lunes, 26 de noviembre de 2018

Por qué la izquierda se cree moralmente superior

Carlos López expone por qué la izquierda se cree moralmente superior. 

Artículo del blog Cero en progresismo:
Es un hecho que la izquierda se autopercibe como moralmente superior. Otra cosa muy distinta es que dicha autopercepción esté justificada. Sea como sea, cabe preguntarse: ¿Por qué la izquierda se cree moralmente superior a la derecha?
La razón fundamental es que la izquierda, por definición, pretende ser la defensora de los débiles y los oprimidos. En nuestra cultura cristiana, esta noble intención lo tiene todo para seducirnos, incluso a los que no son creyentes. Me atrevo a decir que especialmente a estos, en la medida en que puedan encontrar en las ideas progresistas una “teología sustitutoria”, un lenitivo para la “nostalgia de lo absoluto”.
Sin embargo, esa definición es insuficiente, precisamente porque omite las radicales diferencias que existen entre la izquierda y el cristianismo. Estas podrían resumirse en una sola: mientras que según la doctrina cristiana el mal anida en el corazón de cada uno de nosotros, y por tanto solo con la ayuda de Dios podemos vencerlo, para el progresismo lo esencial es señalar y combatir a los culpables de las injusticias y las desigualdades; solo de esta forma se logrará acabar con las lacras que afligen al género humano.
El cristianismo, como es obvio, jamás se ha desentendido de la suerte de los pobres en este mundo: al contrario, desde sus orígenes la Iglesia ha practicado una caridad organizada de importancia difícilmente exagerable. Pero asociar el mensaje del Evangelio con teorías del resentimiento social es un funesto error, por mucho que lo cometan no pocos cristianos, incluyendo una parte considerable del clero católico.
El progresismo, en la medida en que divide el mundo en buenos y malos, en opresores y oprimidos, es el arma ideológica más poderosa que existe: no hay fuerza mayor para quien aspire no solo a conquistar el poder político, sino sobre todo aumentarlo y concentrarlo, derribando cualesquiera barreras que las leyes y las costumbres más sabias han erigido para contener un fenómeno tan peligroso.
Por ello no debiera sorprendernos que las ideas de izquierda, y en concreto la teoría marxista, hayan servido para implantar algunos de los regímenes más despóticos que han existido. La actitud de la izquierda ante un correctivo empírico tan brutal ha oscilado entre dos extremos: por un lado, defender sin tapujos los crímenes del comunismo como necesarios o inevitables, o al menos relativizarlos (“el capitalismo mata más”); por otro lado, desentenderse de ellos, con la consabida negación de que aquellos experimentos tengan algo que ver con el “verdadero comunismo”, idea impoluta que al parecer todavía estaría por realizarse.
En la práctica, el izquierdista suele combinar ambas actitudes. Por un lado se proclama ferviente demócrata, enemigo de toda dictadura, y se aviene incluso a condenar los “excesos” y “errores” cometidos en nombre del socialismo. (¿Se imaginan lo que este mismo diría de quien sólo condenara los “excesos” del nacionalsocialismo?) Pero al mismo tiempo, su posición frente a los totalitarismos de izquierda, pasados y presentes, suele ser mucho más comprensiva que ante cualquier régimen o gobernante de derechas.
Esta doblez estratégica permite a la izquierda sobrevivir políticamente a cualquier refutación que le oponga la realidad, por catastrófica que sea. Al tiempo que salva la pureza del ideal de cualquier contrastación, al considerar sus resultados más desastrosos como desviaciones o efectos de sabotajes exógenos, no se priva de defender los “logros sociales” del comunismo para mantener viva cierta esperanza de que “la idea” no es una quimera irrealizable. Se caricaturiza, con razón, la expresión “Hitler también hizo cosas buenas”, pero lo cierto es que la izquierda constantemente recurre a un procedimiento análogo con Stalin o con Castro.
Tras la caída del Muro de Berlín la izquierda se ha sometido a una cierta reconversión, reforzando su instrumentalización política de colectivos como las mujeres, los homosexuales, las minorías raciales, etc., para compensar en parte la pérdida de voto obrero. Pero de ningún modo ha renunciado a las sinergias entre el tema central de la izquierda clásica, enemiga de los ricos y los poderes económicos, y la nueva izquierda encarnada en el feminismo radical, el activismo LGTB y el multiculturalismo. Se trata de dos vertientes de una misma ideología que se refuerzan mutuamente.
