lunes, 19 de noviembre de 2018

De la igualdad liberal a la igualdad iliberal

Juan Rallo analiza la cuestión de la igualdad bajo el liberalismo y su filosofía, en contraposición con la igualdad iliberal (aunque algunos pretenden usar la etiqueta liberal para justificar esta última), a raíz de un artículo de Alicia García. 


Artículo de El Confidencial: 
Foto: 'La libertad guiando al pueblo', Eugène Delacroix.'La libertad guiando al pueblo', Eugène Delacroix.
El liberalismo es una filosofía política radicalmente igualitaria: todos los individuos, con independencia de su raza, etnia, sexo o religión son titulares de exactamente los mismos derechos. ¿Qué derechos? El fundamental, y aquel del que se derivan todos los demás, es el derecho de cada persona a tratar de desplegar sus propios proyectos vitales sin que el resto de individuos interfieran en esos planes.
O expresado de otra forma: ¿qué obligación fundamental tenemos cada uno de nosotros para con los demás? La obligación de no meternos en sus vidas (y eso es, ademas, lo que los demás tienen derecho a exigirnos a nosotros mismos: que les dejemos en paz). Acaso se piense que semejante obligación moral es 'peccata minuta', que apenas supone dar rienda suelta a nuestros instintos más primitivamente egoístas de no asumir ningún tipo de compromiso duradero hacia los demás. Pero tal presunción es errónea por dos razones. Primero, porque el derecho a no ser interferidos no equivale a la obligación de vivir aislados: los individuos pueden —y suelen— consentir en convivir y cooperar, incluso con relaciones estables y de largo plazo. Segundo, porque el auténtico egoísmo no consiste en evitar interferir en la vida de los demás, sino en imponerles a los demás mis intereses y mis valores en el desarrollo de sus vidas: a la postre, lo que hacen los demás sí nos suele importar, en ocasiones tanto como para usar la violencia en amoldar su vida a nuestros gustos y preferencias. Como recuerda Gerald Gaus: “Lo más habitual es que consideremos los asuntos ajenos como asuntos propios; y lo que verdaderamente constituye un logro, y una virtud moral de una sociedad libre, es entender cuáles son tus asuntos y resistirte a meter tus narices en los asuntos ajenos”.
A ese derecho a no vernos interferidos por otros es a lo que llamamos libertad: libertad de acción sin que me esclavicen; libertad de expresión sin que me censuren; libertad de reunión sin que disuelvan el encuentro; libertad de asociación sin que me encarcelen; libertad de profesar cualquier fe sin que me aplasten; libertad de mantener relaciones sexuales consentidas con otra persona sin que me degüellen; libertad de consumir cualquier sustancia sin que me detengan, o libertad de comerciar consentidamente con otros sin que me parasiten. El liberalismo propugna que tal libertad (tal derecho de no interferencia) la posee todo individuo en la misma (en igual) medida. Es lo que Herbert Spencer denominaba “la ley de igual libertad”: “Cada uno tiene libertad para hacer todo lo que quiere siempre que no infrinja la igual libertad de cualquier otro”.
Pero los principios igualitarios del liberalismo no van más allá. Igualdad jurídica sí, igualdad material no. A la postre, legitimar a unas personas para que utilicen la fuerza sobre otras con tal de igualar cualquier variable material (riqueza, belleza, estatus, inteligencia, número de amistades, número de relaciones sexuales, presencia en los medios de comunicación...) constituiría una fortísima interferencia en los planes vitales de la persona violentada: es decir, una injerencia en su libertad. Por ejemplo, si, en aras de la igualdad de estatus o de acceso al espacio público, cualquier ciudadano tuviera 'derecho' a ver publicadas sus columnas en este periódico, entonces El Confidencial vería restringido su derecho a la libertad de información (pues serían los demás quienes le impondrían cómo debe organizar el periódico y, por tanto, sobre qué, y cómo, tiene que informar); si, en aras de una igualdad sentimental, las personas con escaso éxito en el terreno amoroso tuvieran el derecho a prohibir las relaciones afectivas de otros individuos más exitosos en ese plano (o, mucho peor, el derecho de obligar a otras personas a que mantuvieran una relación afectiva con ellos), entonces estaríamos violando su libertad de asociación o, incluso, su integridad personal. Más allá de un igual derecho a la no interferencia, pues, existe un claro conflicto entre el respeto universal a la libertad individual y la imposición colectiva de determinadas métricas igualitaristas.
