Artículo vía Civismo:
En 1993, Milton Friedman escribió
un célebre ensayo, Por qué el Gobierno es el problema. Su planteamiento tiene
una actualidad extraordinaria en un mundo, el occidental, que ha vuelto a mirar
a los poderes públicos como el agente que ha de solventar sus dificultades ante
la ceguera social del mercado. Con independencia de lo paradójico de esa
afirmación, dado el alto nivel de gasto público, impuestos y regulaciones
vigentes en los países de la OCDE, la tesis tiene una singular relevancia en el
caso español, en el que el fundamento de la política económica en curso se
traduce en una expansión de la esfera de actuación del sector público en la
sociedad y en la economía. Esto resulta paradójico cuando las principales
preocupaciones de los españoles (la educación, la vivienda o las pensiones, por
citar ejemplos emblemáticos) se derivan de la gestión gubernamental, autonómica
o local. Uno de nuestros grandes problemas es el deterioro del sistema
educativo. Esta es, junto a la sanidad y la protección social, la mayor
industria socialista de España con una participación en el PIB del 4 %. El
gasto por alumno de esa partida se ha triplicado en los últimos 30 años en
términos reales. Sin embargo, el output derivado de esa inversión ha sido decreciente
como muestran todos los indicadores disponibles —fracaso escolar, absentismos,
etcétera-. Esta situación, con la educación prácticamente monopolizada por el
Estado, está claramente producida por el sector público que no ha sido capaz de
utilizar los voluminosos recursos recibidos para mejorar los resultados. Al
contrario, estos han empeorado. Basta ver los informes de Pisa.
La dificultad de adquirir una
vivienda en propiedad y la carestía-escasez de los alquileres es un escándalo
en un país con una densidad de población tan baja como la española y, por
tanto, con una oferta potencial de suelo muy elevada. La responsabilidad de ese
penoso estado de cosas no se debe a un fallo de mercado. Tiene su origen en la
restricción del suelo edificable aplicada por quienes poseen la facultad de
hacerlo, las autoridades, y también por una legislación de arrendamientos
urbanos que resta incentivos para que los propietarios saquen al mercado
viviendas. De nuevo esta restricción tiene origen estatal y se acentuará con
los controles de los alquileres que ha anunciado el Ejecutivo.
La gente tiene una gran
preocupación con el futuro de las pensiones, en concreto, con su sostenibilidad
financiera. El gasto de ese capítulo supera el 70 % del gasto público total y
presenta una imparable tendencia al alza por el envejecimiento de la población.
Esto no es la consecuencia de un sistema privatizado de cobertura del retiro
sino de uno público, monopolizado por el Gobierno, basado en un modelo que es
en la práctica una gigantesca pirámide de Ponzi.
España tiene una elevada tasa de
paro juvenil, femenino y de larga duración. Ello se debe a factores múltiples
pero sobre todo a uno: la existencia de un salario mínimo interprofesional
(SMI) cuyo importe neto, junto a las cuotas a la Seguridad Social, configuran
una retribución bruta que dificulta la entrada y permanencia en el mercado
laboral de los colectivos antes señalados. El SMI no lo establece el sector
privado sino el Gobierno, que además acaba de decidir subir a 900 euros, a lo
que hay que añadir un 30 % más por el pago de las cotizaciones sociales. Este
impuesto sobre el empleo tiene un único responsable: el Ejecutivo. Hay muchos
otros programas y normativas que ilustrarían la hipótesis de que el Gobierno es
el problema, no la solución, en acertada frase de Reagan hace más de tres
décadas.
Sin embargo, nada de lo dicho
impugna la evidente necesidad de que el Ejecutivo tiene importantes y valiosas
funciones que cumplir. La tragedia es que hace demasiadas cosas que no debería
hacer y, además, con un alto grado de ineficiencia. Sus funciones básicas son
proteger a los ciudadanos frente a agresiones internas y externas, prevenir la
coerción y el fraude, resolver los litigios, garantizar las libertades
individuales y, eso sí, mantener una red básica de seguridad para permitir a
quienes por las razones que sean carecen de recursos para tener una vida digna.
La lamentable ineficiencia del
sistema español de redistribución de las rentas a través de los impuestos y del
gasto público se expresa con enorme claridad en la corrección del índice de
Gini, esto es, un indicador clásico de desigualdad después de que las políticas
redistributivas se hayan aplicado. De acuerdo con los datos de la UE, España es
el quinto país “por la cola” en el que esa estrategia es menos eficiente.
Gastamos más de la mitad del Presupuesto en combatir la desigualdad con un
efecto sobre esa variable irrelevante. El problema de España no es el mercado,
cortocicuitado por múltiples interferencias, sino un aparato estatal que
distribuye rentas a quienes no las necesitan, descuida a los necesitados de
ayuda del sector público y transfiere riqueza de todos hacia los poderosos
grupos de interés cuyos ingresos proceden de la intervención del Estado. Por
eso, la estrategia económica gubernamental es mala. Si el PSOE-Podemos quiere
combatir los privilegios no ganados con el “sudor de la frente”, lo primero que
debería hacer es romper las regulaciones que suministran rentas monopólicas a
sectores completos que están al margen de la competencia y cargan sobre los
productos y servicios que suministran unos precios muy superiores a lo que
existirían en un mercado competitivo. Sobre esa “clase privilegiada” no hay ni
una sola medida en el pacto Gobierno-Podemos. España no tiene un exceso de
capitalismo competitivo sino una ausencia de él. El Estado es ineficiente en la
provisión de bienes y servicios esenciales y lo es aún más en sus políticas
sociales. Lejos de corregir esa deriva, incide en ella y busca en el aumento
del papel del sector público en la economía y en la sociedad una solución a los
problemas que esa estrategia provoca. Un error y un horror.
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