Un artículo de Ignacio Moncada sobre la necesidad de reducir el gasto público para bajar impuestos, y lo que rodea al discurso político al respecto.
Artículo del Instituto Juan de Mariana:
Los liberales, cuando tratamos la política fiscal, tendemos poner el énfasis en los impuestos. Tenemos la tentación de resumir el programa fiscal del liberalismo con aquella famosa cita de Milton Friedman: “Estoy a favor de bajar los impuestos bajo cualquier circunstancia, por cualquier excusa y por cualquier razón”. Es natural por dos motivos. Primero, porque es una medida fácil de vender a la opinión pública: pagar impuestos duele hasta a quien los defiende. Pero sobre todo porque para muchos liberales los impuestos no sólo son dolorosos, sino que los consideramos una agresión. Los liberales de corte libertario entendemos los impuestos como un robo a mano armada, una confiscación, una inmoral usurpación de nuestra propiedad legítimamente obtenida. Normal que, bajo esa perspectiva, tendamos a centrar nuestras reivindicaciones fiscales en reducir al máximo posible los impuestos. Esto lleva a algunos a dejarse embaucar por cualquier político que vaya a las urnas prometiendo reducir impuestos.
Sin embargo, es una equivocación pensar que podemos lograr este objetivo sin antes dar una batalla aún más importante: la de reducir con determinación el gasto público. Son innumerables los ejemplos de políticos que llegaron al poder vendiendo una política fiscal liberal y que terminaron incumpliéndola por no querer reducir con valentía el gasto total. Un caso paradigmático es el de Ronald Reagan: aunque en un comienzo aprobara recortes de impuestos, el decidido aumento del gasto público bajo su mandato y el consecuente aumento descontrolado de la deuda pública hizo que acabara revirtiendo las reducciones de impuestos para terminar en un nivel agregado similar al que encontró cuando llegó a la Casa Blanca. Por el mismo motivo, todo apunta a que las promesas de reducción de impuestos de quien será el 45º presidente de EEUU, Donald Trump, acabarán siendo igualmente incumplidas. Cuando un político promete recortes drásticos de impuestos pero pretende mantener o aumentar el gasto público, o está mintiendo o se dispone a disparar la deuda pública. En muchos casos, ambas cosas a la vez.
En España también tenemos amplia experiencia con falsas promesas de reducción de impuestos. Mariano Rajoy ganó las elecciones en 2011 prometiendo reducir los impuestos. En su primer Consejo de Ministros, con mayoría absoluta y sin ninguna excusa, aprobó una de las mayores subidas de impuestos de la historia reciente. Al final de su primer año de mandato alcanzó la cifra récord de 500.000 millones de euros de gasto público. Durante su primera legislatura ha mantenido el gasto público sistemáticamente por encima de lo que gastaba el Estado español en el pico de la burbuja inmobiliaria y ha exprimido a los ciudadanos a impuestos. Aún con eso ha incumplido todos los años los objetivos de déficit (sólo la quebrada Grecia tiene un déficit superior al español en Europa) y ha llevado la deuda pública desde el 69% del PIB hasta superar el 100%.
La segunda legislatura de Mariano Rajoy comienza y se repite el mismo patrón: falsas promesas de reducciones de impuestos en la campaña electoral para atraer a algún liberal despistado y una vez ganadas las elecciones (más por demérito de sus desastrosos rivales que por méritos propios), impuestazo. La decisión de mantener a Cristóbal Montoro como ministro de Hacienda fue toda una declaración de intenciones de voracidad fiscal que se confirmó en uno de los primeros Consejos de Ministros del nuevo Ejecutivo: Montoro anunció la semana pasada una agresiva subida de impuestos adicional a empresas y familias para aumentar en unos 7.500 millones de euros la recaudación el año que viene. Ni este Gobierno ni ninguno de los partidos con los que cuenta para aprobar su política económica, Ciudadanos y PSOE, tienen intención de reducir el gasto público. Más bien al contrario. El expolio, por tanto, continuará.
Si tuviéramos que resumir el programa fiscal del liberalismo en una frase no sería “bajemos los impuestos”, sino “reduzcamos el gasto público”. Si no hay una reducción previa del gasto público, si no se procede a reducir el tamaño del Estado, jamás podrá haber una reducción de impuestos sustancial. Es obvio que la totalidad del gasto público se tiene que pagar, bien mediante impuestos presentes o mediante impuestos futuros. Cada vez que el Estado gasta un euro, un euro tiene que salir, en algún momento, del bolsillo de los ciudadanos. Como bien le respondió Milton Friedman a Bud Brown, un congresista republicano, “los verdaderos impuestos al pueblo no son lo que usted llama impuestos, son los gastos públicos totales”. Por ello, cualquier político que se autodenomine liberal, por mucho que asegure que su ideal es reducir los impuestos, ha de acompañar dichas intenciones con promesas creíbles de reducción significativa del gasto público. De lo contrario no estamos ante un liberal, sino ante un embustero.
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