Artículo de Voz Pópuli:
Hace unos 15.000 años (milenio arriba milenio abajo) el estrecho de Bering, un brazo de agua de unos 80 kilómetros de ancho situado en el extremo septentrional de América, quedó, tras el fin de la última glaciación, anegado por las aguas del Pacífico. Este detalle carecería de importancia si no fuese porque en la ribera oriental del recién formado estrecho quedaba aislada una comunidad humana prehistórica, que había ido llegando a pie desde Siberia gracias a que el nivel del mar era unos 120 metros inferior al actual. Estas dos partes de la humanidad, una en el viejo mundo y otra en el nuevo, ajenas ambas a la existencia de la otra, permanecieron separadas durante 16.000 años o, lo que es lo mismo, unas 700 generaciones. Para poner en perspectiva la cifra recuerde que la pirámide de Keops fue levantada hace 4.500 años o que el Imperio Romano alcanzó su máxima extensión territorial hace menos de dos mil años.
La historia de los seres humanos en América comienza con un aislamiento milenario, y eso ayuda bastante a explicar todo lo que sucedió cuando este pequeño grupo, que se había multiplicado y extendido por un gigantesco continente que va de polo a polo, se encontró de golpe con el resto de la especie. Durante este tiempo las dos comunidades que, no lo olvidemos, estaban aún en el paleolítico, se fueron desarrollando de manera paralela, adaptándose a entornos diferentes mediante sus propias estrategias de supervivencia en el que quizá haya sido el mayor experimento natural que haya visto el mundo. La consecuencia de la gran separación, o el gran aislamiento dependiendo de cómo queramos verlo, fue que una de las comunidades se desarrolló más lentamente, exponiéndose así a un reencuentro traumático. Y no es que fueran tontos, es que eran muchos menos y les tocó lidiar con la geografía americana, mucho más agreste que la euroasiática, con catástrofes naturales más devastadoras y frecuentes y con el hecho de que el eje de las tierras emergidas describe en América una línea longitudinal y no latitudinal como en el caso de Eurasia, con las implicaciones climáticas que eso conlleva de cara a la movilidad y al trasiego de habilidades, experiencias y cultivos.
Los primeros habitantes de Eurasia que consiguieron atravesar la sima oceánica que separa ambas masas de tierra fueron españoles por la simple razón de que España se encuentra al borde mismo de esa sima. No hubo genialidad ninguna, bien podrían haber sido franceses, portugueses, ingleses e incluso árabes, aunque estos últimos nunca mostraron demasiado interés en la navegación. De hecho, técnicamente los primeros euroasiáticos en pisar suelo americano fueron los vikingos, pero alcanzaron el continente demasiado al norte, donde la población era escasa y el clima severo. Por no hablar de que los escandinavos del siglo XI eran uno de los pueblos más atrasados tecnológicamente de todo el viejo mundo, por lo que no disponían ni del capital ni de los conocimientos adecuados para una conquista y ocupación sostenida de los nuevos territorios.
Leiv Eiriksson descubre América del Norte, de Cristiano Krohg (1893)
Al final la reconexión entre estos dos grandes grupos humanos recayó en los pueblos de Europa occidental, con especial intensidad en los de la península ibérica, condenados a un rincón del continente y con el océano como única salida. Tras el primer viaje de Colón y su regreso triunfal un aluvión de españoles se derramó sobre América, primero sobre el Caribe y, más tarde sobre el centro y el sur del continente. Fue el comienzo de una estampida humana a través del Atlántico que hoy sigue su curso y que cambió dramáticamente el mundo, y no precisamente para mal. Como no podía ser de otra manera, las consecuencias de esta invasión fueron inmediatas.
Los españoles de la época no eran nada especial, eran simplemente una expresión más, ni siquiera la más refinada, de las muchas revoluciones que se habían producido en Eurasia desde el momento de la separación. Traían una tecnología superior, empezando por la navegación misma. Ningún pueblo americano, ni los más avanzados, estaba en condiciones de efectuar un viaje semejante. Dominaban, además, la metalurgia, la escritura y la pólvora. Disponían de un abanico muy amplio de animales domésticos que, amén de hacerles gran parte del trabajo, constituían un suministro continuo de proteínas que se sumaba al de unas cuantas especies vegetales muy productivas y con gran aporte nutricional como el trigo, la cebada o el arroz. Creían en un único dios trascendente, es decir, que estaba fuera de la Tierra y al que acompañaba un teología sofisticada y puesta por escrito, muy lejos de chamanismo prehistórico de las culturas americanas, alimentado por la extraordinaria abundancia de plantas alucinógenas que siempre hubo en el nuevo mundo. Por último, portaban consigo enfermedades nuevas, desconocidas y letales para los habitantes del hasta entonces incomunicado hemisferio occidental.
Los españoles sabían de todas sus ventajas y las pusieron a trabajar a su favor, menos de la ventaja fundamental, que era la biológica y la que terminaría por inclinar la balanza. Se estima que entre el 90 y el 95% de la población de las Indias –así dieron en llamarlas los primeros españoles en la creencia de que habían llegado a las inmediaciones de la India–, murió a causa de enfermedades muy comunes en Europa pero que en América eran inéditas. Si hubo un genocidio este fue biológico, no muy diferente al que la peste bubónica infligió a Europa a mediados del siglo XIV. Pero las epidemias no son propiamente genocidios, son epidemias. Por poder podemos emplear el término genocidio, pero eso sería retorcer el idioma sin más sentido que el de satisfacer ciertos desvaríos ideológicos o el de apuntalar algunas agendas políticas.
