Juan Rallo analiza la cuestión de la tolerancia y el argumento de que hay no hay que ser tolerante con los intolerantes para mantener una sociedad tolerante.
Artículo de Voz Pópuli:
Apuntaba Ludwig von Mises en su libro Liberalismo que "sólo la tolerancia puede crear y mantener la paz social, sin la cual la humanidad recaería en la barbarie y en la penuria de los siglos pasados". La reflexión resulta tremendamente apropiada para un contexto como el actual, en el que los ataques terroristas a París han ido en muchas ocasiones acompañados de un llamamiento general a la intolerancia: intolerancia hacia el islam, intolerancia hacia la inmigración o intolerancia hacia los movimientos pacifistas. En parte, se trata de un esperable instinto gregario propio de todas las guerras entre grupos: o conmigo o contra mí; o me defiendes o me atacas; o eres de los míos o eres de los otros.
Sin embargo, para muchos, y en contra de lo que señala Mises, tal apología de la intolerancia no supone problema alguno. Al revés, su argumento es que la intolerancia resulta imprescindible para que la sociedad siga siendo libre: no se puede ser tolerante con los intolerantes o éstos destruirán la sociedad abierta dentro de la cual la tolerancia cobra sentido. Fue Karl Popper quien mejor resumió esta "paradoja de la intolerancia":
La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aún a aquellos que son intolerantes; si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto como ellos, de la tolerancia (…) Deberemos reclamar entonces, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes. Deberemos exigir que todo movimiento que predique la intolerancia quede al margen de la ley y que se considere criminal cualquier incitación a la intolerancia y a la persecución, de la misma manera que en el caso de la incitación al homicidio, al secuestro o al tráfico de esclavos.
La conclusión es obvia: si el islam es intolerante, tendremos que ser intolerantes con el islam y con todos sus aliados ideológicos que predican tolerancia hacia estos intolerantes. La tolerancia exige la intolerancia y determinadas formas de tolerancia son, en realidad, caballos de Troya de la intolerancia. Pero, ¿de verdad la tolerancia exige intolerancia?
Dos versiones de la tolerancia
Parte de mis problemas con la paradoja de la tolerancia —y con su aplicación a la situación actual— es que mezcla peligrosamente dos significados de tolerancia. Llamemos tolerancia estricta a la coexistencia pacífica: al reconocimiento del prójimo como sujeto con derecho a desplegar sus propios proyectos vitales y a actuar de acuerdo a sus propios valores morales. Llamemos tolerancia amplia al respeto intelectual hacia los proyectos vitales y los valores morales del prójimo aún cuando no coincidan con los propios.
La tolerancia estricta no requiere aceptar como válidos o positivos otros modos de vida: únicamente exige reconocer el derecho a existir de esos otros modos de vida. La tolerancia amplia, en cambio, sí supone aceptar, e incluso ver como positiva, la multiplicidad y diversidad de formas de vida, entendiendo que no todos los seres humanos se autorrealizan del mismo modo. A partir de aquí, podemos replantear la paradoja de la tolerancia: cuando decimos que no debemos ser tolerantes con los intolerantes, ¿qué queremos expresar realmente?
En principio, caben cuatro posibilidades: debemos exhibir intolerancia estricta hacia los intolerantes estrictos; debemos exhibir intolerancia estricta hacia los intolerantes amplios; debemos exhibir tolerancia amplia hacia los intolerantes estrictos; o debemos exhibir intolerancia amplia hacia los intolerantes amplios. ¿A cuál de todas estas posibles combinaciones se refiere la paradoja de la tolerancia?
Primero, una sociedad puede conservar perfectamente su libertad mostrando tolerancia estricta hacia la intolerancia amplia: que una persona crea que el islamismo es superior al cristianismo o que el cristianismo es superior al islamismo no atenta por ir contra las bases de la convivencia y, por tanto, no hay motivo para negarle derechos básicos. Es más, pretender imponer la tolerancia amplia a todos sus ciudadanos (esto es, mostrar intolerancia estricta hacia la intolerancia amplia) supone un claro ataque a la propia sociedad libre. Cuestión distinta es combatir intelectualmente la tolerancia amplia (es decir, mostrar intolerancia amplia hacia quienes exhiben intolerancia amplia): en determinados contextos, la convivencia sí puede requerir promover la tolerancia amplia (esto es, contribuir a que la gente amplíe su visión de los términos aceptables para una buena vida).