Algunos notables pensadores como John Rawls, conscientes de esta tensión entre igualdad material y libertad —pero a su vez renuentes a rechazar cualquier tipo de igualitarismo material dentro de un presunto sistema liberal—, han abogado por otorgar primacía absoluta al derecho a la libertad sobre el de igualdad material… pero solo para algunas libertades (y no para otras). En particular, de acuerdo con Rawls, el primer (y prioritario) principio de la justicia exige que “cada persona ha de tener un derecho igual al más extenso sistema total de libertades básicas compatible con un sistema similar de libertad para todos”. Pero ¿qué libertades incluye Rawls dentro de ese “extenso sistema total de libertades básicas”? La libertad política, la libertad de expresión y de reunión, la libertad de conciencia y de pensamiento, el derecho a la integridad personal, el derecho a la propiedad privada de tipo personal y la libertad frente a la detención arbitraria: todas esas libertades básicas no pueden ser violadas, según Rawls, ni siquiera en nombre de la igualdad material.
Ahora bien, ¿qué libertad excluye Rawls de ese grupo de las básicas y, por tanto, considera que se trata de una libertad que sí puede ser violada en nombre de la igualdad material? El derecho a la propiedad privada sobre los medios de producción: es decir, que nuestro cepillo de dientes merece una mayor protección jurídica que nuestra empresa. ¿Y por qué? Por algo tan arbitrariamente subjetivo como que la propiedad privada de los medios de producción “no es necesaria para un adecuado desarrollo y para un pleno ejercicio de nuestras capacidades morales y, por tanto, no es esencial dentro de las bases sociales del respeto a uno mismo”. O dicho de otra forma: como Rawls opina que una persona puede realizarse existencialmente sin gestionar medio de producción alguno (pero no, en cambio, sin ejercer el control sobre sus bienes de consumo personales por superfluos e irrelevantes que estos sean), entonces decide que la propiedad privada sobre los medios de producción sí puede ser atacada sin que por ello se socave la libertad de un individuo (dejo a un lado el problema que supone distinguir, en muchos casos, entre bien de consumo o bien de producción: ¿un ordenador o una guitarra son un bien de consumo o un potencialmente muy lucrativo bien de producción para un informático, un periodista o un músico?).
Pero, como digo, se trata de una distinción profundamente arbitraria: la diversidad de los proyectos de vida entre los distintos seres humanos es tal que puede haber pocas o muchas personas que se realicen existencialmente dedicando su vida a crear bienes y servicios valiosos para otros (al igual que el filósofo se realiza creando ideas que espera sean valiosas para otros). Y del mismo modo que Rawls rechazaría de raíz limitar la libertad de expresión o la integridad física para promover una mayor igualdad material dentro de la sociedad (por ejemplo, vía redistribución forzosa de tribunas en medios de comunicación o redistribución coactiva de relaciones afectivas), 'también' deberíamos rechazar, en coherencia, la limitación del derecho a la propiedad privada (y no solo a la propiedad privada sobre bienes de consumo). Que me arrebaten mi ordenador para dárselo a otro no solo limita mi libertad de expresión, sino también mi libertad para ganarme la vida de aquel modo en que me siento más plenamente realizado.
