Artículo de Libre Mercado:
Fotografía facilitada por SOS Mediterranee a EFE del rescate de parte de los 629 inmigrantes que fueron trasladados al barco 'Aquarius'.
¿Por qué lo hacen? En el relato sobre la inmigración ilegal que cada día leemos en los medios de comunicación europeos, casi nunca aparece esta pregunta clave; la más importante, en realidad, para afrontar el problema. O, si aparece, se le da una respuesta parcial. Normalmente, sólo se habla de las circunstancias económicas de los inmigrantes. Y es evidente que estas juegan un papel muy importante. Detrás de decisiones que a cualquier habitante de un país rico le parecen complicadas de entender (lanzarse al mar en una barca que apenas es mucho más que un flotador grande) puede haber pobreza, persecución política o desesperación ante la falta de oportunidades.
Todo eso es cierto. Pero ni mucho menos lo explica todo. Otra pregunta podría ser por qué eligen ese camino y no otro. Qué opciones reales tienen ante sí. O que lleva a un joven africano a jugarse la vida para cruzar el Mediterráneo. Todo ello con la certeza de que, incluso si llegan a Europa, al menos en teoría, no tendrán demasiadas opciones de salir adelante: son ilegales y eso les veta la entrada al circuito laboral y al desarrollo de una vida dentro de la ley.
Por eso, mucha gente se hace la pregunta con la que arranca este artículo: ¿por qué? ¿Arriesgar tanto... a cambio de qué? La mejor opción, nada sencilla de lograr, es llegar a las playas españolas, italianas o griegas y convertirte en un residente sin papeles. La más probable es que te detengan (antes o después de pisar suelo europeo) y comience un expediente de expulsión. E incluso, como vemos a menudo en las noticias, existe el peligro de no llegar a la otra orilla del Mare Nostrum y perecer en el intento. Incluso partiendo del hecho de que hablamos de personas en una situación muy complicada, llama la atención que tantos miles de personas (luego veremos las estadísticas) se la jueguen cada año en lo que parece una apuesta perdida de antemano.
La primera respuesta pinta al inmigrante como un tipo no muy listo y desinformado, al albur de las mafias y que se embarca en esta aventura por una mezcla de desesperación y desconocimiento. Un análisis mínimamente objetivo debería dejar claro que este es un retrato que roza el racismo y cae, de nuevo, en la condescendencia típica del occidental buenista. Ni son tontos ni están desinformados. De hecho, comparándolos con los inmigrantes de otras épocas (por ejemplo, los abuelos de esos europeos que ahora les dan lecciones y que marcharon a EEUU o Argentina) probablemente los miles de personas que se agolpan en las playas de Marruecos, Argelia o Libia tengan bastante más datos sobre los países, leyes o sociedades a los que se dirigen. Muchos de ellos tienen familiares o amigos viviendo en Europa y con sus teléfonos móviles pueden saber casi cada día qué rutas son más sencillas, cuáles más arriesgadas, qué restricciones legales les esperan en el país de destino…
Un buen ejemplo puede ser esta columna de Fernando Portillo Rodrigo, magistrado del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción nº 3 de Melilla en 2014, en la que explica cuál es el patrón de comportamiento y lo que buscan los inmigrantes que logran acceder, de una forma u otra, a alguna de las dos ciudades españoles en el norte de África. Y cómo explotan las posibilidades que les da la ley para lograr su objetivo fundamental: llegar a la península y ser libres para moverse por Europa en busca de oportunidades. Así lo explica Portillo:
Era típico en Melilla antes de la crisis que la policía trajese al juzgado de guardia entre 30 y 50 extranjeros a la semana para que el juez autorizase su ingreso en un CIE. Pues bien, aquí se da la increíble circunstancia de que los inmigrantes están deseosos de estar entre esos 30 ó 50 que cada semana la policía lleva(ba) al juzgado para ingresar en un CIE ¿La razón? Pues que en Melilla no hay CIE, sino que están en su mayoría en la península (Madrid, Barcelona, Murcia, Málaga, Algeciras y Valencia), y es ahí donde quieren ir los inmigrantes. Porque no hay que perder de vista que cuando un ciudadano del África subsahariana cruza el desierto, atraviesa la selva, se enfrenta al hambre, supera enfermedades, sobrevive a los ladrones y luego tiene que lidiar con las mafias, no lo hace porque quiera ir a Melilla, no. Melilla es la seguridad, el techo y la comida, pero sobre todo, es la inminente y real posibilidad de cruzar a la Europa sin fronteras. Para qué va a querer quedarse en una ciudad de 12 kilómetros cuadrados cuando tiene a su alcance todo un vasto y civilizado continente.