Artículo de Xoán de Lugo:
Mucha gente cree que el capitalismo es un sistema económico que resulta de valores consumistas y que, al mismo tiempo, los alienta. Nada más falso y nada más errado. El capitalismo requiere, tanto para su origen como para su funcionamiento cotidiano, de valores que son la antítesis del consumismo y del estilo de vida despreocupado que parece ser más una consecuencia de la opulencia que este genera y de ideas como de las keynesianas, que provienen de una etapa madura del mismo, que de los valores que lo conformaron en sus comienzos a principios del siglo XIX. Daniel Bell escribió hace años un hermoso libro sobre las contradicciones culturales del capitalismo en el que profetiza que morirá de éxito, precisamente porque al devenir más ricas las poblaciones olvidarán los valores que permitieron la liberación de la pobreza. Las personas criadas desde pequeñas en la riqueza, y sin memoria de la historia de los procesos que la condujeron a ella, tienden a pensar que es algo que viene de la noche de los tiempos, como algo garantizado que no puede ser destruido y sólo incrementado. Pero ¿a qué valores nos estamos refiriendo? Principalmente a dos: el ahorro y el trabajo. Pero en este artículo me referiré principalmente al ahorro.
El ahorro es el valor principal del capitalismo y sin el cual este no podría existir en las dimensiones actuales. Consiste en diferir el consumo de bienes presentes para poder disponer de consumos futuros, bien porque podamos prever que van a escasear en el futuro, bien para obtener algún tipo de lucro de tal abstención. Sin ahorro previo no pueden ser financiados bienes de capital y, por tanto, no se podría haber incrementado el nivel de vida hasta los estándares actuales. El ahorro es una virtud que precisa de disciplina interior en el sentido de ser capaces de doblegar nuestros impulsos de disfrutar placeres presentes. La virtud del ahorro requiere de previsión y cálculo hacia el futuro y, si bien se encuentra en mayor o menor medida en todos los seres humanos, necesita ser educada si se quiere conseguir una sociedad capitalista y, por tanto, disfrutar de buenos niveles de vida en todos los aspectos, esto es, en un nivel de consumo aceptable o en el disfrute de bienes tales como servicios de salud o educación. La educación de esta virtud requiere, sobre todo, configurar una cierta perspectiva respecto del tiempo, esto es, valorar más el futuro y menos el presente. Las sociedades capitalistas nacen entre poblaciones con una preferencia temporal muy baja, como ocurrió en la época victoriana en Inglaterra. Era una sociedad puritana y frugal que valoraba muy poco los placeres presentes y pensaba a largo plazo, en el porvenir. Fue una combinación de valores religiosos, sociales y económicos que confluyeron en una de las sociedades más frugales que vieron los tiempos. De esa frugalidad, y no de las colonias como se suele decir (muchos países las tuvieron antes, como España y Portugal, y no devinieron capitalistas, más bien lo contrario) fue de donde se consiguió generar el capital necesario para financiar el primitivo desarrollo industrial, que luego se extendería al resto de Europa. En sociedades como la británica de esa era se fundaron con gran éxito, incluso, bancos de céntimos para favorecer el ahorro de las clases obreras, que podían ir allí a depositar pequeñas cantidades de dinero, para poder prever para el futuro y para educar en la continencia económica a los más desfavorecidos, y evitar así que lo continuasen siendo. Campañas educativas a favor del ahorro como las de Samuel Smiles, bien descritas en sus obras hoy por desgracia olvidadas, eran frecuentes en aquella época, junto con valores moralizantes en contra del alcohol y el vicio del juego. Estos autores acostumbraban a usar ejemplos como el de capitalizar a interés compuesto durante diez o veinte años el consumo de alcohol cotidiano del trabajador, mostrando que estos pequeños gastos podrían ser transformados en grandes cantidades de dinero o en seguros para evitar la pobreza en caso de infortunio. Cierto es que buena parte de la formación de capital que se hace a día de hoy se debe al ahorro de empresas, a los beneficios no repartidos de las mismas e invertidos en la producción, pero también es cierto que tales decisiones son tomadas por personas dotadas de una visión temporal a largo plazo y que entienden las ventajas a medio y largo plazo de diferir el consumo. La virtud del ahorro también tiene mucho que ver con la cultura predominante en cada sociedad. Hay culturas que favorecen el ahorro y la frugalidad, mientras que otras como la nuestra favorecen el consumo y el disfrute de la vida y del momento, el famoso carpe diem. Esta cultura, extendida por los medios de comunicación, el arte e incluso el sistema educativo, afecta sustancialmente a la perspectiva temporal de buena parte de la población, reforzando la ya fuerte tendencia hacia el disfrute inmediato y destruyendo toda la compleja arquitectura del ahorro que fue conseguida a través de los siglos en un largo y difícil proceso de civilización temporal.
El “lo quiero aquí y ahora” parece ser el signo de los tiempos. Consumimos muchos de nuestros bienes a crédito, sin pasar por el sacrificio previo de privarse de bienes de consumo, incluso llegando al extremo de consumir bienes de ocio o bienes de consumo inmediato (viajes, banquetes) pidiendo préstamos que, a su vez, influirán en nuestra capacidad futura de ahorro. Pero esta capacidad de consumo actual está muy influida por nuestra capacidad de ahorro. De no ser capaces de mantenerla irá poco a poco disminuyendo hasta que nuestro actual nivel de vida se haga insostenible. La educación en el ahorro o en el cambio de nuestra preferencia temporal no debe ser, sin embargo, obligatoria. Cada persona tiene derecho a mantener el estilo de vida que le apetezca, pues esta es una cuestión moral en la que la economía o la política no tienen nada que decir. Pero es importante saber cuáles son las consecuencias de nuestras acciones. Puesto que, de seguir pautas de vida o consumo insostenibles económicamente, no tendremos derecho a quejarnos si al cabo de unos años nuestro nivel de vida decae y ya no podemos disfrutar de bienes y servicios, muchos de ellos básicos en el nivel de vida al que estamos acostumbrados. El ahorro es una virtud que merece ser alabada y defendida, sin obligar a nadie, pero teniendo en cuenta que es gracias a ella que podemos disfrutar de una vida que ni el faraón podría haber soñado.
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