jueves, 19 de noviembre de 2015

Terrorismo y armas

José Carlos Rodríguez analiza el reciente ataque terrorista en París, los riesgos de una respuesta que conlleve una pérdida (en lugar de una protección) permanente de las libertades de la sociedad para combatir una amenaza contra la misma (terrorismo) y la cuestión de la libertad de armas. 
Este viernes un ataque coordinado en distintos puntos de la ciudad regó las calles de París de sangre. Son crímenes hechos en nombre de Alá, son el ejercicio del terrorismo islamista, y ejemplo de un proceso muy antiguo, que santifica los actos más abyectos. El dolor no está acentuado por la sorpresa. Sus acciones han sido anunciadas con profusión, y tienen la credibilidad del antecedente, el de este mismo año, también en ataques simultáneos y coordinados. Entonces el principal objetivo fue la revista satírica Charlie Hebdo. Hoy es la población general. El terror abre los ojos y agita los corazones de los parisinos, que ante el estallido de una bombilla han salido despavoridos en cualquier dirección. Mientras, el negro recuento de cadáveres sigue aumentando a medida que los heridos no pueden superar los impactos del ataque.
El presidente de la República Francesa, François Hollande, ha dicho que este ataque es “una guerra” y ha adelantado que serán “implacables” contra los terroristas. El Papa Francisco ha hablado de “tercera guerra mundial”. Guerra y terrorismo llevan confundiéndose desde los atentados del 11 de septiembre, para responder con la primera ante el segundo. Si el terrorismo es también una guerra, es el último estadío bélico de la modernidad, en la que sociedad y enemigo se confunden, con consecuencias potencialmente muy graves para la libertad.
Una candidata clara al envite de la coacción es la libertad de expresión. La mancha de los “delitos de odio” permite a quienes odian la libertad de expresión sentirse legitimados para cercenarla. El control en la riada de inmigrantes a Europa, que es razonable, puede convertirse en un cierre de fronteras. Los toques de queda pueden anunciarse con la información del tiempo. Y cualquier actuación de las fuerzas de seguridad que nos parecían inaceptables podrán estar a la orden del día.
La guerra se ha utilizado como justificación de los desmanes del Estado. Pero al menos comenzaba y terminaba. Si lo que ahora se llama guerra es la manifestación de una concepción violenta de una religión que siguen 1.570 millones de personas, está claro que no va a terminar. Y que cualquier apelación a la excepcionalidad es vana y, en última instancia, falaz. Y, en definitiva, tendremos que convivir con el terrorismo islamista, y tendremos que elegir si lo hacemos con nuestras libertades o sin ellas. Suprimir la libertad para salvarla del terrorismo es una contradicción, un desafío a la lógica, un sinsentido. La apelación a “hacer algo” se interpreta como que el Estado tiene que recortar nuestra libertad, en lugar de protegerla.
Por ejemplo, hay algo que nadie ha mencionado a propósito de estos ataques terroristas, que ampliaría el ejercicio de nuestras libertades, que mejoraría la defensa de las mismas, y que supondría una mejora en la lucha eficaz contra este tipo de ataques terroristas: la libertad de armas. Los terroristas se han beneficiado de que las sociedades europeas están indefensas, que sólo ellos tendrán las armas para matar sin que nadie del público pueda detenerles. La función de la Policía consiste en investigar el crimen una vez producido. Y en actos como este siempre llega demasiado tarde. Es el momento de recuperar el ideal republicano del ciudadano armado, para que cambien las tornas y el hombre común tenga medios baratos y eficaces para defenderse.

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