martes, 17 de noviembre de 2015

Malas críticas contra el liberalismo

Francisco Capella refuta las muy malas y débiles críticas (pero extendidas) contra el liberalismo que realiza Matt Bruenig, en concreto sobre la propiedad privada, la libertad y el capitalismo. 

Matt Bruenig afirma (aquí y aquí) que la propiedad privada es contraria a la libertad, innecesaria e injustificada, que el capitalismo es coercitivo y genera patrones persistentes de pobreza, y que los empleadores coaccionan a los empleados (aquí).
Según Bruenig, los liberales dicen ser contrarios a la agresión, pero en realidad la propiedad privada es una agresión violenta contra la libertad: si alguien se apropia en exclusiva de un objeto o de una extensión de tierra, entonces los demás ya no son libres de usarlo o de pasar por allí; además si el propietario usa la fuerza para defender sus posesiones, entonces es él quien inicia la agresión contra los que no acepten quedar excluidos. Parece defender una concepción ingenua e infantil de la libertad como ausencia total de restricciones; e ignora que todos los sistemas normativos imponen límites al libre albedrío (eso son las leyes), y suelen incluir el uso de la fuerza para sancionar los incumplimientos.
El problema esencial de la ética es justificar las normas que limitan la libertad de acción de los individuos, y especialmente aclarar en qué circunstancias es legítimo utilizar la fuerza contra otros. La forma de argumentar la ética de la libertad (libertad, propiedad, no agresión) es investigar qué normas son universales y simétricas (y por eso justas al ser iguales para todos) y además funcionales, es decir que eviten, minimicen y resuelvan conflictos y permitan la convivencia armoniosa, la cooperación social y el desarrollo humano (parte utilitarista o consecuencialista). El uso de la fuerza es legítimo si es para proteger o garantizar el cumplimiento de este sistema normativo (defensa y justicia).
La libertad del liberalismo no consiste en poder legalmente hacer cualquier cosa que uno desee, sino que está limitada y complementada por la propiedad: uno es libre hasta que choca con la libertad ajena, o mi propiedad acaba donde empieza la del vecino. El libre mercado no es la ley de la jungla o el vale todo sin reglas de ningún tipo. El principio de no agresión no se refiere solamente a la violencia física con puños o armas contra la persona, aunque esta es su forma más básica, sino que también incluye violaciones de la propiedad como el robo o la invasión. Existen acciones que no son físicamente violentas, como el hurto, que son consideradas delito en un sistema liberal; por otra parte existen formas de impedir el acceso que no requieren del uso de la fuerza, como por ejemplo barreras o murallas pasivas suficientemente fuertes y difíciles de superar.
Aunque no lo explicita, Bruenig parece no aceptar la agresión física contra la persona. Sin embargo, no se da cuenta de que la mera existencia de un individuo, sin necesidad de que este se apropie de ningún objeto externo, implica restricciones a la libertad de los otros: como el espacio que uno ocupa no puede ser simultáneamente ocupado por otros, la mera existencia limita la libertad ajena; además de las limitaciones físicas puede haber restricciones normativas si no es legal empujar a los demás u obligarles a apartarse; y si el individuo puede defenderse de las agresiones ajenas entonces podríamos decir que está violando la libertad de agredirlo según la concepción ingenua e irrestricta de la libertad.
Bruenig no ve que está aplicando la idea de propiedad al intentar criticarla o negarla: el hecho de que no sea legal dañar físicamente a otras personas (la agresión más básica) y que cada uno pueda libremente hacer lo que quiera con su cuerpo es equivalente a que cada individuo es dueño exclusivo de sí mismo. Como muchos otros que no saben cómo se fundamenta el liberalismo, sólo aplica la noción de propiedad al control de bienes físicos externos, y no al propio cuerpo, que es el bien o medio de acción más fundamental.
La idea de que la propiedad siempre existe se refiere a que siempre hay alguien (individuo o grupo) legitimado para controlar o decidir sobre el uso de algún bien que pueda implicar algún conflicto, excluyendo o privando a los no propietarios. La propiedad no existe o no tiene sentido sobre bienes no escasos o cosas no valiosas o útiles (que no son bienes), sobre cosas no aprovechables (por ejemplo porque están muy lejos y no son accesibles) o en aquellos ámbitos donde no puede haber conflictos.
Bruenig cree que es erróneo afirmar que la propiedad siempre existe y pone un ejemplo: se pregunta por qué los liberales no aceptan un mundo en el que cualquiera pueda coger y emplear cualquier cosa que otro no esté utilizando en ese momento. Sin embargo en realidad en este sistema también existe la propiedad, ya que no se acepta quitarle a otro aquello que está usando, y eso es algo que puede hacerse sin violencia y sin tocar a la persona: lo que pasa es que se trata de una propiedad peculiar, que se adquiere mediante contacto, al tocar algo, y se pierde o abandona al soltarlo. Este sistema además no está bien definido, ya que los bienes pueden tocarse sin usarse y usarse sin tocarse, y es posible que varios agentes toquen algo a la vez y entonces no está claro quién tiene mejor derecho.
Bruenig reclama que algún liberal le argumente dónde está la coacción en este sistema normativo, porque si no hay coacción debería ser un modelo perfectamente liberal. Sin embargo el problema de este sistema está en lo disfuncional que sería su aplicación: los agentes no podrían hacer planes mínimamente complejos con la seguridad legal de que cuentan con los recursos necesarios, y la producción o elaboración de bienes duraderos o bienes de capital sería extremadamente limitada al no poder los agentes mantener su control en el tiempo y beneficiarse de las inversiones realizadas. Sería muy mala idea no legitimar el uso de la fuerza para defender la propiedad duradera de objetos que no están en uso permanente. Los individuos no sólo quieren disponer de bienes en el momento en que los usan de forma efectiva, sino que necesitan saber que van a estar disponibles en el futuro: así se fomenta la producción, la acumulación y el intercambio de riqueza, y muy especialmente se facilita la coordinación de los planes de acción.