(...) Porque lo que ocurre, y lo que ellos saben, es que el periodo máximo por el cual van a estar en un CIE es de sesenta días, porque así lo dice la Ley. Imposible retenerlos por más tiempo. Pero sobre todo, lo que ellos saben y con lo que cuentan es que el procedimiento de expulsión no va a culminar antes de que pasen esos sesenta días. (...) Resultado: en un elevadísimo porcentaje (muy alto) transcurren los sesenta días y aún no han terminado los trámites de expulsión, por lo que automáticamente quedan en libertad, pero ya en suelo peninsular, pudiendo ir donde les plazca. Sí, siguen incursos en un procedimiento de expulsión, pero en una Europa sin fronteras y con toda una sociedad de desarrollo a su alrededor, saben que va a ser casi imposible volver a dar con ellos. Así que, de Melilla, los inmigrantes pasan a la península, y a partir de ahí el cielo es Schengen (España, Portugal, Francia, Bélgica, Grecia, Holanda, Alemania, etc.) Y luego Europa hace oídos sordos a este problema, no se entiende.
Esto no quiere decir que estos inmigrantes no puedan equivocarse o tomar malas decisiones. De hecho, está en la naturaleza humana: como han explicado los economistas del comportamiento, en muchas ocasiones, en la búsqueda de un objetivo muy querido, tendemos a exagerar nuestras posibilidades de éxito y a minimizar los riesgos de las empresas que abordamos. Y tampoco quiere decir que las llamadas mafias no estén repletas de indeseables.
Pero es ingenuo pensar que estos mandan a sus clientes (al fin y al cabo eso es lo que son, sus clientes actuales y sus proveedores de clientes futuros) a una muerte segura: algo ilógico aunque sólo sea porque sería nefasto para el negocio de estas mismas mafias. Y al mismo tiempo es casi insultante creer que esas decenas de personas que se apretujan en una patera, en una plaza por la que han pagado con una buena parte de sus ahorros (muchos de ellos tras vender las pocas posesiones de su familia), lo hacen sin ser en parte conscientes de los riesgos, recompensas y opciones que tienen por delante. En este artículo partimos de la suposición contraria a la habitual: un inmigrante tipo (por ejemplo, un joven de 20-25 años que dejó su país en el África Subsahariana y ha logrado llegar a la costa marroquí para intentar llegar a España) no sólo no merece la condescendencia occidental, sino que probablemente ha demostrado más iniciativa, arrojo, inquietud, valentía y recursos que el 99% de los jóvenes europeos de su generación.
Con todo esto en la cabeza, la respuesta a la pregunta del primer párrafo empieza a tener más matices de los que casi siempre se ofrecen al lector medio europeo. ¿Por qué lo hacen? Pues en buena medida porque creen (y tienen buenas razones para creerlo) que tendrán éxito en su objetivo final: establecerse en Europa. Y porque piensan que la forma más sencilla y barata de conseguirlo, de acuerdo a sus posibilidades reales, es lanzándose al mar en una embarcación que apenas merece tal nombre.
Cifras e incentivos
Las siguientes son las cifras que ofrece Frontex, la agencia de la UE encargada del control de las fronteras europeas, para el año 2017:
- 435.786 detenciones (datos para toda la UE) de personas residentes ilegalmente, un 11% menos que en 2016
- 204.719 personas intentaron entrar en el continente de forma ilegal y fueron detenidos (es un 60% menos que en 2016, cuando más de medio millón de personas fueron interceptadas en las fronteras europeas)
- 183.548 inmigrantes fueron rechazados en los puestos fronterizos (también es una cifra menor que los 215.403 de 2016)
- Se emitieron 279.215 órdenes de expulsión, de las que se llevaron a efecto 151.398
- De esas 204.719 personas que fueron interceptadas cuando intentaban cruzar ilegalmente las fronteras europeas, casi 119.000 (el 58%) lo hicieron en la ruta del Mediterráneo Central, la que se dirige a Italia y Malta (ver mapa de la derecha, click para ampliar). Este es el principal dato que blande el nuevo Gobierno italiano para su política de mano dura: en los últimos cuatro años, su país ha visto el desembarco de más de 600.000 ilegales, un número que consideran excesivo y por el que creen que el resto de Europa les tiene que ayudar de una u otra forma.
