer -o saben demasiado bien- que la estrategia de impuestos moderados, leyes fiscales simples, regulaciones sencillas y racionalización del gasto, constituye una vía más adecuada para incentivar el cumplimiento fiscal que una pretendida guerra sin cuartel contra el fraude. Por supuesto, esta ofensiva nunca se lleva a cabo pero su preparación sirve de coartada para conceder prebendas, canonjías y cargos a personas y grupos cercanos. Definitivamente, presenciamos una acelerada convergencia... de la política tradicional con la "nueva".
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