viernes, 1 de junio de 2018

La moción de censura y los yonkis del Poder

Fernando Díaz Villanueva analiza la moción de censura y el actual juego de poder y estrategias entre los distintos partidos para hacerse con el poder. 

Artículo de Disidentia: 
Las elecciones del 26 de junio de 2016 dejaron un mapa parlamentario tan endiablado que lo milagroso es que Mariano Rajoy haya conseguido gobernar tranquilamente durante 19 meses. No había coalición posible que alcanzase una mayoría absoluta. Al PP y Ciudadanos no le llegaba, tampoco al PSOE y Ciudadanos o al PSOE y Podemos. Quedaban, por lo tanto, sólo dos posibilidades: o un pacto a la italiana con 5 o 6 formaciones de izquierda adobadas con nacionalistas de pelaje diverso, o un Gobierno precario del PP.
Salió el último porque en octubre de 2016 el PSOE saltó por los aires. Motivos había para ello. Pedro Sánchez cosechó el 26-J los peores resultados de la historia del socialismo español: 85 escaños, cinco menos que en diciembre del año anterior y 25 menos que en la debacle de 2011.
A este delicado equilibrio, sostenido sólo por la debilidad del PSOE y los problemas internos de Podemos, se terminaron acostumbrando en Génova. Entendieron erróneamente que su posición no era tan privilegiada como en la anterior legislatura, pero si lo suficientemente sólida como para aguantar hasta 2020. No vieron o, mejor dicho, no quisieron ver, que tenían el BOE cogido con un alambre a pesar de que su exigua mayoría parlamentaria se lo recordaba cada miércoles en la sesión de control.
Para que aquello se viniese abajo bastaba un golpe en el punto exacto y que ese golpe lo diese un tipo con arrojo para inmolarse. La conjunción de ambos se dio la semana pasada. El golpe fue la sentencia del caso Gürtel, que sacudió como un calambrazo a todo el país. El valiente no era otro que Pedro Sánchez, un hombre sin nada que perder y que lo demostró presentando una moción de censura de un modo un tanto temerario.
Reza un adagio latino que la suerte corre en auxilio de los audaces. Nunca mejor traído. Pedro Sánchez no es muy listo, tampoco es culto ni está especialmente bien formado, pero es audaz, eso hay que reconocérselo. Si esto le salía bien pondría la cabeza de Rajoy en la punta de su pica y se convertiría en presidente de Gobierno por el único conducto por el que puede acceder al cargo. Después de dos batacazos seguidos, sabe que unas elecciones no las va a ganar. Si fracasaba tendría problemas para explicar la patochada dentro de su partido y, especialmente, a sus votantes, que no son tan animosos y entregados como los militantes.
Y le ha salido el salto mortal. Ahora viene la segunda parte, la de hacerse con el poder y mantenerse en él. Para eso va a necesitar algo más que arrojo. Si llega a la presidencia del Gobierno lo hará con sólo 85 diputados, sin más programa que el de quitar a Rajoy para ponerse él, con los presupuestos de otro que hasta ayer atacaba y, sobre todo, con un montón de hipotecas, algunas impagables.
Sánchez llega al poder no por medios propios, sino porque una amalgama de partidos y partidillos le han conducido hasta allí. No le ha importado valerse del apoyo de comunistas e independentistas para derribar a Rajoy. Parece dispuesto a cualquier cosa con tal de mandar. Algo similar le sucederá cuando quiera conservar el poder. Pero ya no será tan fácil porque los intereses de sus aliados de ocasión son en muchos puntos divergentes. Ahí hará falta algo más que agallas y determinación suicida.
Se va a encontrar con una cantidad tal de problemas que ahora, cegado como está por la cercanía de la poltrona, no puede ni imaginar. Pero Sánchez, como Rajoy, no quiere el poder para algo concreto, quiere mandar por mandar, por estar ahí. Es de los que se cree ungido y tiene por único cometido en la vida vestir la púrpura y exhibirla.
Pero no adelantemos acontecimientos. Hay una posibilidad -remota pero real- de que Rajoy termine frustrando la galopada de su adversario en el último momento. Si hoy presenta su dimisión in extremis lo de estos días no habrá valido para nada y volveríamos al punto de inicio, al día después de las elecciones con el Rey sentado en su despacho de la Zarzuela aguardando a que le traigan un candidato con apoyos suficientes para ser investido.
De ese limbo sólo se podría salir con una convocatoria electoral que, por lo demás, es lo único razonable que puede hacerse ahora. Pero ¿quién quiere unas elecciones? El PP no porque se teme un descalabro histórico, el PSOE y Podemos tampoco porque barruntan que sus resultados serán peores que hace dos años. Sólo Ciudadanos desea ir a las urnas cuanto antes, pero con 32 míseros escaños mucho no puede presionar.
Por eso Rivera clamaba ayer en el desierto despreciado por todos. Es el líder con mayor proyección en las encuestas y eso le convierte en objetivo tanto para el PP como para el PSOE y sus nuevos socios. Esa es una de las razones por las que Rajoy no dimite. Si lo hace las elecciones son inevitables. La otra es que aspira a seguir siendo presidente del PP para volver a presentarse. Es un yonqui del poder y hará todo lo que esté en su mano para regresar a la Moncloa. Si dimitiese tendría que abandonar también la presidencia del partido y llamar a un congreso extraordinario en el que, aparte de no poder concurrir como candidato, tampoco podría imponer un sucesor.
Como vemos, Rajoy y Sánchez son dos caras de la misma moneda. A causa del empecinamiento de uno y otro nos encontramos en esta situación tan apurada. Rajoy debió irse hace tres años, en 2015 coincidiendo con el castañazo en las municipales. Sánchez un año más tarde, cuando en Ferraz la ejecutiva le sacó a patadas por sus pésimos resultados.
Visto así, a partir de la próxima semana todo lo que cambiará será la silla en la que se sienta cada uno. Rajoy contará, eso sí, con algunas ventajas. Tiene 52 diputados más, mayoría en la Mesa del Congreso, mayoría absoluta en el Senado y lleva siete años en el poder, por lo que se beneficiará de las inercias en la administración. Con eso y con los más que previsibles excesos de Sánchez y compañía en su debut cuenta Rajoy para volver en olor de multitudes. Ese es su plan. El problema es que los planes en política suelen salir mal.

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