Con lo anterior, por cierto, no estoy entrando en el debate de si pueden existir ciertas obligaciones de 'buen samaritano' para con el resto de la sociedad, es decir, en el debate sobre la posible existencia de un deber de socorro en determinados supuestos extraordinarios (como los que hoy en día tasa el Código Penal en la mayoría de ordenamientos jurídicos): lo que sí digo, en cambio, es que esa posible limitación de las libertades personales (incluyendo la limitación de la propiedad privada, aunque también de otras posibles libertades personales) en nombre del deber de socorro ha de ser 'excepcional', pues en caso contrario estaríamos sacrificando permanentemente la vida de determinadas personas (los socorristas) en beneficio de la vida de otras personas (los socorridos). Y ahí difícilmente podríamos seguir hablando de liberalismo (de un sistema jurídico y político que respete la libertad de cada persona a tratar de desarrollar sus 'propios' proyectos vitales). Nótese, por cierto, que este carácter 'excepcional' del deber de socorro lo tenemos plenamente aceptado con respecto a 'los extranjeros': acaso defendamos destinar el 0,7% del PIB a ayudar al resto del planeta (hasta que el resto del planeta goce de unos estándares mínimos de vida), pero desde luego no aceptamos entregar el 10%, 20% o 30% de nuestro PIB porque, en tal caso, estaríamos sacrificando nuestras propias vidas por los demás (tendríamos que trabajar ocho horas diarias para que el resto del mundo tuviera una sanidad algo mejor que la actual aun cuando nosotros tuviéramos que conformarnos con una muchísimo peor que la actual). El propio Rawls, de hecho, no extiende la lógica de su igualitarismo material al orden internacional: en ese caso, apenas acepta un deber de asistencia global dirigido a cubrir un cierto mínimo existencial, y solo en aquellas sociedades necesitadas de ayuda.
Por eso creo que, al contrario de lo reivindicado en esta casa por Alicia García, la empresa de resucitar un liberalismo igualitario —entendiendo por tal uno que asigna un papel preponderante al Estado a la hora disponer de nuestras libertades y propiedades con el objetivo de 'igualar' la distribución social de los distintos recursos materiales— es una empresa condenada a un 'cul-de-sac' intelectual. No porque algunos concibamos el liberalismo como un sistema de pensamiento exclusivamente económico (que no lo hacemos en absoluto) sino porque el respeto 'moral' a la libertad ajena también abarca el respeto a todas aquellas propiedades pacíficamente adquiridas y gestionadas. Y si no aceptaríamos en ningún caso que, bajo la etiqueta de 'liberalismo igualitario', se incluyeran ideologías que propugnaran limitar de manera estructural la libertad de asociación y de pensamiento (o incluso la integridad personal) en nombre de la igualdad material, entonces tampoco deberíamos hacer lo propio con ideologías que propugnan limitar otras de esas libertades —el derecho de propiedad— en nombre de la igualdad material. Sí, serán ideologías igualitaristas, pero en ningún caso liberales: es decir, serán igualitarismos iliberales.
Porque, aun cuando es cierto que para poder pergeñar y poner en práctica nuestros planes vitales necesitamos de determinadas capacidades que no poseemos —ni poseeremos jamás— todos en igual grado, el mínimo común imprescindible para que todas las personas, por muy desiguales que sean sus capacidades de partida, puedan perseguir sus propios objetivos vitales es el de no interferir con esos objetivos vitales en contra de su voluntad: es decir, la libertad (en su acepción negativa) constituye un presupuesto para cualquier 'concepto' positivo de la libertad que queramos elaborar. Y si verdaderamente creemos en la igualdad 'moral' de las personas, entonces no queda otra que respetar en términos igualitarios la libertad (negativa) de todos los seres humanos: es sobre ese elemental respeto mutuo sobre el que la cooperación voluntaria entre los individuos (a través de la sociedad civil y del mercado) promoverá 'legítimamente' la mejora de sus distintas capacidades. Ese, y no otro, es el proyecto liberal: prosperidad y cooperación generalizada a través del respeto irrenunciable a la libertad personal.

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