Una magistral reflexión y exposición de Juan M. Blanco sobre la enorme amenaza para la sociedad abierta que supone la llamada "corrección política".
Artículo de Disidentia:
La llamada ‘Corrección Política’ se ha erigido en las últimas décadas como la ideología dominante en Occidente, como su verdadera ortodoxia. Y se ha convertido en una creencia transversal, aceptada por casi todo el espectro político, impregnando la mayor parte de las políticas que se llevan a cabo hoy en día.
Sin embargo, a pesar de lo que muchos creen, o se ven obligados a sostener, no se trata de una benévola visión del mundo. Ni de una manera educada y elegante de proteger a las víctimas, de evitar cualquier expresión que pudiera molestarlas. Tampoco es una ingenua ideología, rayana en el puritanismo, que intenta convertir a la gente en justa y benéfica.
Una amenaza al debate de ideas
Es una doctrina fanática que amenaza los fundamentos de la democracia, la libertad, la sociedad abierta, la libre expresión, los derechos individuales, la igualdad ante la ley y el imperio de la razón. Y que, a contracorriente de la mejor tradición de Occidente, no tolera la heterodoxia, impide el debate de ideas porque directamente ataca y descalifica a quienes no comparten su “indiscutible” creencia.
En ese sentido, la Corrección política se constituye en una cuasi-religión, pero no en su sentido moderno, en una creencia voluntaria, sino en una especie de religión medieval que envía al hereje a la hoguera. Ser disidente hoy no es una mera posición intelectual más: es un acto de valentía, de resistencia ante la descalificación y la muerte civil. Por ello, el disidente debe estar alerta ante la corrección política, ser una de sus “obsesiones” y, ante la generalizada manipulación del lenguaje y el pensamiento, debe recurrir al pensamiento lateral, salir de los caminos trillados, de los lugares comunes y comenzar el razonamiento desde el principio, sin los prejuicios que hoy lo atenazan.
La corrección política es un sistema de creencias que impregna todos los aspectos de la política y la sociedad, dictaminando lo que puede ser discutido y lo que no puede ponerse en cuestión por constituir un tabú. Su principio fundamental es que la sociedad se compone de grupos víctimas (buenos, que siempre tienen razón) y grupos verdugo (malos, que no tienen razón).
El imperio de las emociones
Que un dogma tan sencillo como falaz haya enraizado de manera tan profunda en la sociedad occidental solo puede explicarse por el peculiar contexto histórico que vivimos, donde las creencias, las ideologías, el pensamiento, la autoridad, los principios y la legitimidad entraron en crisis y su espacio fue llenado por una doctrina elaborada a la medida de ciertos grupos de intereses. Un mundo donde la razón fue sustituida por la emoción.
Uno de los atractivos de esta nueva ideología es su sencillez: proporciona respuestas simples y, sobre todo, emocionalmente satisfactorias en un mundo complejo. Y hace sentir al creyente estar en el lado, no tanto de la razón como en el de la virtud: pertenecer al”bando de los buenos“. Por el mismo motivo, los que osan oponerse a ella no lo harían por ignorancia o equivocación sino por maldad y perfidia.
Los contrarios no son tratados como adversarios sino como enemigos a quienes no se responde con argumentos sino con descalificaciones y ataques personales. Se les acusa de “machistas”, “sexistas”, “racistas”, que son los términos modernos equivalentes a los antiguos “herejes”, “apóstatas” o “blasfemos”, unos seres despreciables a los que hay que enviar, simbólicamente, a la hoguera por vulnerar los tabúes, pronunciar las palabras prohibidas, formular argumentos intolerables o, simplemente, mantener pensamientos incorrectos.
La corrección política genera tal pánico en intelectuales, periodistas, políticos y ciudadanos corrientes, que muchos se sienten coartados no sólo para expresar ciertos razonamientos: también para pensarlos. Vivimos en un marco de intensa censura y autocensura: muchos asuntos quedan excluidos de la discusión racional, siendo sustituidos por dogmas.
