José Augusto Domínguez expone cómo Marine Le Pen no es otra cosa que el epítome de la izquierda.
Artículo del Instituto Juan de Mariana:
Una vez asentado Donald Trump en la Casa Blanca, Marine Le Pen es el personaje político del momento. Las posibilidades ciertas de que alguien clasificado en lo que se conoce comúnmente como extrema derecha pueda llegar a la presidencia de la República francesa ha encendido, como no podía ser de otra manera dados los usos y costumbres de la aplastante mayoría de medios de comunicación y del politicastrerío, todas las alarmas. Nos encontramos ante un fenómeno, el de la nieta de viejo Jean-Marie Le Pen, que trasciende las fronteras del país vecino.
Artículo del Instituto Juan de Mariana:
Una vez asentado Donald Trump en la Casa Blanca, Marine Le Pen es el personaje político del momento. Las posibilidades ciertas de que alguien clasificado en lo que se conoce comúnmente como extrema derecha pueda llegar a la presidencia de la República francesa ha encendido, como no podía ser de otra manera dados los usos y costumbres de la aplastante mayoría de medios de comunicación y del politicastrerío, todas las alarmas. Nos encontramos ante un fenómeno, el de la nieta de viejo Jean-Marie Le Pen, que trasciende las fronteras del país vecino.
El asunto, no obstante, resulta curiosísimo. Y es que la mayor parte de las propuestas de Marine Le Pen son un calco, cuando no suponen un paso más allá, de las clásicas reivindicaciones de la extrema izquierda: recuperación del control político del banco central para salir del euro y poder recurrir a la emisión masiva de moneda nacional, fortalecimiento del Estado de bienestar con grandes programas sociales, retórica contra las multinacionales, responsabilización al fraude fiscal de todos los males, nacionalizaciones de industrias clave, bajada del precio del gas y la electricidad, prohibición del fracking, promoción de energías renovables, programa de infraestructuras públicas, control de bienes y capitales internacionales, críticas a las privatizaciones de servicios públicos, derogación de la reforma laboral, subvenciones a empresas no competitivas, jubilaciones a los 60 años, subidas de pensiones o jornada laboral de 35 horas.
Por tanto, algo falla. No es posible que el mismo programa político sea en un caso la quintaesencia del progreso y en otro una peste a erradicar.
La explicación la encontramos en la inadecuada definición de izquierda y derecha que se empezó a inocular en la sociedad con la llegada del nacionalsocialismo. Lo explica Erik von Kuehnelt-Leddihn:
En Alemania, después de la Primera Guerra Mundial, los nacionalsocialistas, por desgracia, se sentaron en la extrema derecha como consecuencia de la simpleza mental de la gente de asociar nacionalismo con derechismo e, incluso, con el conservadurismo -una idea grotesca si uno recuerda el antinacionalismo (antietnicismo) de los Metternich, de las familias monárquicas y de los ultraconservadores europeos. El etnicismo (nacionalismo), además, fue un subproducto de la Revolución Francesa (como lo fue el militarismo). El nacionalismo (tal como el término se entiende en Europa, si bien no en América) es, antes que nada, identitario, una manera de conformidad.Esta mala colocación de los nacionalsocialistas en el Reichstag ha dado lugar a una confusión semántica y lógica que empezó un tiempo antes. Los comunistas, socialistas y anarquistas se identificaban con la izquierda; los fascistas y nacionalsocialistas con la derecha. Al mismo tiempo, era evidente que había un gran número de similitudes entre los nacionalsocialistas, por un lado, y los comunistas, por el otro. Esto dio lugar a la famosa e idiota fórmula: Nos oponemos a todo extremismo, venga de la izquierda o de la derecha. Es más, rojos y pardos son prácticamente idénticos: los extremos siempre se tocan.
Pero como señala el propio Kuehnelt-Leddihn, «esta manera de pensar es increíblemente confusa: los extremos nunca se tocan. El frío extremo y el calor extremo, la lejanía extrema y la cercanía extrema, la fuerza extrema y la debilidad extrema, la velocidad extrema y la lentitud extrema... nunca se tocan. Nunca devienen iguales ni siquiera similares». Así, solo se puede llegar a la conclusión de que la izquierda radical y Le Pen no se tocan por los extremos, un imposible, como se ha señalado, sino por ser realmente la misma cosa.
Se podrá replicar que hay una sustancial diferencia entre la extrema izquierda y la mal llamada extrema derecha: la visión que ofrecen de la inmigración. Y es cierto que la izquierda se muestra en este punto abierta y tolerante y Le Pen, en cambio, promueve estrictos controles. Pero esta desavenencia cabe acaso interpretarla como una desviación por parte de la actual izquierda del verdadero izquierdismo y como una confirmación de Le Pen en, precisamente, el izquierdismo más fetén. De nuevo, el polígrafo austrohúngaro:
La izquierda es la enemiga de la diversidad y una fanática propulsora de la identidad. La uniformidad se recalca como la utopía izquierdista, el paraíso en el que todo el mundo es igual, la envidia ha desaparecido y el enemigo ha muerto, vive fuera del reino o ha sido totalmente humillado. La izquierda aborrece las diferencias, las desviaciones, las estratificaciones. La única jerarquía que puede aceptar es funcional. La palabra "uno" es su símbolo: un lenguaje, una raza, una clase, una ideología, un mismo ritual, un único tipo de escuela, una ley para todo el mundo, una bandera, un escudo, un centralizado estado mundial.
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