De esta manera, la foto que tenemos delante es la de una Unión Europea que es muy dura en las fronteras (dificulta mucho la entrada de forma legal), pero bastante laxa en el interior: si consigues entrar físicamente en el país, tienes un porcentaje relativamente elevado de posibilidades de poder quedarte. No es que no haya expulsiones: decenas de miles de inmigrantes son devueltos a su país de origen cada año. Pero también hay agujeros legales que hacen que la realidad no sea ni mucho menos la que podría imaginarse leyendo una normativa que parece inflexible al respecto.
Además, aquí aparece un problema clásico en economía y política: si preguntamos a la mayoría de la población si le parecería bien que se diera la residencia a un inmigrante en concreto, que nos mira a los ojos, que tiene nombre y apellidos, una historia triste detrás y muchas ganas de prosperar… probablemente la mayoría diría que sí. ¿Por qué no? Y si son 600 personas apretujadas en un barco, pues también. Al mismo tiempo, si se pregunta a esos mismos ciudadanos si quieren acoger a 500.000 inmigrantes al año, ya empiezan a dudar. Pero si acoges a esos 600, estás animando (quieras o no) a otros miles a que hagan lo mismo que hicieron sus iguales que sí lo han conseguido.
Por otro lado, cualquier economista sabe (en realidad, es una cuestión de lógica) que las restricciones en las fronteras sólo serán útiles si realmente son creíbles. Es decir, si saltarse las reglas no tiene premio. Es una cuestión de incentivos. Ahora mismo, un africano que quiera venirse a vivir a Europa tiene dos opciones. Acudir al consulado o embajada de un país europeo e intentar conseguir un permiso legal de trabajo, para entrar en el Viejo Continente con todas las de la ley. La otra alternativa es la de saltar la frontera, de una forma u otra. ¿Con cuál de los dos caminos es más fácil que logre su objetivo final? ¿Es verdad, como dicen políticos y medios de comunicación, que entrar de forma ilegal lleva a un callejón sin salida? Pues las cifras nos dicen claramente que no es eso lo que estos inmigrantes creen. De hecho, viendo su comportamiento, parece claro que están convencidos exactamente de lo contrario: de que la alternativa legal apenas es viable, mientras que con la otra tienen bastantes posibilidades de éxito.
Las opciones
El dilema entre cada caso real y la norma general apela a nuestros instintos y nuestra humanidad. Sabemos que sólo tiene sentido que haya normas de inmigración si se cumplen; y al mismo tiempo, si vamos uno a uno, las incumpliríamos con casi todos.De nuevo, volvemos a los mismos términos: incentivos, información, riesgos, toma de decisiones basada en lo que la otra parte hará… En este sentido, es muy interesante el anterior gráfico, que se ha compartido mucho en los últimos días en Twitter y que proviene de un artículo de The New York Times sobre lo que está ocurriendo en los últimos años en el Mediterráneo, a unas pocas millas de las costas libias. Como puede verse, los rescates se producen cada día más cerca de las playas africanas. Esto ha generado mucha polémica en los últimos meses. El titular del artículo del NYT es muy claro "Los esfuerzos para rescatar inmigrantes producen terribles e inesperadas consecuencias". En la misma línea se expresaba, en febrero del año pasado, el informe de Frontex, la Guardia Europea de Fronteras y Costas, sobre la acción de las ONG (página 32 de Risk Analysis 2017):
Aparentemente, aquellos involucrados en operaciones de ‘rescate y salvamento’ en el Mediterráneo Central están ayudando, de forma no intencionada, a los criminales a conseguir sus objetivos a un coste mínimo, reforzando su modelo de negocio al incrementar las posibilidades de éxito. Inmigrantes y refugiados, animados por las historias de aquellos que lo han conseguido en el pasado, intentan el peligroso trayecto puesto que son conscientes y confían en la asistencia humanitaria para alcanzar la UE.
