Jorge Vilches analiza "por qué somos comunistas" y de qué manera van ganando la "batalla de las ideas" habiendo introducido el marxismo cultural a todos los niveles.
Artículo de Voz Pópuli:
Han vencido; de momento. Michel Foucault escribió que el poder se asienta en el sistema de creencias; es decir, que determinando la reacción inconsciente y la interpretación del mundo que tienen las personas, se consigue el dominio. Los comunistas lo han logrado. Aquella vieja idea de Gramsci de sustituir la violencia política por la conquista cultural, y obtener así la hegemonía para el cambio, ha sucedido. En unas décadas nos hemos despertado como el protagonista de “La metamorfosis” de Kafka: pensamos y actuamos como comunistas, y no sabemos cómo ha sido.
Las nauseabundas reacciones de condolencia ante la muerte del tirano Fidel Castro que han realizado dirigentes de Unidos Podemos, desde Alberto Garzón a Irene Montero, solo es posible aquí si el fallecido es comunista. Y lo curioso es que no sorprende a nadie. Nos escandalizamos, lo tuiteamos, y volvemos a nuestras tareas diarias como si nada hubiera pasado. Vemos a periodistas y documentalistas repitiendo como papagayos los datos manipulados por una tiranía sobre la educación y la sanidad en su país, haciendo comparaciones que solo en una mente abducida y totalitaria pueden caber, pero no apagamos la televisión. Leemos titulares y artículos hablando del dictador como si fuera un héroe y un libertador, y no pasa nada. Incluso alguno repite frases absurdas que desvelan esa hegemonía cultural, esa tiranía inconsciente, como esa sentencia de Guillermo Cabrera Infante: “El comunismo es el fascismo de los pobres”. Mentira.
Damos soluciones colectivistas a problemas individuales. El tópico de “luchar contra las desigualdades” se cubre con más impuestos, más despojo al contribuyente; porque hay que repartir la riqueza, no crearla, claro. Hay que dar más fondos económicos al poder –sí, a ese que ha generado el “sistema de creencias” del que hablaba Foucault-, para que lo reparta según le convenga. Pero como no se crea riqueza, sino que se distribuye lo que hay, siempre necesitamos más: más intervención, más despojo. Somos dependientes económicos y mentales del Poder.
Nuestro mecanismo psicológico es básico. Necesitamos la protección del grupo, la identidad colectiva y la cosmovisión que nos proporciona ese Poder. No tenemos miedo a la libertad, sino a sus consecuencias. Preferimos la seguridad de la prisión a la incertidumbre de la selva. Y entonces nos conquistan con sus discursos fáciles que incluyen conceptos huecos y moldeables como “justicia social”, “solidaridad”, o “compromiso”. Y nos tragamos supuestas informaciones trufadas con epítetos como “pobreza infantil”. ¿Eso qué significa? Serán pobres las personas, las familias. ¿O es que tenemos miles y miles de niños deambulando solos, autónomos, independientes, abandonados, o huérfanos? Nos manipulan para conformar nuestras creencias, y que aceptemos su dominio.
El miedo a las consecuencias de la libertad ha llegado tan hondo en nuestras almas que no concebimos la democracia más que como un sistema de proporcionar “derechos sociales”, como la vivienda, o la electricidad. Ya no se trata de que estemos inmersos en una partitocracia. Eso es secundario frente al hecho de que pensamos, actuamos y respiramos para dar vida a una élite dictatorial y orwelliana. La gente que disiente se rinde. El periodista, escritor, profesor, músico o artista que piensa distinto es acosado, y se suma al rebaño que bala el pensamiento único para no perder el trabajo, ser aceptado, y evitar la discriminación, la muerte social.
Han convertido a Willi Münzenberg, el propagandista bolchevique que en Europa compró las voluntades de los que no consiguió convencer, en un torpe aprendiz. Y damos por bueno que declararse enemigo del comunismo es ser fascista, que criticar a Castro es defender a Franco, y el que lo hace tiene que luchar contra los convencionalismos, los tópicos discursivos, y dar largas y razonadas explicaciones que el interlocutor contesta con argumentos emocionales. Porque siempre sale el que dice: “¡Qué gran idea la del comunismo, pero qué mal se llevó a cabo!”. O el que espeta, sin conocimiento alguno más que el proporcionado por los manuales escolares o la televisión: “Stalin desvió a Rusia del proyecto de Lenin”. No. El comunismo es una ideología, y como tal, finalista: busca llegar a un “paraíso”, para lo cual es preciso el sacrificio propio y ajeno, la eliminación de obstáculos físicos, personales, colectivos y mentales, y que justifica la dictadura. Es un planteamiento de camaradas ante enemigos, de visionarios contra retrógrados. No hay una sola frase del comunismo que contenga una verdad. Es todo guerra y manipulación: son patrioteros, populistas, totalitarios, envidiosos y violentos. Todos sus dirigentes fueron y son burgueses; y todos acaban siendo, como Fidel Castro, la persona más rica de “su paraíso”.
No sé si la batalla cultural, la de las creencias, está perdida. Hemos aceptado que la agenda política a discutir es la que ellos marcan. Los conceptos que usamos son los suyos. Explicamos la realidad de la vida social y política recurriendo al mundo conceptual comunista, porque hemos asumido su discusión y sus palabras como las buenas y únicas posibles. Pregunto a mis alumnos si están de acuerdo con la frase: “Los ricos cada vez más ricos, y los pobres más pobres”, y la mayoría asiente o se calla. Han estropeado su perspectiva histórica, su capacidad de contraste entre el discurso oficial y la realidad. No hay duda: van ganando.
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