Segundo, una sociedad libre no debería mostrar tolerancia amplia hacia la intolerancia estricta: claramente la promoción de la intolerancia estricta (apología de la violencia) socava las bases de la convivencia y, por tanto, debe ser combatida intelectualmente. Por tanto, sí debemos mostrar intolerancia intelectual hacia quienes rechacen las bases jurídicas mínimas de una sociedad (pero intolerancia intelectual no equivale a socavar los derechos de quienes, siendo intolerantes, respetan los derechos ajenos).
Tercero: probablemente la cuestión verdaderamente controvertida es si una sociedad debe mostrar tolerancia estricta hacia quienes exhiben intolerancia estricta. En principio, parecería lógico exigir una cierta bilateralidad en la tolerancia: ¿cómo reconocer como sujeto de derechos a quién no me reconoce a mí como tal? Sin embargo, dado que existe una cierta indeterminación acerca de cuál es el núcleo duro e irreductible de los derechos de una persona —dado que, en suma, para alcanzar un cierto consenso sobre cuáles son los derechos básicos se necesita de un cierto debate y reflexión donde se contrapongan hipótesis distintas— tampoco deberíamos excluir inmediatamente de la sociedad a aquellas personas que juzgamos intolerantes estrictos. Por ejemplo, un comunista no reconoce el derecho a la propiedad privada y, por tanto, niega derechos esenciales a las personas: pero mientras mantenga tales valores antisociales en un plano meramente intelectual —en lugar de tomar las armas y empezar a saquear a los ciudadanos— no hay motivo alguno para no respetar sus libertades básicas (es decir, aquí no correspondería exhibir intolerancia estricta contra un intolerante estricto). Por consiguiente, la convivencia parece exigir un cierto grado de tolerancia estricta hacia quienes percibamos como intolerantes estrictos.
En resumen, la paradoja de la tolerancia popperiana no debería erigirse en una excusa para atacar las libertades básicas de quienes mantengan visiones del mundo que podamos considerar intolerantes en sentido amplio (por ejemplo, musulmanes que menosprecien las creencias de los cristianos o cristianos que menosprecien las creencias de los musulmanes). Evidentemente, ninguna sociedad libre puede tolerar comportamientos que directamente atenten contra los derechos esenciales de las personas, pues ello destruye las bases de la convivencia; pero dentro de este respeto esencial a los derechos nucleares de las personas, deberíamos tolerar estrictamente la mayor cantidad de comportamientos posibles, incluso la defensa intelectual de visiones del mundo con un núcleo de libertades más restringidas que el actual.
Sin tolerancia: conflicto permanente
Una sociedad no asentada sobre la tolerancia estricta hacia la mayoría de comportamientos individuales sólo puede degenerar en un conflicto permanente entre las diversas facciones que la componen: si nos creemos legitimados para atentar contra los derechos ajenos por percibir que sus valores son incompatibles con una sociedad libre, inevitablemente estaremos alimentando una reacción defensiva e incluso una escalada en el desprecio hacia nuestros propios derechos. Si dos colectivos dejan de respetarse entre sí, si ambos terminan negándose el derecho a la existencia recíproca, si ambos rechazan su coexistencia, entonces la sociedad se desgarrará y sólo dos escenarios serán posibles: o el conflicto permanente entre sus miembros (la barbarie) o la segregación de ambos colectivos en dos sociedades separadas, cerradas e internamente homogéneas. Es decir, la sociedad abierta, pluralista y cosmopolita desaparecería.
