Javier Benegas analiza la grotesca segregación de los sexos que impone el feminismo radical imperante hoy.
Artículo de Disidentia:
Es un restaurante de comida rápida. En una mesa, dos chicos, cuya edad no alcanza los 20 años, conversan animadamente. “Ayer, saliendo del Metro, justo delante de mí había un chica increíblemente guapa”, dice uno de los dos. “Ya en la calle”, prosigue, “cuando caminaba detrás de ella, me dio por pensar que podría parecer que la estaba siguiendo. Así que crucé la calle para cambiar de lado. Te parecerá una bobada, pero me agobié. Me produjo angustia caminar detrás de ella”. Su amigo no se lo tomó a broma: “No es ninguna bobada. Nos están volviendo paranoicos a todos”, sentenció.
Es sólo una anécdota. Pero lo cierto es que proliferan los mensajes feministas que inciden en que todos los hombres son violadores potenciales. El más reciente con el que me he topado utiliza el mediático caso de “la manada” para afirmar lo siguiente: “No son solo cinco violadores los que andan sueltos. Estamos rodeadas de ellos. Están en casa, en las aulas, sentados en el autobús, en las cenas de empresa, recitando poemas sobre una tarima. Están en todos los putos sitios”. Así es comprensible que los jóvenes desarrollen un miedo cerval a parecer sospechosos.
Con anterioridad ya había escuchado a universitarios lamentarse de que el campus de su universidad estaba siendo tomado por grupos feministas. Estos grupos impartían talleres y se instalaban en cualquier parte, a su antojo, estableciendo sus perímetros de manera arbitraria, como si el campus fuera suyo. Pegaban carteles informativos en árboles, farolas, paredes: por todas partes. Y al pie de estos carteles advertían de que el acceso a sus talleres estaba prohibido a los chicos. La excusa: eran “espacios seguros”.
Cuando los universitarios cuentan cómo les afecta este feminismo, lo hacen sin mostrar indignación. En sus palabras sólo hay resignación. Lo mejor es no significarse, dicen, porque de lo contrario tendrás problemas. Y no sólo con las feministas; también con los profesores. De hecho, cada vez más cursos de verano, que son impartidos por estos mismos profesores, tienen como objeto “formar en perspectiva de género”.
Incluso en ciencias puras abundan los cursos fuera de programa con títulos tan sugerentes como “Las mujeres en la innovación en salud, ciencia y tecnología” o “Violencias de género: nuevos y viejos escenarios”. Enunciados que se entremezclan con otros igualmente alejados de las ciencias puras, como “El estado de bienestar frente a la creciente desigualdad”, “Desafíos actuales de la España social” o “Acoso escolar, discapacidad y otras diversidades: realidades, prevención e intervención”. Lo extraño es encontrar algún curso que imparta conocimientos verdaderamente científicos.
Reformar las mentes
Es evidente que los ambientes académicos son entornos estratégicos para, como diría cierta ministra, “reformar las mentes”. Pero esta ingeniería social no es exclusiva de las universidades, también se aplica en sectores profesionales especialmente sensibles, como el de la información, donde la crítica a la corriente feminista está tácitamente prohibida y lleva aparejada elevados costes. Cualquier discrepancia suele suponer la etiqueta de misógino o machista.
Sin embargo, lo cierto es que el feminismo actual no está mejorando la situación general de las mujeres. Lo que sí está animando es una grotesca segregación de sexos y la emergencia de un oportunismo que convierte la conspiración, la calumnia y la mentira en recursos con los que mujeres muy determinadas acceden a posiciones para las que no están cualificadas.
Personalmente me he topado con diferentes casos, incluso el de una directiva, ferviente feminista, que carecía de cualificación para el puesto. Por supuesto, no estaba dispuesta a admitirlo. Al contrario, ocultaba sus carencias abusando de su posición, conspirando, mintiendo y convirtiendo en un infierno la vida de quienes podían dejarla en evidencia.
Otras, sin embargo, actúan de manera más sutil. Son matriarcales y en apariencia extremadamente protectoras con sus subordinadas, pero sólo cuando están muy por debajo de su rango. Cuando se trata de otra mujer próxima en la jerarquía, las cosas son diferentes. Entonces la degradación es la norma.
He sido testigo de varias anécdotas. La más curiosa fue la prohibición expresa de una directora de reproducir la fotografía de otra mujer de su propia empresa, altamente cualificada, en un documento comercial. La foto, por razones que no vienen al caso, era pertinente. Sin embargo, la orden fue tajante: “no quiero fotos de ninguna mujer”. Pero sí permitía fotos de hombres.
Este y otros muchos casos muestran que el feminismo corporativo no promociona a las mejores mujeres, sino a aquellas con ambiciones superiores a sus méritos y, sobre todo, a las que carecen de escrúpulos.