Para ser completo el análisis ético debe considerar todas las normas imaginables, pero una vez estudiadas puede rechazar aquellas que resultan absurdas, destructivas o disfuncionales, como es este caso de propiedad solamente por uso directo. Es posible imaginar mundos sin propiedad o con formas extrañas de la misma, pero resultan ser malas ideas.
Además la propiedad en su sentido ordinario garantiza al dueño la disponibilidad de un bien pero no excluye de forma definitiva o irreversible a todos los demás: en el libre mercado uno puede comprar lo que otros poseen, o puede utilizar las cosas de los demás pidiendo permiso para hacerlo de forma gratuita (como invitados), o alquilándolas (ofreciendo algo a cambio).
Cuando alguien se opone a la apropiación exclusiva de bienes puede referirse a bienes que no eran utilizados por nadie ni propiedad de nadie, o a que se privaticen bienes comunes. Si los bienes no eran de nadie, al apropiarse de ellos uno no está quitándoselos a nadie. Si los bienes son comunes, lo ilegítimo sería que una parte se beneficie a costa de otros, apropiándose de algo sin permitir que otros hagan lo mismo con otros bienes, o excluyendo a antiguos copropietarios sin compensarles por ello. Pero hay formas legítimas (sin causar pérdidas a nadie) de privatizar de forma individualizada (o con grupos más pequeños) lo que previamente era propiedad colectiva, y así evitar problemas como las tragedias de los comunes mal regulados que se agravan con su escala y complejidad: dar a cada miembro una parte proporcional de lo común (una parcela de un terreno), o comprarle su parte con una compensación monetaria.
La propiedad privada (individual en la medida de lo posible) es una forma de distribuir y concentrar la capacidad normativa y de decisión: sobre lo que es de todos, cada uno tiene poco poder de decisión y recibe un beneficio parcial pequeño, y el sistema de gestión de lo común puede ser muy ineficiente, conflictivo o corrupto; la propiedad de cada individuo es sólo una pequeña parte del total, pero la decisión y los beneficios se concentran, aprovechándose el conocimiento local disperso y no articulado y generándose los incentivos adecuados para la producción y el mantenimiento de los bienes.
Un sistema liberal de propiedad privada es más flexible y tolerante que un sistema colectivista: las propiedades privadas pueden unirse o asociarse si los propietarios así lo acuerdan, y nadie está forzado a participar; los sistemas colectivistas no suelen consentir que los individuos abandonen el grupo o tengan ámbitos de decisión sobre los cuales son completamente soberanos.
Bruenig argumenta también que el capitalismo causa privación a aquellos que no tienen propiedades (ignorando que uno es dueño de su cuerpo y de su capacidad de trabajo, y por lo tanto todos tienen alguna propiedad) y a quienes por incapacidad o incompetencia no tienen nada suficientemente valioso que ofrecer a otros (vendiendo un bien o proporcionando un servicio). En realidad lo que una sociedad libre prohíbe es que la gente, aunque sea pobre y necesitada, viva a costa de los demás sin su consentimiento. El capitalismo no sólo no causa la pobreza, que es una condición para muchas personas sin necesidad de que sea culpa de otros, sino que es el sistema económico que mejor facilita la producción y distribución de riqueza mediante intercambios voluntarios. Los que son más ricos lo son por haber servido con más éxito a otros. Bruenig ignora que gran parte de la pobreza se debe a agresiones permitidas, no perseguidas o causadas por los Estados; y no menciona que en la sociedad libre no sólo existen relaciones comerciales, laborales o empresariales: también hay familias y asociaciones de ayuda mutua o de caridad con los necesitados.
Sobre los trabajadores, Bruenig afirma que están esencialmente explotados y sometidos a los dueños del capital, que además está concentrado en muy pocas manos. Ignora que gran parte de ese capital es propiedad de trabajadores actuales o pasados (fondos de inversión, planes de pensiones). Asegura que los empleadores están bien financiados y no tienen necesidades mientras que los trabajadores se ven obligados a aceptar salarios o condiciones de trabajo indignos. No distingue al trabajador que se ve “forzado” por sus circunstancias del esclavo que es literalmente forzado por el esclavista. Ignora lo difícil y arriesgado que es ser empresario; que los jefes existen porque los trabajadores necesitan ser coordinados, para estimar su rendimiento y para evitar su posible escaqueo; y que los empleadores pueden exigir por la fuerza a los empleados que trabajen de forma productiva porque los empleados pueden exigir a los empleadores por la fuerza que les paguen. Equipara el no recibir ingresos del mercado o de un empleo con ser pobre, y así los niños, los ancianos, los estudiantes o quienes no trabajan por cuenta ajena son considerados pobres.
Según Bruenig, la auténtica libertad implica no ser pobre y poder librarse de las exigencias del empleador. Ignora que los empleadores no fuerzan a los empleados a trabajar para ellos, y olvida la libertad del empleador, que también necesita al empleado y no puede prescindir de él sin sufrir pérdidas considerables (véanse los daños provocados por las huelgas). Si la libertad de los pobres fuera falsa, no pasaría nada si la perdieran: pregunten a los pobres si les importa o no que se la quiten.

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