Pero tampoco pensemos que las sociedades cerradas, homogéneas y autárquicas, donde todos los individuos persiguen fines similares y mantienen valores análogos, constituyen una garantía para la paz, ya que esas sociedades tenderán a mostrarse intolerantes hacia otras sociedades extranjeras con valores distintos a los suyos: si dos grupos heterogéneos no pueden coexistir dentro de una misma sociedad, dos sociedades heterogéneas e intolerantes tampoco podrán coexistir en el ámbito internacional. El resultado de equilibrio sólo podrá ser el de la dominación y subyugación de un grupo sobre otro (con la consiguiente resistencia de este otro). Por eso, acaso los regímenes totalitarios que purguen a una parte de la sociedad podrán aparentar ser muy seguros internamente, pero estarán expuestos a una cruzada permanente contra grupos extranjeros. La única forma de convivir, por tanto, es tolerar y defender la tolerancia.
No hay alternativa realista a la sociedad pluralista y tolerante
En nuestro caso, además, no existe una alternativa realista a las sociedades pluralistas y tolerantes. Quizá la hubo hace décadas, pero desde luego la globalización de personas, capitales y mercancías ha terminado convirtiendo en irrecuperables arcaísmos a las sociedades étnica y culturalmente homogéneas y autárquicas. Tal como ha señalado el activista de la Primavera Árabe Iyad El-Baghdadi: "En la actualidad, nuestro mundo está mezclado de un modo que resulta imposible de separar. Y aunque lo separáramos, no lograríamos la paz, sino el resentimiento".
La paz perdurable, pues, solo podrá cimentarse o en la tolerancia estricta hacia los demás o en la aniquilación absoluta de aquellos a quienes no toleramos —y quienes, por motivos obvios, tampoco podrán tolerarnos a nosotros—. Si, al socaire del frentismo militar, espoleamos los más bajos instintos de la intolerancia social, no estaremos construyendo un futuro más pacífico, sino uno más conflictivo. Cuanto antes entendamos que la aldea global es irreversible, que por mucho que cerremos las fronteras y tratemos de enclaustrarnos en guetos monoculturales, no tenemos otro remedio que convivir en un mundo interdependiente, antes asumiremos que la piedra angular de esa convivencia sólo puede ser la tolerancia hacia aquel con quien no compartimos prácticamente nada.
Con lo anterior no quiero decir que una sociedad pluralista no pueda defenderse militarmente de quienes la atacan. Tal como afirmaba más arriba, una sociedad debe ser estrictamente intolerante con aquellos comportamientos que atacan los derechos más esenciales de las personas: pluralismo y tolerancia no son sinónimos de resistencia pacífica y de martirio. Ahora bien, lo anterior sí significa que no deberíamos extender los sentimientos de intolerancia que inicialmente se focalizan en los criminales hacia personas inocentes que compartan algunas características con esos criminales (de "debemos capturar a los terroristas yihadistas” a “debemos expulsar o controlar a todos los musulmanes"). Los únicos cuyas libertades básicas pueden ser restringidas son los criminales y sus cómplices, no aquellos que pensemos que alguna vez podrían convertirse en criminales.
Tal vez promover el odio hacia ciertos colectivos constituya a corto plazo un mecanismo eficaz para aumentar la seguridad de una parte de la sociedad a costa de conculcar la libertad de los individuos que conforman esos colectivos. Si, por ejemplo, queremos combatir el terrorismo yihadista, encarcelar a todos los musulmanes en suelo francés a buen seguro reduciría el número de atentados yihadistas dentro de Francia. Pero, aparte del inaceptable cercenamiento de libertades que ello supondría, semejante política sólo contribuiría a cebar el resentimiento hacia nuestras sociedades falsamente tolerantes y abiertas: si somos nosotros quienes nos negamos a convivir salvo si los demás se someten a nosotros, en efecto terminaremos haciendo imposible esa convivencia.
Puede que a corto plazo debamos derrotar por la fuerza a los criminales que nos atacan y amenazan, pero a largo plazo no será la fuerza sino la promoción de los valores liberales —de la tolerancia— lo único que nos permitirá sentar las bases de una convivencia pacífica perdurable. Del mismo modo que la tolerancia religiosa terminó enterrando el hacha de guerra dentro de las sociedades cristianas, sólo la tolerancia nos ofrece, como decía, la posibilidad —que no la garantía— de una convivencia global.
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