lunes, 23 de enero de 2017

Las tres leyes del progresismo

Carlos López expone tres leyes del progresismo. 

Artículo de Actuall:
Charles Chaplin, en una escena de 'Tiempos modernos'Charles Chaplin, en una escena de 'Tiempos modernos'
Por alguna razón misteriosa, o que al menos lo parece, existen muchos fenómenos, estudiados por las disciplinas más diversas, que pueden ser descritos mediante tres leyes: no dos ni cuatro, sino precisamente tres.
Citemos por ejemplo las tres leyes de Newton, las de Kepler, las de Mendel o las de los gases. En el campo de las ciencias sociales, Robert Conquest propuso el trío de leyes conocidas por su nombre, y en la literatura de ciencia-ficción son dignas de mención las populares tres leyes de la robótica, formuladas por Isaac Asimov.
El pensamiento progresista puede sistematizarse también mediante un número reducido de leyes sencillas. No se trata aquí de enumerar los tópicos más comúnmente manoseados, sino de abstraer unas reglas formales, previas a cualquier contenido concreto. Las exponemos a continuación.
Primera Ley: El progreso sólo se da en una dirección
Corolario: Quien discrepe acerca de cuál sea esa dirección, está en contra del progreso. Por ejemplo, para un progre, la legalización del aborto es un paso más en el camino de la liberación de la mujer.
En cambio, quien considera que es todo lo contrario, un drástico paso atrás en la defensa de la dignidad de la vida humana, será un integrista fanático que está en contra de las mujeres y por supuesto del progreso.
La primera ley propugna un monopolio de la verdad, lo que implica un conflicto ineludible con la verdad revelada según el cristianismo. No olvidemos que el medio en que surge el progresismo es la civilización cristiana, no la islámica, la hindú o la china. Sin tener en cuenta esto, no se entiende nada.
El progre, por mucho que presuma de tolerante y escéptico, se cree en posesión de la verdad absoluta. También el cristiano, pero la diferencia crucial es que el segundo no esconde el carácter indemostrado de sus dogmas de fe.
Los líderes progresistas iberoamericanos Rafael Correa, Nicolas Maduro, Dilma Rousseff, Cristina Fernández y José Mújica.Los líderes progresistas iberoamericanos Rafael Correa, Nicolas Maduro, Dilma Rousseff, Cristina Fernández y José Mújica.
No engaña a nadie sosteniendo que sus convicciones se derivan exclusivamente de la razón y la ciencia (aunque no rehúse apoyarse también en ellas), como sí hace el progre.
Dicho sea de paso, nada más falso que ese supuesto apoyo de la ciencia a las tesis progresistas. Estas, en lo que respecta al papel de la cultura en las diferencias entre los sexos, por ejemplo, entran en contradicción con las abrumadoras evidencias científicas que, sin negar la influencia del medio, ponen de relieve el enorme peso de la genética. Lo ha expuesto ampliamente, por citar sólo a un autor, el psicólogo evolucionista Steven Pinker, en su conocida obra ‘La tabla rasa’.
Cuando un magistrado como Antonio Salas publica en las redes sociales determinadas reflexiones de sentido común sobre el problema de la violencia que sufren algunas mujeres, ideas que chocan con la visión oficial de la ideología de género, la reacción de ciertas indignadas feministas es recomendarle al juez cursillos de formación.
Ni se les pasa por la cabeza la idea de que tal vez sean ellas, y ellos, quienes tienen un déficit formativo, que suplen con mantras ideológicos.
Segunda Ley: El progreso es inevitable a largo plazo
Corolario 1: Aquello que es (supuestamente) inevitable a largo plazo, necesariamente será un progreso. Corolario 2: Oponerse al progreso no sólo es inmoral, es también inútil.
Para un progre, la crisis de la familia tradicional es un progreso, aunque sólo fuera porque la percibe como una tendencia imparable e irreversible. No queda otra opción que asumirla como un signo de los tiempos.
De ahí la matraca de que la Iglesia debe adaptarse a las transformaciones sociales, discurso interiorizado por una parte del propio clero.
La segunda ley establece un evidente fatalismo histórico, extrapolado aventuradamente a partir del avance tecnológico, desde el descubrimiento del fuego hasta el desciframiento del genoma humano. Es sin duda propio de una cosmovisión materialista o positivista.
Que, sin ir más lejos, el director del Proyecto Genoma Humano, Francis S. Collins, al igual que tantos grandes científicos, sea un ferviente cristiano, no es obstáculo para que los progres sigan recreándose en su tosco relato maniqueísta del conflicto entre razón y fe, en el que indefectiblemente –nos aseguran– triunfará la primera.
Tercera Ley: El progreso no se puede medir con la misma escala de valores en todas partes
Las violaciones de derechos humanos en países de economía socialista o no occidentales no son juzgadas por los progres con la misma severidad que gastan con países democráticos.
Como mucho, admitirán la existencia de “errores” y “excesos”, pero nunca reconocerán que el problema se encuentre en las tesis progresistas de partida. Y con frecuencia culpan a los países democráticos de la pobreza, el terrorismo y hasta las catástrofes climáticas.
La tercera ley está emparentada inequívocamente con el viejo principio de que el fin justifica los medios, exacta antítesis de la ética cristiana, como ilustró inolvidablemente Arthur Koestler en ‘El cero y el infinito’.
Los progres despliegan un talento innegable para distinguir entre injusticias intolerables y otras “comprensibles” o incluso legítimas, al considerarlas como el precio inevitable que debe pagarse por el triunfo y la supervivencia de la revolución de turno.
Así amparan desde el genocidio de La Vendée hasta los presos de ETA; pasando, cómo no, por las criminales dictaduras socialistas del siglo pasado y el actual. Esta bula de la que goza el comunismo no se limita a las izquierdas.
La presidenta de la comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, expresó en una ocasión su “respeto” por los comunistas. En su disculpa cabe suponer que no debe haber leído a Koestler… Ni a Solzhenitsyn, ni a Revel, ni tal vez nada.
Concluyendo, el pensamiento progresista hace del progreso un dios, y como tal invencible e incuestionable. Una patética caricatura del Dios judeocristiano, al que no por casualidad ansía ver desterrado del espacio público.

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