J.M. Blanco y J. Benegas analizan el nihilismo creciente en la sociedad occidental, a la par que su infantilismo y crisis de valores.
Artículo de Voz Pópuli:
La crisis del mundo occidental. Mike Wilson
Escribía Claudio Magris en 1996, que en los umbrales del año 2000, a diferencia de lo sucedido durante las vísperas del año 1000, no existía ningún pathos catastrófico, esa creencia de que el mundo se acababa, pero sí una inquietante sensación de transformación radical de la civilización. No había un sentido del fin del mundo, pero sí del secular modo de vivirlo, entenderlo y gobernarlo. Si echamos la vista atrás, posiblemente recordemos con mueca burlona la mayor preocupación en los albores del 2000: la posibilidad de que los sistemas informáticos no se sincronizasen con el cambio de milenio, dando lugar a un colapso de servicios y actividades esenciales. Pero más allá de este temor puramente técnico, desmoronado el bloque soviético y finalizada la Guerra Fría, el horizonte se mostraba despejado de amenazas apocalípticas. Incluso en The End of History and the Last Man, Francis Fukuyama sostendría que la Historia, como lucha de ideologías, había terminado: la democracia liberal se imponía como única alternativa.
Esta sensación engañosa de un mundo definitivamente encaminado, que dejaba atrás un siglo de guerras mundiales, hecatombes y exterminios, se diluyó súbitamente con el estallido de la crisis financiera de 2007. Aquel suceso no sólo evidenció la falibilidad de las instituciones de las democracias occidentales, la imprevisión de sus gobernantes, los terribles costes de las políticas de corto plazo o la fragilidad de los mercados. También desveló algo mucho más inquietante: la inconsistencia de las sociedades y, por ende, de los individuos que las formaban. El pensamiento, la reflexión profunda no sólo se habían difuminado en la política: también habían perdido peso en la sociedad. Y su lugar había sido ocupado por cualquier práctica sencilla o trivial, ahorradora de esfuerzo mental, que proporcionase gozo, diversión y entretenimiento al instante. El nihilismo se había extendido cual mancha de aceite, arrinconando principios y valores, como trastos viejos, en el desván de la historia.
Nihilismo hasta sus últimas consecuencias
Friedrich Nietzsche y Fiodor Dostoyevski ya habían anticipado el advenimiento del nihilismo, el fin de los sistemas de valores, aunque con conclusiones opuestas. Mientras que para Nietzsche se trataba de una gozosa liberación, para Dostoyevski era una enfermedad que debía combatirse. Los hechos de los últimos años parecen dar más la razón al escritor ruso que al filósofo alemán. Así pues, apuntaba Magris, “el futuro depende de cómo resuelva nuestra civilización este dilema: si combate el nihilismo o lo lleva a sus últimas consecuencias.”
Los indicios no incitan al optimismo. El siglo XX terminó con el “enojoso lloriqueo” de sociedades infantilizadas en las que muchos se jactan de su “yo” individual, incluso alardeaban de sus carencias intelectuales porque, dicen, les hace más humanos, más auténticos, más pueblo. Estas personas aceptaban de forma acrítica sistemas políticos con crecientes defectos, y la imposición de la ideología de lo políticamente correcto, siempre que las clases dirigentes derramasen sobre ellos las sobras del gran banquete. Pero en cuanto la incertidumbre despuntó en el horizonte, y lo que parecía ser sólido dejó de serlo, reaccionaron subsumiendo en la masa ese “yo” ególatra, exhibicionista, caprichoso y obsceno, rechazando cualquier responsabilidad en lo que estaba sucediendo, aferrándose a explicaciones burdas, facilonas, donde las teorías conspirativas cobraron enorme protagonismo. Cualquier cosa antes que la dolorosa pero salvífica introspección personal.
Infantilismo
Marcel Danesi sostiene en su libro Forever Young que la adolescencia se extiende hoy hasta edades muy avanzadas, generando una sociedad inmadura, unos sujetos que exigen cada vez más de la vida pero entienden cada vez menos el mundo que los rodea. Y, todavía peor, la opinión pública considera la inmadurez deseable, incluso normal para un adulto. Como resultado, los derechos, o privilegios, imperan sobre los denostados deberes, esas pesadas obligaciones de un adulto. La imagen se antepone al mérito y el esfuerzo. Y la inclinación a la protesta, al pataleo, domina a la superación personal.
Se explicaría así, en parte, el triunfo del Brexit en Gran Bretaña y el posterior giro hacia un populismo proteccionista y paternalista del Partido Conservador, antaño acérrimo defensor de la responsabilidad individual. Una regresión con el acompañamiento entusiasta del Partido Laborista, como si ambas formaciones constituyeran los extremos de una Omega que se cierra sobre sí misma. También cobraría sentido el preocupante espectáculo de las elecciones norteamericanas, abocadas a escoger el mal menor, donde el entusiasmo es más fruto de instintos primarios que de la reflexión, y la expectación de los debates entre Hillary Clinton y Donald Trump responde más al morbo y al esperpento que a la confrontación de ideas. Todos estos hitos, y muchos más reflejan una peligrosa corriente de pesimismo que se propaga por Occidente y alcanza a sociedades aparentemente cultas y maduras.
