Cristian Campos analiza el creciente, falso e hipócrita exhibicionismo del microsentimiento que se da a cabo en los politizados medios de comunicación.
Artículo de El Español:
Rachel Maddow, presentadora de la cadena de televisión estadounidense MSNBC, se arrancó a llorar en directo mientras leía una noticia sobre la separación de las familias que entran al país ilegalmente y algunos se acordaron de cuando la revista Hollywood Reporter escribió de ella que era capaz de dar las noticias "de forma partidista pero sin histeria". Visto lo visto acertaron en lo primero, porque las simpatías demócratas de Maddow aparecen hasta en su página de la Wikipedia junto a su fecha de nacimiento, pero no tanto en lo segundo.
Como Maddow nació en California en 1973, ha acabado de presentadora en la televisión demócrata estadounidense por excelencia. Si lo hubiera hecho en Abarán (Murcia) en 1940, habría acabado como plañidera de alquiler en los entierros de sus vecinos. La modernidad también era esto: convertir el exhibicionismo moral en una profesión de prestigio. "Tápate, por Dios", pienso yo cada vez que un concienciadito se abre la gabardina y me enseña sus sentimientos. Más que nada, por él. Suele tenerlos pequeños y arrugados.
Al hip hop con cosas le llaman ahora "trap" y a los microsentimientos de todo a 100, "empatía" y "humanidad". Es una empatía que va por barrios ideológicos. Cuando Barack Obama encerraba a niños en jaulas o reventaba familias sirias a dronazo limpio, la prensa publicaba artículos del estilo Las 10 ocasiones en las que Barack nos enamoró o 50 razones por las que Obama es el hombre perfecto. Ahora que lo hace Trump, les entra la llantera. Si Obama te encierra en una jaula te jodes, puto chicano de mierda. Si lo hace Trump, tus ojos como cebollitas dulces hacen gemir de pena a los multimillonarios de la MSNBC que se hacen cocktails con tus lágrimas.
Si Inés Arrimadas gana las elecciones en Cataluña, Inés Arrimadas es una facha. Si los fanáticos nacionalcatólicos de la región la llaman "zorra" mientras pasea con su marido por las calles de Barcelona, los fanáticos nacionalcatólicos de la región son ciudadanos "que se sienten legítimamente incómodos con la Constitución". Si dos mujeres se disputan el liderazgo del partido hegemónico en España, son vieja casta corrupta. Si Iglesias, Errejón y Espinar posan frente a un cartel de Nosotras, son aliados feministas.
Si la Guardia Civil rescata a diario a cientos de inmigrantes en el Estrecho durante el Gobierno del PP, ponemos el foco en la imperiosa necesidad de legalizar el top manta. Si Pedro Sánchez acoge un solo barco y organiza un obsceno plató de televisión en el puerto en el que sólo falta Jorge Javier Vázquez leyéndole el culo a un recién desembarcado, nos volvemos a sentir orgullosos de España. Cuando en La 1 aparecía el logo del PSOE sobre las imágenes de los goles de Butragueño a Dinamarca, RTVE era un ejemplo de libertad de prensa. Ahora que el PSOE se prepara para nombrar por decretazo al nuevo presidente de RTVE, "están desbloqueando la situación a la que nos han conducido PP y Ciudadanos".
A esa pornografía emocional barata ha quedado reducida la socialdemocracia. Lo explica a la remanguillé Mark Lilla, un izquierdista de libro, en El regreso liberal. Y digo a la remanguillé porque Lilla pone el foco más bien en la crítica a las políticas de la identidad y no tanto en el desmantelamiento del sentimentalismo tóxico. El mismo sentimentalismo tóxico que ha acabado sustituyendo a la ideología en una izquierda que ya no es capaz de ganar elecciones por sí sola y que sólo ocupa el poder cuando se asocia con aquellos que deberían ser sus enemigos naturales: populistas de izquierdas, ultraderechas regionales, burguesías caciquiles, sectas paleocomunistas y nacionacatólicos del terruño.
Pero ambos, políticas de la identidad y sentimentalismo tóxico, son indisociables. Sólo alguien empachado de sí mismo y de su mismidad; fascinado con sus irrelevantes gustos sexuales; resentido con todos aquellos que no comparten sus mismas, exactas, peripecias vitales; sólo alguien, en fin, encantado de conocerse y que dedica buena parte de su jornada laboral a toquetearse el manubrio de la conciencia, es capaz de ponerse a llorar lágrimas de cocodrilo, más falsas que un duro sevillano, en vivo y en directo, sin empacho, ni vergüenza, ni educación.
Ya lo he dicho y lo repito: son mala gente. Hay que mantenerse alejado de ellos siempre, pero sobre todo si por un azar de la vida acabamos algún día en el arroyo. Se harían un smoothie con nuestra sangre mientras nos lloran encima orinocos de satisfecha autocompasión. Luego se harían un selfie con nuestro cadáver y aparecerían en él tullidos y putrefactos, como en un retrato de Dorian Grey de la bondad siliconada. Por comparación con ellos, apareceríamos hasta guapos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario