jueves, 7 de junio de 2018

Aunque la llamen así, no es Democracia

Luís I. Gómez reflexiona y analiza acerca de la democracia, la falsa democracia actual y su distinción de una verdadera democracia. 
Artículo de Disidentia: 
Casi ninguna otra palabra es utilizada de forma tan manipuladora y corruptora, de forma tan descuidada y para nada meditada como la palabra Democracia. Baste con dar un vistazo a la interminable lista de prefijos y sufijos que casi siempre la adornan (social, cristiana, liberal, popular, …) para comprender los innumerables intentos de apropiación indebida, de adaptación semántica a la que es sometida.
Permítanme, antes de nada, recordar cordialmente a los utilizadores y paridores inconscientes de tales adjetivaciones el gigantesco daño que le causan a la verdad cada vez que, en su ensoñación irracional y nada meditada, cualifican a la democracia con uno de tales adjetivos. Su pecado es, sin embargo, claramente venial si lo comparamos con el de aquellos que, a sabiendas de lo vacuo de tales adjetivaciones, las utilizan conscientemente, ya sea para manipular a determinados grupos, ya sea para justificar su propia violentación del concepto Democracia.

La democracia ateniense

La historia de la Democracia cuenta ya unos 2.600 años. Nace de una iniciativa de los griegos atenienses, según la cual las decisiones en las polis, sobre todo aquellas referidas a la guerra y las relaciones con los pueblos vecinos, no deberían ser tomadas exclusivamente por los nobles gobernantes, sino por los miembros del Consejo de la ciudad de Atenas que tuviesen un mayor grado de competencia sobre el asunto.
El reconocimiento personal se lo debemos sin duda a Heráclito de Epheso (aprox. 545 al 480 a.d.C) y al padre de la Historia, Heródoto (aprox. 484 al 425 a.d.C) quien había estudiado, durante sus viajes, los usos y costumbres de lidios, persas, egipcios, babilonios y escitas. Cabe destacar su disputa con Pericles y Sófocles durante las guerras persas, pues de ella surge la primera exposición seria del pensamiento de Heródoto sobre cómo ejercer el gobierno.
Ya antes, la ruptura con la creencia por la que el Gobernador ocupaba su puesto por mandato divino, debiendo justificar sus actos más ante la deidad que ante su pueblo, abrió el pasillo ideológico necesario para que Solon (aprox. 640 al 560 a.d.C) cambiase notoriamente las leyes, condonase las deudas a los pequeños propietarios y eliminase la ley por la que el endeudamiento estaba condenado con la esclavitud. Fué Solon quien por primera vez divide la población (en cuatro clases) según sus propiedades y no según su título familiar, concediendo a cada clase diversos derechos políticos.
La democracia ateniense sería el ingrediente principal de una cultura dominante durante varios siglos. La caída de Atenas y la llegada de los romanos supusieron el fin de aquella primera democracia, sustituida por un sistema elitista senatorial que subsistió, hasta la llegada de Julio Cesar, más como sucedáneo que como verdadero reflejo de los principios atenienses.
Desde el punto de vista semántico, “demos krateinha de ser traducido como “gobierno del pueblo”, si bien aquella democracia (ejercida sólo por una parte del pueblo) siempre estuvo sometida, en su capacidad decisoria, al cumplimiento de determinadas normas. Nunca ha existido una “democracia ilimitada y generalizada”. Tampoco hoy. Tampoco podemos identificar “demos kratein” con el gobierno de una nación o un pueblo. De hecho, en la antigua Attika existían unas 30 “demoi” grandes y más de cien pequeñas.

¿Quién tiene derecho a voto en la “demos”?

Una precisión: en democracia, tal y como ha de ser entendida históricamente, los votantes deciden sobre todas las cuestiones. Empecemos con las limitaciones. ¿Tiene todo el mundo derecho a voto? ¿No importan la edad o el género? ¿Cómo se decide a partir de qué edad se consigue el derecho a votar? ¿Es la edad determinante, muestran la misma madurez todas las personas mayores de 18 años? ¿Cuánto vale un voto surgido de un núcleo de población pequeño? ¿Y si surge de un núcleo grande? ¿Valen lo mismo?
A la hora de decidir sobre una cuestión, ¿debe el votante certificar de alguna forma su capacidad para poder tomar esa decisión? ¿Puede un grupo minoritario decidir mayoritariamente no respetar la decisión impuesta por un grupo mayoritario? ¿El derecho a voto es exclusivo de quienes llevan “mucho tiempo” viviendo en un sitio? Tras una decisión democráticamente adoptada, ¿quién asume la responsabilidad en caso de error? ¿Vale más el voto de una persona experimentada que el de una persona analfabeta? En otras palabras: ¿quién decide democráticamente las reglas de juego de la democracia? ¿Cómo es posible decidir democráticamente sobre las reglas de la democracia?
Resulta curioso comprobar como ninguna de esas preguntas ha encontrado respuesta satisfactoria (democrática) durante los últimos 2.500 años. A lo largo de la historia han sido siempre ciertos grupos dominantes los que se han encargado de dictar esas normas, o de heredarlas. El lector avezado me dirá: “esos principios generales forman parte de las constituciones y/o de los programas de los partidos políticos”. Efectivamente: pero nadie ha venido a debatir conmigo sobre la ley electoral, por ejemplo. Han sido ellos quienes la han redactado y aprobado. ¿Se han preguntado alguna vez qué es eso de “una mayoría democrática cualificada”? Pues ya les dejo yo con la pregunta.
La obligación por ley, el engaño y la desinformación han sido siempre armas rentables para no pocos déspotas a la hora de garantizarse las mayorías respectivas, para realizar sus intereses personales y los de “su grupo”. Recuerden que más del 60% de los representantes políticos en nuestra pseudo-democracia ya está decidido mucho antes de ustedes puedan votar: es la magia de los partidos y sus listas de candidatos.
Los políticos y los funcionarios dominan nuestra “democracia” exactamente igual que lo hacían antiguamente los barones, condes y marqueses. Sólo hay que ver la “legitimidad democrática” de tantas y tantas decisiones que alguien toma por nosotros sin más justificación que números paupérrimos de participación o párrafos escondidos en remotos lugares de un programa electoral. Sobre la capacidad cognitiva y profesional de muchos de nuestros “representantes democráticos” a la hora de tomar decisiones prefiero no hablar ahora. Estoy de buen humor.