Si esto sucede en naciones con instituciones democráticas sólidas y una sociedad civil bien estructurada, no es de extrañar que en España, con un sistema político pesimamente diseñado, y sin tradición de sociedad civil, el desquiciamiento alcance cotas alarmantes. La inanidad de la clase política no es tanto causa como síntoma de un Régimen en fase terminal. En una sociedad española más infantilizada que sus homólogas europeas, muchas personas, lejos de poner pie en pared, de trabajar para impulsar una profunda reforma política, se apuntan a soluciones milagrosas, facilonas… propias de vendedores de crecepelo. Creen que desalojando a los malvados del gobierno, sustituyéndolos por otros en sintonía con las aspiraciones del pueblo, volverá a fluir el maná.
Valores
La superficialidad, la renuncia al pensamiento complejo, a principios y valores, para abrazar la simpleza, la comodidad, la inconsciencia, constituye una puerta abierta a cierto tipo de tiranía, aparentemente benefactora, pero siempre opresora de la libertad. Alexis de Tocqueville anticipó hace casi dos siglos las consecuencias de este abandono: "Trato de imaginar nuevos rasgos con los que el despotismo puede aparecer en el mundo. Veo una multitud de hombres dando vueltas constantemente en busca de placeres mezquinos y banales con que saciar su alma. Cada uno de ellos, encerrado en sí mismo, es inconsciente del destino del resto. Sobre esta humanidad se cierne un inmenso poder, absoluto, responsable de asegurar el disfrute. Esta autoridad se parece en muchos rasgos a la paterna pero, en lugar de preparar para la madurez, trata de mantener al ciudadano en una infancia perpetua".
Pero lejos de combatir el nihilismo y el infantilismo, la sociedad moderna parece dispuesta a llevarlos hasta sus últimas consecuencias. Si acaso, enmascara la interesada y grotesca falta de principios con un puritanismo de nuevo cuño, una absurda y cambiante corrección política, donde la justicia y las leyes pierden su objetividad, adquieren un irritante sesgo en favor de los grupos de presión.
Lo que definimos como valores no son costumbres apolilladas, propias de viejas sociedades beatas; son en realidad el resultado de la prueba y el error, de la selección y la evolución social. Por ello, su vigencia está relacionada con su utilidad. En la antigüedad, las sociedades aprendieron que el robo y la corrupción generaban desconfianza: los negocios se resentían generando pobreza. Era preferible privilegiar al honrado y perseguir al deshonesto, buscar la manera de garantizar la seguridad de personas y propiedades. Los ciudadanos exigieron a los gobernantes incentivar las actitudes correctas y castigar las incorrectas, lo que se tradujo en leyes, hábitos y valores.
Sin embargo, en las sociedades modernas sometidas al Estado, la vigencia de los valores ha ido quedando a expensas de leyes cada vez más cambiantes, del ejemplo de las clases dirigentes o de la manipuladora propaganda. Si los más altos estamentos trasladan la sensación de que la justicia es arbitraria, que las relaciones personales están por encima del mérito y el esfuerzo, que el engaño y la mentira son rentables o que la apropiación del dinero público es una vía para mejorar el estatus, los “viejos” valores terminan siendo un lastre. Y esto es, en buena medida, lo que ha venido sucediendo a lo largo de las últimas décadas.
Utopía y razón
Es necesario rechazar la comodidad, la aceptación acrítica del sistema, de esa vieja política que ha conducido a la presente degradación. Pero también buscar un camino alternativo a los cantos de sirena que entonan los diversos populismos. Una vía que conduzca a combatir el nihilismo, a recobrar la responsabilidad individual, evitando tanto la pasividad de los ciudadanos como su conversión en masa vociferante. Claudio Magris propuso una ingeniosa solución: aprovechar el enorme poder emocional de la utopía… eso sí, atemperada por la razón.
Un sujeto cutre, miserable, es aquel que justifica su desidia, su pasividad, aseverando que cualquier esfuerzo es inútil porque la política nunca cambiará, jamás será perfecta. No es consciente de que el esfuerzo cotidiano en pos de ese fin, la búsqueda de la utopía, del bien, la contemplación de la lejana meta en el horizonte, puede dar sentido a su vida. Lo fundamental no es llegar al destino sino recorrer cada día el camino. Pero, cuidado, esta utopía se torna peligrosa para quienes no la acompañan con la razón, confunden sueño con realidad y caen en las redes de ciertos iluminados −totalitarios, populistas, nacionalistas− que mienten al asegurar que el paraíso se encuentra a la vuelta de la esquina, que para alcanzarlo basta con cambiar a los gobernantes o promulgar un puñado de leyes.
La utopía debe atemperarse con la inevitable frustración, la aceptación de que no alcanzaremos la Tierra Prometida. No es posible lograr un sistema político perfecto. Pero trabajar cada día, sin descanso, para conseguir esta meta, en lugar de permanecer en el sofá, o vociferar en pos de soluciones simplistas, permitirá mejorarlo de forma sustancial. Es imposible cruzar los umbrales de Sangri-La, la mítica ciudad creada por James Hilton, pero es necesario emprender el enriquecedor periplo, adquirir los principios y valores que definen a una persona íntegra y gozar del placer de descubrir lo que se esconde tras la próxima colina. Merece la pena... aunque el desencanto nos acompañe en algunas etapas del viaje.
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