martes, 13 de noviembre de 2018

Animalismo y carne de cultivo

Fernando Díaz Villanueva analiza la cuestión del animalismo y la carne de cultivo. 
Artículo de Disidentia:
La semana pasada se produjo una curiosa manifestación en Madrid. Un grupo no muy numeroso de animalistas se concentró delante del Museo del Jamón, un conocido restaurante cuya especialidad es la que le da nombre, y allí, blandiendo sus pancartas, increparon al establecimiento con consignas tales comoNo es jamón, es cerdo muerto“.
El animalismo en España tiene cada vez más adeptos. El Partido animalista, por sus siglas PACMA, ha multiplicado por seis sus votos para el Congreso y por veinte sus votos para el Senado en la última década. En la cámara alta el ascenso ha sido meteórico. En las generales de 2004 obtuvo 64.947 votos, en las de 20161.213.871.
Ninguna otra formación política ha crecido tanto como ellos. Todo indica, además, que lo seguirán haciendo porque en un país rico y eminentemente urbano como el nuestro el animalismo se ha puesto de moda. Lo de España no es una excepción, es la norma. Se trata por tanto de una tendencia a nivel global, al menos en el primer mundo. Y como tal merece la pena ser tenida en cuenta.
Una de las peculiaridades del animalismo es su transversalidad. Aunque sus activistas más afanosos suelen ser de izquierdas, lo cierto es que encontramos animalistas o gente que simpatiza con el animalismo en todo el espectro ideológico. Este hecho se comprueba en el amplio rechazo que, de un tiempo a esta parte, suscita la tauromaquia. Es más común entre los votantes de izquierda pero también se da entre liberales y conservadores.
Claro que la tauromaquia es una cosa y criar cerdos para su consumo es otra bien distinta. Lo primero es un entretenimiento, artístico si queremos, pero entretenimiento al cabo. Lo segundo tiene que ver con la alimentación y la supervivencia misma de la especie.
La doctrina animalista viene a decir que es inmoral -y, por lo tanto, debería ser ilegal- criar animales para luego comérselos. Los más radicales suben un peldaño y hablan de prohibir incluso la explotación de animales sin muerte, animales tales como las vacas lecheras, las gallinas ponedoras o las ovejas de las que se extrae lana y leche sin necesidad de sacrificarlas. Los animalistas más suaves admiten que se pueda explotar a los animales pero de la manera lo más humana y ética posible.
En todos los casos, de imponerse sus tesis, habría que desmantelar todas las granjas industriales, que son, por añadidura, las que permiten a la humanidad un suministro continuo y relativamente barato de carne, leche, huevos y piel natural. El precio a pagar por ello son esas granjas.
Las granjas industriales son lugares tétricos en los que se ceba a los animales para sacrificarlos lo antes posible y poner su carne en el mercado. En muchas ocasiones se emplean hormonas y anabolizantes para acelerar su engorde y aumentar su crecimiento muscular. Los animalistas hablan de estas explotaciones como “granjas de la muerte y, para qué engañarnos, lo son. Todos esos animales mueren para que podamos vivir nosotros, que somos cada vez más.
La granja industrial es el último capítulo de un proceso que arrancó hace miles de años. Los seres humanos matamos a otros animales para comérnoslos desde siempre. Nuestros ancestros del Paleolítico los cazaban. Primero se los comían crudos y luego aprendieron a cocinarlos cuando se hicieron con el control del fuego.
En torno al año 10.000 antes de Cristo empezaron a domesticarse animales en el Creciente Fértil. El primero de ellos fue la cabra, seguida por el caballo, la oveja y la vaca. El perro se domesticó antes, hace unos 15.000 años, pero la humanidad lo empleó más como asistente que como alimento.
La domesticación de un puñado de especies brindó a los seres humanos un suministro estable de proteínas, de otros bienes como pieles y de servicios como el transporte o el acarreo de cargas. Sin domesticar animales los primeros humanos hubieran tenido mucho más difícil abandonar la vida salvaje y fundar las primeras civilizaciones.