El párrafo (y, en general, el contenido del informe) generó en su momento una enorme polémica. Nadie en su sano juicio puede negarse a socorrer a una embarcación de inmigrantes que solicita ayuda. La pregunta es, ¿cómo evitar que aquellos que están en la playa, esperando su turno, no piensen que pueden lanzarse al Mediterráneo de cualquier forma, porque ya habrá alguien por allí que los recoja y los lleve a las costas europeas? ¿Les estamos lanzando a esas personas el mensaje de que la mejor manera de llegar a Europa es jugarse la vida?
Opciones sobre qué hacer con la política migratoria hay muchas. La primera sería la de fronteras 100% abiertas o casi (con un control por razones más de seguridad que económicas). Ahora ni se plantea, pero es lo que ha existido a lo largo de la mayor parte de la historia y no ha salido tan mal. EEUU, Suiza, Alemania, Argentina…: todos estos países recibieron a millones de nuevos habitantes a lo largo del siglo XX, en un momento en el que se aplicaban muy pocas restricciones, y pudieron integrarlos sin grandes problemas. También es cierto que ni los flujos migratorios eran los actuales ni la conformación de los estados, gasto público, derechos de participación, etc. eran los mismos. ¿Estamos dispuestos a acoger a miles de inmigrantes cada año? ¿Sólo los aceptamos si no nos cuestan dinero? ¿A cuántos? Son muchas preguntas y ninguna tiene una respuesta sencilla.
La alternativa de moda es el modelo Canadá: un país que impone unas cuotas amplias (por ejemplo, 310.000 nuevos inmigrantes sólo en 2018) y que integra bien a aquellos que cumplen con los requisitos impuestos (y con categorías que van desde los inmigrantes cualificados, que cubren vacantes del mercado laboral, hasta los refugiados). Pero cuidado, hablamos de un país muy alejado de las principales rutas migratorias (EEUU le sirve de filtro) y no está claro que europeos o estadounidense pudieran aplicar una política como ésta. Y no es oro todo lo que reluce. Por ejemplo, en este artículo de El País, de diciembre de 2017, se recuerda que "las personas que solicitan la residencia permanente canadiense deben probar que no causarán gastos excesivos en servicios sociales o sanitarios". En resumen, inmigrantes sí, pero que no compitan con los de casa por los servicios públicos. Porque esa es otra, detrás del argumento o la pelea sobre si los inmigrantes son receptores o contribuyentes netos se esconde una lógica perversa: ¿aceptarles o no es una cuestión sólo de matemáticas?
Porque además, incluso con un sistema como el canadiense, la pregunta sigue siendo la misma: ¿Y si el cupo es de 300.000 pero vienen 500.000? ¿Qué hacemos con los que sobran? ¿Expulsión inmediata a todo aquel que no llegue de forma legal? ¿Lo cumpliríamos?
En Europa, además, está la cuestión de la libre circulación dentro de las fronteras de Schengen: ninguna política inmigratoria tendrá demasiado sentido si no se adopta de forma conjunta. Por último, está la posibilidad de cerrar a cal y canto las fronteras (al menos a los inmigrantes que no provengan de países del primer mundo), como piden algunos partidos populistas de media Europa: algo que no es tan sencillo de aplicar y que tampoco está nada claro que ayude a la economía-política-sociedad del país que así lo decida.
Como una vía intermedia, que nadie quiere poner negro sobre blanco pero que al final es la que se impone en la práctica, se alza la realidad: una política migratoria que se mueve a golpe de titular, con una enorme desproporción entre los medios para que no entren y la actitud una vez han entrado. Con incentivos perversos que nadie quiere reconocer. Con noticias contradictorias, como la de los políticos españoles que reconocen que nuestro país va a acoger a los tripulantes del Aquarius. Como si los inmigrantes que se agolpan en los campos del otro lado de la frontera marroquí tuvieran menos derechos que los 600 del famoso barco. Y como si al hacerlo no le estuviéramos diciendo con nuestras acciones a esos miles de chicos que esperan en las playas africanas lo que negamos de palabra: "¿Queréis vivir aquí? Pues lo tenéis muy fácil, haced lo mismo que los del Aquarius, jugaos la vida".
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