Así, la Corrección Política deteriora uno de los pilares de la democracia moderna: el debate de ideas y el libre pensamiento. Se trata de un solapado y oculto totalitarismo que, con la excusa de defender a los débiles, impone una orwelliana neolengua, en la creencia de que aquello que no puede decirse, tampoco puede pensarse. Una doctrina que trata de inculcar un sentido de culpa a quien no comparte sus postulados.
La imposición de la corrección política se fundamenta en el dominio de la emoción sobre la razón, aprovechando la lástima que generan las supuestas víctimas y el odio hacia los supuestos verdugos. Aprovecha que mucha gente es propensa a creer aquello que le hace sentir buena y virtuosa: necesita sentir que forma parte del bando del bien, no del lado oscuro. Así, se hace creer al público que lo importante no es que un argumento sea verdad sino que sea “puro” desde el punto de vista de la nueva moral.
La razón no se obtiene por la calidad de los argumentos; sólo desde la condición de supuesta víctima o de uno de sus defensores. Y los actos dejan de ser buenos o malos, correctos e incorrectos en sí mismos; la valoración moral dependerá del grupo al que pertenezca quien los cometa. Serán horribles si los ejecuta un miembro de un grupo “malo” pero disculpables si se trata de un individuo de un grupo víctima. En este relativista esquema de pensamiento, la identidad individual se diluye en la grupal pues las características de cada individuo, su conciencia, dependen ahora del colectivo al que pertenezca.
A pesar de su atractivo emocional, la clasificación de la sociedad en grupos víctimas y verdugos no solo es bastante arbitraria. También es absurda pues los colectivos son muy heterogéneos, sus miembros son muy distintos entre sí a pesar de que compartan alguna característica circunstancial como el sexo, la raza, la religión, la orientación sexual etc. Sus problemas fundamentales suelen ser de carácter individual, no grupal, distintos en cada persona. Juzgar a las personas por el colectivo al que pertenecen implica privarlas de su individualidad, de su naturaleza de sujetos responsables de sus acciones y dueños de su propio destino, considerar que son meros ejemplares de un rebaño homogéneo.
Una de las consecuencias más graves de la corrección política es que, al identificar los problemas de forma errónea, las soluciones propuestas no los resuelven, los agravan. Pero quizá sea en última instancia el verdadero propósito. Así, aunque el objetivo teórico sea combatir la discriminación, esta ideología la impulsa hasta sus últimas consecuencias.
Desincentivo a la responsabilidad individual
También crea incentivos incorrectos, desalentando la responsabilidad individual. Promover la mentalidad de víctima desanima a muchas personas a tomar las riendas de su propia vida, a esforzarse, a intentar mejorar, a resolver las dificultades pues, les dicen, la solución no está en sus manos: la culpa la tienen siempre otros. Tan sólo los expertos y los gobernantes pueden remediar estos supuestos males, ejerciendo su particular paternalismo.
Por ello, la corrección política es la ideología clase dirigente, de los técnicos, de los expertos. Se ha extendido tan rápido y sin oposición porque no supone una amenaza para el poder establecido, sino una ventaja. Divide a la sociedad civil, la desvertebra; sus opositores quedan fragmentados, muchos de ellos inmersos en un complejo de culpa colectiva.
Favorece a las nuevas élites de intelectuales y expertos ya que son ellos, y no los individuos o la sociedad civil, quienes poseen la fórmula mágica, la supuesta autoridad para proponer e imponer esos remedios de ingeniería social que salven a las víctimas de sus verdugos. Son soluciones que, en demasiadas ocasiones, consisten en leyes que permiten limitar la competencia , favoreciendo a los grandes empresarios.
La corrección política implica una renuncia al libre pensamiento, al debate de ideas, a la verdad y a la razón. Pero… nadie podía sospechar al principio la enorme rentabilidad que aportaría al poder y a las nuevas clases dirigentes.
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