Conforme al Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional un genocidio es cualquier acto intencionado que busque “destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal”. Luego no fue un genocidio desde el punto de vista jurídico, pero tampoco lo fue si nos atenemos al significado coloquial del término, que en nuestra lengua y según recoge el diccionario de la Real Academia viene a ser “el exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de religión o de política”.
Los españoles en América –y quien dice españoles dice portugueses, ingleses, franceses u holandeses– no tuvieron nunca la intención de eliminar sistemáticamente a grupo social alguno, al menos durante los dos o tres primeros siglos de presencia europea en el continente. Lo que si tuvieron todos ellos fue la voluntad de apoderarse de las tierras recién descubiertas. Lo hicieron a través de todos los medios posibles, incluidos la negociación amistosa y la compra de terreno a los indígenas, aunque prevaleció la conquista al estilo tradicional. En el caso de los españoles, que eran muy pocos durante el primer siglo por la propia debilidad demográfica de la metrópoli y la larga y costosa travesía oceánica, fueron habituales los pactos entre el conquistador y los indígenas locales ansiosos de desquitarse de otras tribus con las que llevaban largo tiempo guerreando, o simplemente porque les movía idéntica voluntad de conquista que a los españoles, a quienes consideraban aliados especialmente recomendables dada su superioridad tecnológica.
De este modo se conquistó México. Cortés nunca podría haberlo hecho solo, pero al concitar una alianza de todos los que aborrecían al poder imperial, consiguió doblegar al tatloani azteca. Uno de los lugartenientes de Cortés, Pedro de Alvarado, se valió de la ayuda de los quauhquecholtecas y de los cakchiqueles para adueñarse de lo que hoy es Guatemala, Honduras y El Salvador. La crueldad desplegada por los conquistadores era la propia de la época, no muy distinta a la que se dispensaban los europeos entre sí en sus muchas guerras internas, por ejemplo, en las de religión que en aquellos mismos años se despachaban con gran profusión de sangre en el viejo continente. Los caudillos indígenas tampoco escatimaban quebrantos para sus enemigos. Al efecto es muy instructivo el llamado Lienzo de la Conquista, que se conserva en la ciudad mexicana de Puebla y en el que los indígenas conquistadores narran como derrotaron a los indígenas conquistados, los quiché, de la mano de los españoles, a quienes pintan barbados, vestidos, a caballo y no especialmente amenazantes.
Lienzo de Quauhquechollan (1530-1540)
Una vez concluida la conquista tampoco se produjo genocidio alguno. Y para demostrar esto no hace falta mucho esfuerzo. De haber sido eliminados físicamente hoy no quedaría ningún amerindio o serían una rareza étnica como los maoríes neozelandeses. Pero no es así. América, especialmente la América hispana, es un continente mestizo en el que aún subsisten decenas de lenguas indígenas prehispánicas, algunas con varios millones de hablantes. Lo que si hicieron los españoles del siglo XVI fue poner a trabajar para ellos a todos los indígenas, al menos a todos a los que sobrevivieron a la viruela, al tiempo que los integraban a la fuerza en la nueva sociedad que levantaron a una velocidad asombrosa en sus recién adquiridos dominios. Nada extraño por otra parte, eso es lo mínimo que han hecho los conquistadores en todo tiempo y lugar siempre que han podido permitirse el lujo de hacerlo.
Los españoles replicaron el reino de Castilla al otro lado del Atlántico con sus mismas instituciones y orden jurídico, hasta el tribunal del Santo Oficio se llevaron. Nunca lo tomaron como una colonia, sino como una extensión natural de su propio país. Eso implicó la fundación de ciudades y universidades, la construcción de catedrales, palacios, puertos, fortalezas, caminos… y la difusión de su lengua, su religión y su cultura. También implicó la desaparición de las civilizaciones precolombinas, pero no de todas, muchas ya habían desaparecido antes de su llegada. La de los mayas quizá sea la más conocida pero no fue la única.
Lo que hizo España en América fue muy similar a lo que había hecho Roma en la vieja Hispania milenio y medio antes, con la diferencia de que los romanos fueron mucho más esquivos a la hora de otorgar la ciudadanía romana a los hispanos, mientras que a los nativos americanos se les concedió el título de súbditos del rey desde el preciso instante en el que Colón y sus hombres pusieron el pie en la playa de Guanahaní. Probablemente los conquistados no deseaban ser españoles como los antiguos íberos no querían ser romanos, pero no les quedó más remedio. La historia no es como nos gustaría que hubiese sido, sino como fue. Aplicar los patrones morales actuales a eventos que acontecieron hace medio milenio es o un autoengaño o meras ganas de enredar para poner la historia al servicio de ideas políticas que son más de hoy que de ayer. Dos siglos después de la conquista, cuando Felipe V encargó la construcción del nuevo palacio real de Madrid tuvo muy en cuenta que su reino abarcaba ambas orillas del Atlántico, que él era tan sucesor de Isabel la Católica como de Atahualpa. Por eso, en la fachada principal del palacio, junto a su estatua y la de su hijo hizo colocar otras dos que representaban al gran Inca y a Moctezuma, emperador de los aztecas. Ahí siguen como testigo mudo de un genocidio que nunca fue.
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