Javier Benegas analiza la ola proteccionista que está resurgiendo en el mundo y las soluciones mágicas que proponen algunos partidos (basados en el MMT) con la soberanía monetaria, destacando España como miembro del selecto club de las "sociedades suicidas".
Artículo de Voz Pópuli:
Recientemente alguien dijo (pido disculpas por no recordar su nombre) que el mundo anglosajón se encuentra en situación prerrevolucionaria. Lo decía, eso sí lo recuerdo, a propósito de la emergencia de Donald Trump en las presidenciales USA, empujado por una creciente ola de descontento, y también del giro proteccionista del gobierno conservador británico, que, tras el Brexit, no hace otra cosa que mirar por el retrovisor y tratar de satisfacer las demandas de un creciente número de votantes que, tan asustados como están, han confundido causa y consecuencia.
El diagnóstico parece evidente, pero la solución propuesta resulta demasiado burda como para ser correcta: el mundo se está transformando a gran velocidad. Y los Estados-nación, con sus instituciones, sus bienestares y sus canesúes, no están pudiendo digerir los cambios del mundo que viene. Lo que genera bolsas de perdedores cada vez más cabreados. Así pues, una solución de circunstancias es la vuelta al proteccionismo. Si no tenemos la menor idea de cómo afrontar una situación desconocida, pongamos barreras a los cambios, retrocedamos a tiempos pretéritos, en los que los gobernantes locales tenían bajo control la economía, el trasiego de personas, bienes y servicios. Dicho y hecho. De pronto Theresa May se ha vuelto más paternalista con sus desnortados ciudadanos que el Papa con sus feligreses. Y Donald Trump promete levantar empalizadas. Cosa parecida ocurre en países tanto o más desarrollados que estas dos referencias de habla (cada vez menos) inglesa, donde la globalización, con su apertura forzosa, también se identifica como una amenaza.
Proteccionismo a gogó
La consigna es clara: hay que recuperar la soberanía, cerrar fronteras y volver a los aranceles para proteger la producción autóctona y los empleos. Así el mundo se llenará de aldeas galas irreductibles y que sea lo que Dios quiera. Una directriz a la que también se apuntan las izquierdas. Eso sí, elevando la apuesta. Así, su Teoría Monetaria ¿Moderna? pretende que cada país recupere también la soberanía monetaria. Pues si el Estado puede fabricar dinero y después redistribuirlo a su antojo, resolveremos la pobreza de un plumazo. Por poner un ejemplo, si andamos escasos de fondos y la deuda nos amenaza, se pone en marcha la imprenta y se imprimen tantos billetes como sea necesario para cumplir los compromisos. Lo cual es una forma indirecta de expropiar a todo aquel que junte dos euros, dos duros o dos maravedíes, dependiendo de hasta dónde retrocedamos en el tiempo. Pero mientras los prestamistas forasteros nos exigirán pagar en una moneda fiable, lo que al cambio dejará las cosas poco más o menos como estaban, los autóctonos que hayan ahorrado verán como su capital se diluye con tanto dinero nuevo circulando. Y es que por más que se empeñen, seguiremos estando incardinados en una economía sin fronteras.
Por otro lado, ni que decir tiene que no es lo mismo trabajo que empleo. Por ejemplo, el Estado puede crear una empresa pública que produzca o suministre una determinada cantidad de productos o servicios para una demanda dada, lo que justificaría un número x de empleos. Sin embargo, el truco está en no generar los puestos de trabajo que requiera la demanda sino bastantes más empleos. Así puede haber una empresa con 100 empleados para un servicio que perfectamente podría ser satisfecho con la quinta parte de esa plantilla. Pero se trata de dividir 20 nóminas entre los 100 colocados para poder decir que se han creado 80 empleos nuevos. Y todos contentos. Si el dinero de las nóminas dividido entre tanta tropa colocada resulta ser una birria, no hay problema: el Estado imprime más billetes y se inflan artificialmente los sueldos. Que luego en la calle el precio final de una barra de pan alcance 20 euros en lugar del “oficial” de un euro, pasará a formar parte o bien de la propaganda reaccionaria o bien de un intento de desestabilización forastero. Para todo lo demás, la verdad oficial la elaborará el ministerio de turno. Por supuesto, para los fans de la Teoría Monetaria Moderna, el peligro de inflación es otro mito de la ortodoxia… aunque la hiperinflación de Zimbabue de 2008 haya dejado en pelotas tan estupenda teoría.
El síndrome del hijo único
Sea como fuere y vengan de donde vengan, todas las soluciones o bien recurren a la magia o bien al viaje en el tiempo. Lo que sea necesario antes que aceptar lo que se nos viene encima y trabajar muy duro y a contrarreloj para superarlo, si es posible. Por dar un dato, hoy, mientras el 95% de los vietnamitas se muestra partidario del libre mercado, el 51% de los españoles lo ve como algo negativo. Dos actitudes, dos mentalidades tan opuestas que por fuerza habrán de desembocar en futuros muy distintos. Es claro que, de seguir así, los vietnamitas nos van a dar una soberana paliza. Para retrasar lo inevitable, lo único que se nos ocurre es lanzar el tablero de juego por los aires, “¡paren el mundo que nosotros nos bajamos!”
En definitiva, cada vez nos asemejamos más a aquella “generación perdida”, a la que Francis Scott Fitzgerald definió como “una generación nueva, que se dedica más que la última a temer a la pobreza y a adorar el éxito; crece para encontrar muertos a todos los dioses, tiene hechas todas las guerras y debilitadas todas las creencias del hombre”. Cierto es que, como se indica al principio de este artículo, los españoles no estamos solos en un viaje al corazón de las tinieblas que ni Conrad habría imaginado, pero parecemos empeñados en liderarlo. Nos hemos erigido en una especie de vanguardia suicida. Y no es sólo porque tengamos un modelo político destartalado y unos líderes de medio pelo, aunque de todos los problemas este sea el más acuciante, es también el síndrome del hijo único travestido de revolucionario virtuoso.
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