De la democracia a la fractocracia

Puesto que siempre habrá más pobres que ricos, más arrendatarios que propietarios, más empleados que empresarios, más miedosos que valientes, más colectivistas que individuos responsables y más personas incultas que cultas, resulta facilísimo para los numerosos “héroes políticos”, con su falta de escrúpulos, de sentido de la responsabilidad y su avidez por todo lo que huela a poder, adueñarse de la correspondiente mayoría para expropiar, recortar en sus derechos a la minoría sometiéndola por vía democrática a su voluntad.
Si prefieren que lo exprese de forma más polémica: hazte con la masa de los estúpidos mediante promesas populistas y agitación demagógica y excluyente, y será fácil dominar de “manera legítima y democrática” a cualquier grupo minoritario que pueda amenazar tu privilegio de poder. Es la fórmula mágica que tantas veces ha funcionado en la larga historia de la humanidad, ora disfrazada de despotismo, ora de feudalismo, ora de democracia. Por eso me niego a aceptar que vivo en una sociedad democrática. La nuestra es más bien una democracia fracturada.
Jamás se ha alcanzado por la vía democrática una verdadera reforma de nada. Es cierto que la utilización irresponsable del oportunismo, la comodidad y del continuo estado de dependencia de las masas generó en no pocas ocasiones el espejismo de enormes modificaciones en la situación de la humanidad (revoluciones, derechos humanos, acuerdos de Kioto, Naciones Unidas, …), pero todos esos cambios  (explicados a continuación penosamente por los historiadores) se deben principalmente a la acción de unos pocos que supieron hacer uso de las sociedades fragmentadas para, inculcando primero y recogiendo los parabienes de la mayoría adoctrinada después, alcanzar sus propios objetivos; unas veces loables, otras no.
No son el fruto del “gobierno de todos”, sino más bien el del gobierno de unas mayorías manipuladas y cebadas en promesas, por lo general no involucradas en el proceso más allá de lo que les permitieron los prometedores de turno. No asistimos a una democracia: se trata de una fractocracia (el poder de una parte del demos).
Desde los tiempos de la Ilustración los pensadores y filósofos europeos se devanan las neuronas (en ocasiones con irrisorios resultados) sobre la madre de todas las preguntas: ¿qué reglas y leyes han de regular la base de un Estado moderno y democrático? Situados al principio frente a la negación de cualquier sistema que pretendiese usurpar las prerrogativas de la nobleza, Hegel Kant carecieron de la fuerza necesaria para llevar sus tesis a buen puerto. Fracasaron ante el desinterés de las masas, a las que no consiguieron comunicar, ni con las palabras ni con sus escritos, la necesidad de asumir responsabilidad por la propia vida, los propios actos.
Otros fueron retirándose a la esquina apolítica (GoetheSchopenhauerNietzsche) incluso prefiriendo ahogarse en un mar lírico e insustancial (Schiller). Los representantes de la llamada “Escuela de Frankfurt”, peligrosísimos pseudodemócratas cuyo pensamiento nace del socialista y criminal Marx (de quien como “pensador” sólo cabe decir que nunca entendió ni una sola palabra de “su” Hegel), apenas si pueden ser denominados colaboracionistas a la hora de implantar una conciencia pseudodemocrática por la que se concede a las masas ignorantes el espejismo de ejercer el poder. Todos ellos olvidaron uno de los principios básicos de la democracia clásica: la demos debe ser capaz de compartir cualificadamente (no cuantificadamente) las decisiones que le afectan.
Los individuos deben ser escuchados y deben inmiscuirse en las labores de gobierno. Todos los individuos. Según su capacidad en esta o aquella tarea. No existen los inútiles totales. En una verdadera democracia no existiría un sólo modelo educativo, o sanitario, o agrícola, o de seguridad. En una verdadera democracia los mentirosos crónicos que hoy gobiernan y opositan en nuestro país jamás habrían durado más de tres meses en sus puestos.
Sólo de la libertad individual nacen los derechos democráticos personales. Del mismo modo, los derechos democráticos de cada uno exigen un ejercicio individual de autocrítica a la hora de ejercer el derecho a voto: ¿soy consciente, me he informado suficientemente, dispongo de capacidad real para emitir un juicio sobre aquello que se me pregunta? ¿O prefiero unirme a una masa vociferante y esconderme así de mi propia responsabilidad, cediendo mis derechos a los políticos de turno?
La verdadera democracia presupone una entidad social pequeña, agrupada generalmente en torno a unos objetivos comunes y que protege tanto el derecho de cada uno de sus miembros a someterse a la voluntad de la mayoría como el derecho a la disidencia, sin ver por ello amenazada su existencia dentro del grupo. La verdadera democracia protege y alienta la individualidad, pues sólo desde ella es posible generar pluralidad y sólo desde la pluralidad es posible dar solución al mayor número imaginable de cuestiones. De forma cualificada y no cuantificada.
Miren a su alrededor. ¿Qué ven? Exacto: somos niños peleándonos por los caramelos que nos arrojan los políticos desde sus boyantes carrozas. ¿Hasta cuándo?

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