El peor enemigo de las mujeres
En Female Intrasexual Competition Decreases Female Facial Attractiveness (2004), la psicóloga Maryanne L. Fisher evaluó la competencia entre mujeres. Reunió a un grupo de mujeres y hombres y les pidió que puntuaran el atractivo facial de fotografías de caras femeninas y masculinas. Puesto que la valoración del atractivo es un buen indicador de la competencia, se trataba de demostrar que las mujeres tienden a degradarse mutuamente en mayor medida que los hombres.
Los resultados demostraron que las mujeres puntuaban los rostros femeninos muy por debajo de la puntuación otorgada por los hombres. Además, se comprobó que para ellas la valoración del atractivo de otras mujeres está condicionado por la fertilidad, de modo que cuando experimentan altos niveles de estrógeno (es decir, máxima fertilidad), tendían a valorar peor a otras mujeres.
La raíz de esta competencia entre mujeres tiene un origen ancestral. Dado que los hombres variaban en sus capacidades para proteger a su descendencia y proporcionar recursos vitales, las mujeres aprendieron a competir entre sí para acaparar a los individuos que eran más capaces.
Por su parte, en Evolutionary Biology and Feminism (1991), la bióloga Patricia Adair sostiene que las mujeres también serían un recurso limitado y muy valioso para la reproducción masculina. En consecuencia, los hombres siempre se sentirán atraídos por las mujeres, sin apenas restricciones. Esto los llevaría a adoptar individualmente estrategias flexibles, encontrando a unas mujeres atractivas por unas cualidades y a otras por cualidades diferentes.
La evidencia empírica de esta flexibilidad de los gustos de los hombres estaría en el atractivo que algunos ven en mujeres no convencionales, que renuncian al maquillaje, usan zapatos cómodos o, en vez de aparentar fragilidad, se muestran resueltas y atléticas. Todas estas variaciones son catalogadas por Adair como ejemplos de “feminidad honesta”. Y también resultan exitosas.
En conclusión, para Adair las mujeres tienen la capacidad de definir las preferencias de los hombres. Y este “poder” se manifiesta de forma acusada en las sociedades modernas, donde cada vez más mujeres se valen por sí mismas sin depender de un hombre y, por tanto, sin tener que adoptar una feminidad que las limite.
La manipulación de las relaciones hombre-mujer
Los resultados del experimento de Maryanne L. Fisher demostrarían que las mujeres son para sí mismas su peor enemigo; no los hombres. No obstante, como la competencia es individual, y se lleva a cabo de manera independiente, sus efectos son muy limitados. Sin embargo, no sucedería lo mismo si amplios grupos actuaran de forma coordinada. En este caso, la degradación resultante tendría efectos devastadores. Así, si las estrategias femeninas estuvieran sometidas a los designios feministas, dejarían de evolucionar y diversificarse y la degradación de las mujeres independientes sería un proceso masivo. Es decir, el Feminismo Corporativo sería el elefante en la cacharrería.
En cuanto a la hipótesis de Patricia Adair, demuestra que la evolución de las relaciones entre mujeres y hombres es más compleja e impredecible de lo que las feministas admiten. Los hombres no impondrían el tipo de feminidad, tampoco las mujeres, sino que ambos evolucionarían y adoptarían sus estrategias para relacionarse entre sí con éxito. Según la biología evolutiva, no existiría una estructura rígida, inamovible. Y el patriarcado, como teoría del todo, no sería más que una grotesca caricatura. Un cuento de miedo para niños.
Ambas hipótesis desmontan falsas convenciones. Y, sobre todo, nos advierten de que no es buena idea interferir en las relaciones entre hombres y mujeres.
Feminismo Corporativo y oportunismo destructivo
Recurrir al victimismo es una respuesta de moda ante situaciones adversas. Así, se dan cada vez más casos en los que determinadas profesionales atribuyen sus reveses o baja promoción a un fantasmagórico machismo que lo impregnaría todo. Curiosamente esto sólo sucedería en determinadas especialidades. Nunca en oficios humildes. Jamás veremos reclamaciones feministas en el oficio de pocero, albañil o conductor de autobuses.
En realidad, sabemos que el criterio de selección laboral, sea mejor o peor, es hoy prácticamente igual para hombres y mujeres. Pero se opta por ocultarlo. Asumir un revés es duro para cualquiera. Por eso, recurrir al argumento de la discriminación es una tentación a la que sólo se sustraen las personas íntegras y capaces. En un entorno donde el feminismo corporativo tiene cada vez más poder, proclamarse víctima del machismo no sólo ahorra esfuerzos, también puede significar una mejora en la posición que se ocupa o un salto adelante en la lista de espera de las colocaciones. Lamentablemente, este victimismo no libera a la mujer, al contrario, degenera en un sistema de acceso restringido donde el talento cuenta poco.
Hombres y mujeres no son antagónicos, mucho menos enemigos: son complementarios. Esta complementariedad es lo que ha evitado que los seres humanos nos extingamos. Es cierto que han existido discriminaciones, pero hoy, gracias a la revolución tecnológica y a la evolución de las sociedades, mujeres y hombres disfrutan prácticamente de las mismas oportunidades. Permitamos pues que cada individuo escoja su propio camino, libremente, sin trampas ni coacciones.
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