Lo que ha contribuido más decisivamente a preservar el núcleo doctrinal de la izquierda clásica (socialista o comunista) en el progresismo actual es una exitosa difusión de su propia interpretación de la historia. Desde la toma del poder por Lenin en Rusia la izquierda se esforzó, con honrosas excepciones, en negar u ocultar los crímenes de los bolcheviques, porque entendía que su divulgación perjudicaría los intereses de la lucha obrera. Pero la mayor baza propagandística del comunismo (y del progresismo en general) llegó con la derrota del nazismo en la Segunda Guerra Mundial.
El nazismo, convertido en la encarnación del Mal absoluto con ayuda de las imágenes espantosas de sus campos de concentración y exterminio, difundidas por los Aliados tras la guerra, sirvió como un efectivo “blanqueador” (por contraste) del comunismo. Jamás ha habido una popularización parecida, al menos de tipo gráfico y audiovisual, de la verdad sobre los campos de concentración soviéticos ni chinos. Sin desmerecer la repercusión de los libros de Alexander Solzhenitsin, especialmente su Archipiélago Gulag, la repercusión de una obra literaria relativamente tardía no puede compararse con el efecto de los documentales sobre el Holocausto, que impactaron tempranamente a millones de personas a través del cine y la televisión.
Pero la izquierda no se ha limitado a aprovecharse del nazismo para eclipsar sus propios crímenes. Ha tenido la habilidad de asociar intuitivamente esta ideología perversa con la derecha, especialmente con regímenes autoritarios como el de Franco. Es innegable que las potencias del Eje apoyaron al bando nacional en la Guerra Civil, y que incluso el franquismo prestó un apoyo anecdótico pero significativo a Hitler en la Segunda Guerra Mundial, enviando la División Azul a Rusia. Pero nadie parece escandalizarse demasiado porque los republicanos recibieran la ayuda de Stalin, y menos aún porque las potencias democráticas terminaran aliándose con él contra Alemania. Por lo demás, las diferencias entre la dictadura del general Franco, de corte conservador y católico, y el Tercer Reich, totalitario y neopagano, no pueden ser más hondas.
A pesar de ello, la izquierda gusta de cultivar sistemáticamente una burda confusión conceptual entre el conservadurismo y el fascismo, por ejemplo tachando de “fascistas” las políticas natalistas de protección de las familias numerosas. Pero sobre todo se ha valido de la tergiversación de la historia. Por un lado, ha exagerado sistemáticamente la represión política durante el franquismo. Es típico que no tenga en cuenta el número de sentencias de muerte conmutadas por penas de prisión, que fueron alrededor de la mitad, para de este modo duplicar (aunque se han llegado a multiplicar por mucho más de dos) el número de fusilados durante la posguerra. Por supuesto, tampoco se tienen en cuenta los crímenes cometidos por muchas de estas víctimas, mezclando impúdicamente a las inocentes, que sin duda hubo, con sanguinarios verdugos materiales o políticos del bando perdedor.
Pero la principal tergiversación histórica consiste en convertir a Franco en el gran responsable de la Guerra Civil, al encabezar –se nos dice– un golpe de Estado contra un gobierno legítimo. En realidad, el gobierno del Frente Popular no se puede considerar legítimo por la forma en que accedió al poder, sin esperar los resultados del escrutinio electoral e interfiriendo en éste de manera totalmente irregular y, en algunas circunscripciones, fraudulenta. Más decisivo aún es el modo en que se fraguó el conflicto, por culpa de una izquierda supuestamente moderada que primero se concertó con la izquierda totalitaria para expulsar a los conservadores del juego democrático, y que después se vio claramente desbordada por ella.
La izquierda española, no contenta con su posición culturalmente dominante, pretende ahora que su relato de la historia se convierta en la versión obligatoria en la academia, la enseñanza y los medios de comunicación. Y no por casualidad está procediendo igual en los temas más propios de la nueva izquierda, especialmente la ideología de género, para blindarla contra cualquier disidencia. En esto último no sólo cuenta con la pasividad de la derecha con representación parlamentaria, sino incluso con iniciativas legislativas que parten del Partido Popular y Ciudadanos. El único partido con posibilidades electorales que hasta ahora se ha plantado contra las leyes de Memoria Histórica y de Violencia de Género, prometiendo su derogación, es Vox. La reacción contra el mito de la superioridad moral de la izquierda acaba de empezar.

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