Hasta hace no mucho tiempo nadie se planteaba la moralidad de sacrificar animales. Ni para su consumo ni para fines festivos o religiosos. Estaban ahí para eso mismo, los animales eran simples autómatas, un don del cielo que a nosotros correspondía administrar sabiamente para que no se agotase el maná.
El hecho es que, según se desprende de las sucesivas investigaciones que se han ido llevando a cabo en las últimas décadas, los animales no son precisamente autómatas. Ni los que viven en estado silvestre ni los de granja. Se sabe, por ejemplo, que sienten dolor y que tienen vidas emocionales más o menos sofisticadas.
Y no hablo ya de los perros, nuestro infatigable compañero de viaje del que lo sabemos prácticamente todo, sino de animales tan inexpresivos como la vaca, que se estresan cuando les separan de sus terneros, cosa que hay que hacer para poder comernos un jugoso y nutritivo bistec. Descubrimientos como este -algo, por lo demás, que los granjeros ya intuían por su trato continuo con el ganado- nos pone ante la disyuntiva de aceptar o no sus consecuencias morales. Resumiendo: ¿tenemos derecho a criar, estabular, sacrificar y comernos a un animal sintiente?
La respuesta que los animalistas dan es que no, que no lo tenemos y, por consiguiente, estas granjas deben ser clausuradas y la ganadería puesta al margen de la ley. De hacerse así nos encontraríamos con nuestra especie asomada a un abismo alimentario. ¿Cómo sustituir todos los nutrientes que obtenemos de los animales?
Es una cuestión peliaguda porque si tuviera que hacerse habría que ampliar la frontera agrícola mucho más allá de lo que probablemente sea posible y, de serlo, mucho más lejos de lo que a los ecologistas les gustaría. Bosques, humedales, dehesas y otros ecosistemas tendrían que ser roturados lo cual, seamos sinceros, no sería muy bueno para el medio ambiente.
Los alimentos de origen vegetal tampoco sustituyen completamente a los de origen animal. La carne, de hecho, es un complemento de los primeros para una dieta rica y equilibrada que mantenga nuestras funciones vitales en orden. Esta es la razón por la que, a pesar de ser conscientes de que había cierto grado de inmoralidad en el sacrificio de animales, lo seguíamos haciendo. Era eso o el hambre, y nuestra especie como todas las demás antepone la supervivencia a cualquier otra cosa.
No se nos puede culpar, también somos animales. Algo más inteligentes, eso sí, lo suficiente como para plantearnos abstracciones como el derecho a la vida que nos otorgamos a nosotros mismos desde hace no mucho tiempo y que, más recientemente, estamos empezando a otorgar a otras especies.
Aparte de una capacidad de abstracción extraordinaria los seres humanos tenemos también unas habilidades fuera de lo común. Entre ellas figura la de crear cosas de la nada, ya sea por transformación de lo existente o por síntesis. Y es aquí, con esta maña nuestra para sintetizar, donde podría encontrarse la solución.
Desde hace algún tiempo se habla de carne cultivada, un producto sintético y, sino indistinguible, si al menos muy parecido a la carne natural pero que no implica cautiverio y sacrificio de animales vivos. La carne cultivada no es ciencia ficción, es algo real aunque todavía está en fase de desarrollo. Partiendo de células madre los científicos están consiguiendo réplicas exactas de la carne de distintos animales.
El procedimiento es de una complejidad extrema no exenta de infinidad de problemas asociados que poco a poco van resolviendo gracias a la proverbial terquedad y el inagotable ingenio de los Sapiens Sapiens. Seguramente todo sea cuestión de dejar que pase el tiempo hasta que esto de la carne cultivada, que hoy se nos antoja digno de una novela de Philip K. Dick, sea comercialmente viable y la veamos en los estantes de los supermercados.
Quizá nuestros nietos cuando vean las imágenes de las granjas industriales de nuestros días piensen que somos unos bárbaros. Para sus estándares morales lo seremos sin duda, pero no por gusto, sino por necesidad. Ellos, de hecho, existirán gracias a esa barbarie.

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