miércoles, 11 de noviembre de 2015

Por una nueva integración europea

Juan Rallo analiza el proceso de integración europea, que no implica compartir estructuras políticas, ni la construcción de un mega Estado europeo, que es solo "sólo una ambición personalista de una parte de la casta política, funcionarial y clientelar de los Estados europeos", cuyos riesgos para nuestras libertades son más que evidentes. 

Artículo de El Economista:
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Es absolutamente falaz que toda sociedad necesite de un Estado: dentro de una misma sociedad pueden coexistir múltiples Estados en competencia y, asimismo, un solo Estado podría regir sobre diversas sociedades inconexas. 
La idea de que la integración social requiere de la integración política es, por tanto, un error intelectual que bien puede terminar atentando contra el propio proceso de integración social: que dos o más individuos quieran interactuar, unirse afectivamente o comerciar entre ellos no implica que quieran compartir estructuras políticas. Por tanto, si se los fuerza a hacerlo, pueden terminar generándose fricciones entre ellos que los lleven a enemistarse y rechazar interactuar, unirse afectivamente o comerciar.
El razonable objetivo de lograr una mayor integración europea -una mayor interdependencia social, económica y cultural entre los distintos ciudadanos europeos- se ha venido confundiendo desde hace más de medio siglo con la construcción de un mega Estado europeo. Parecería que sin una hipercentralista Unión Europea no sea posible que los europeos se integren y que, por tanto, todo frontal enemigo de esta hipercentralista Unión Europea deba ser visto como un frontal antieuropeo.
La realidad, sin embargo, es que la creación de una omnipotente eurocracia es una sólo una ambición personalista de una parte de la casta política, funcionarial y clientelar de los Estados europeos: entendidos los riesgos que conlleva para el poder político nacional la existencia de múltiples gobiernos europeos en competencia, una parte significativa de los mismos pasó a promover la creación de un cártel de gobiernos europeos que la suprimiera. De ahí la política agraria "común", la política energética "común", la política antitrust "común" o la creciente "armonización" fiscal.
Como decíamos, nada de todo ello resultaba imprescindible para lograr una mayor integración social de los europeos. Para que éstos se entremezclaran en los más diversos ámbitos de sus vidas, sólo era necesario suprimir las barreras políticas que durante décadas han impedido esa integración espontánea y voluntaria: a saber, todas las trabas legales a la libre circulación de personas, mercancías y capitales. Si alguna lógica tenía la Unión Europea era ésa: ser un acuerdo multilateral con el que suprimir los obstáculos a la integración, no con el que constituir un nuevo Estado superpuesto a los actuales Estados nacionales.
Por eso, las amenazas de Reino Unido de abandonar la Unión Europea si ésta no se reformula de manera radical -al ya famoso Brexit- son una magnífica oportunidad para replantearnos la perversa lógica de este mastodonte burocrático que se nos ha ido construyendo. David Cameron ya ha advertido de que no da por perdida la batalla para reformar el actual modelo de la UE y que, en caso de fracasar, postulará la salida de Reino Unido de este cártel de Estados.
Aprovechando la coyuntura, el resto de ciudadanos europeos también deberíamos reflexionar acerca de los riesgos que acarrea para nuestras libertades un Leviatán expansivo que ni siquiera tolera la creación de pequeños espacios de libertad en su interior: acaso así comprendamos la conveniencia de seguir el camino abierto por Reino Unido.
Ahora bien, tampoco deberíamos caer en el error de considerar que la postura británica sobre la UE es inmaculada. Uno de los principales motivos que está llevando a sus políticos, y a buena parte de la población, a reclamar una renegociación del encaje de Reino Unido en la UE es el deseo de restablecer controles migratorios internos: a saber, el deseo de volver a levantar barreras políticas artificiales a la integración espontánea entre los ciudadanos.
Que sea necesario dar marcha atrás en la construcción del super Estado europeo no significa que haya que regresar al mercantilismo nacionalista que durante tantos años azotó a los europeos: derribemos barreras pero no para unificarlas bajo una dirección carcelaria más grande.
La alternativa al centralismo bruselense no es el estatismo nacionalista. Para derribar una aduana no es necesario erigir un Parlamento europeo, para cerrar un control fronterizo no hace falta crear una Comisión Europea. Más Europa requiere de menos Unión Europea y de menos nacionalismos europeos. No cedamos ante ninguno de estos dos enemigos de la verdadera integración europea.

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