Jorge Vilches realiza una anatomía del antifascismo, movimiento en auge, muy válido para entender también lo que está ocurriendo en Cataluña.
Artículo de Voz Pópuli:
EFE
Un programa de TV investiga para descubrir quiénes votaron a un partido de “extrema derecha” en Marinaleda, violar su intimidad y sus derechos ciudadanos, y denunciarlos para escarnio público. Un dirigente político de la izquierda populista sale en pantalla tras una jornada electoral y hace una “alerta antifascista”. A continuación, grupos de jóvenes toman las calles para insultar, amenazar e intentar deslegitimar las urnas. Después, un diputado golpista llama “fascista” al líder de un partido constitucionalista, y las sedes de esa organización son atacadas.
Son tres elementos del movimiento antifascista: la identificación personal, el llamamiento a la unidad y a la acción, y la demostración de músculo.
¿Y qué es el antifascismo? La definición no es fácil, ni siquiera para Mark Bray, autor de Antifa. El manual antifascista (Capitán Swing, 2018), militante de Occupy Wall Street en Nueva York, y hagiógrafo del antifascismo. Este movimiento internacional se alimenta de ideas marxistas, anarquistas y antiautoritarias; una especie de unión de izquierdas revolucionarias, al modo frentepopulista. De hecho, han resucitado las consignas y la estética de comienzos del siglo XX, totalitaria y violenta, y se aprovechan de la acogida amable de la mayoría de medios y de la tolerancia de nuestras democracias.
Se creen continuadores de la “resistencia” al fascismo, y sienten la necesidad, real o impostada, de preservar su legado. De ahí la proliferación de banderas rojas y negras, las apelaciones históricas -siempre sesgadas y mitificadas-, o la recuperación de himnos como Bella Ciao, cantado por los partisanos comunistas en la Italia fascista, y presente en algo tan aparentemente inocuo como la serie televisiva La casa de papel.
La idea, dice Mark Bray, es crear un movimiento de defensa que evite el ascenso de la “extrema derecha” a través del activismo, ya sea con plataformas antidesahucios, con okupaciones, denuncias ecologistas, reivindicaciones feministas, fraternidad con los inmigrantes ilegales, o apoyo a los movimientos de “liberación nacional”.
Los grandes enemigos en su imaginario son el patriarcado, el racismo y la xenofobia, tras los cuales, sostienen los antifascistas, está el orden capitalista internacional. Por eso, ante la aparición de Vox en Andalucía salieron Pablo Iglesias y Alberto Garzón para convocar a feministas y antirracistas a una “alerta antifascista”.
La lucha contra el racismo debe servir, dicen, para mostrar que el enemigo de la “clase obrera” no es el inmigrante, sino el capitalismo. Del mismo modo, combatir el patriarcado es una forma de derribar lo que consideran pilares morales del orden burgués. No hay nada dejado al azar.
Al conjunto se le suman los “movimientos de liberación nacional”, no solo porque del caos, del derrumbe del Estado, puede surgir su paraíso, sino por lo que supone de rechazo a las instituciones “neoliberales” internacionales. De aquí los vínculos tan fuertes del antifascismo con el separatismo catalán y vasco. Esto no es nuevo. Ya se articuló en la década de 1960 fusionando las variantes leninistas con el nacionalismo, cuando la violencia, incluido el terrorismo, era vista como una manifestación política más. Los actos violentos en Cataluña en el último quinquenio, y especialmente en estos dos años, tienen esta naturaleza.
El objetivo, sin embargo, no solo es la defensa, sino la imposición de su verdad, por lo que mientras sus colaboradores institucionales regulan y subvencionan -como hacen Podemos y sus confluencias, o la Generalitat de Torra y la CUP con los CDR-, ellos ejercen la violencia. Se trata de dar visibilidad a un conflicto y generar una violencia preventiva y estructural.
Por eso, y Mark Bray lo cuenta bien en su libro, se dedican a identificar a las personas y a sus colaboradores, saber dónde viven y a qué se dedican, como pasa en Cataluña, donde Torra ha pasado a los CDR un registro de “fascistas” que se han significado contra el procés.
El objetivo es intimidar, estigmatizar, amenazar con el pogromo, y que la comunidad los repudie e incluso pierdan su trabajo. Esto lo hacen los colectivos antifascistas, pero es necesario que trascienda a las redes o a los medios, como ha hecho La Sexta buscando a los votantes de Vox en Marinaleda, un enclave podemita.
Los antifascistas, cuyo desarrollo en Estados Unidos y Europa es considerable, decidieron hace años la conveniencia de dejar “sin tribunas” al enemigo; esto es, a todo aquel que no comulga con su verdad. Por eso quieren abortar las conferencias -como la de Rosa Díez en la UCM al grito de “Fascistas, fuera de la Universidad”-, o boicotear reuniones o manifestaciones de otros, tal y como ha pasado en Barcelona, Tarrasa y Gerona estos últimos días. Igualmente han de impedir la formación de organizaciones. Esto explica que no fue espontánea la paliza al estudiante alavés que quería fundar una asociación por la unidad de España.
El libro de Mark Bray es claro en este aspecto: los antifascistas creen que la violencia es necesaria porque obliga a tomar partido y politiza. Por eso adoptan todas las variantes físicas violentas con técnicas estudiadas para enfrentarse a la Policía, quema de vehículos y mobiliario urbano, corte de carreteras, toma de plazas y edificios públicos, y el saqueo de comercios. Saben cómo es el protocolo policial, y actúan en consecuencia. Eso es lo que están preparando los CDR en Cataluña para el 21-D.
La pregunta llegados aquí es evidente: ¿Quién es fascista para esta gente? Hoy hablan de “nazis de corbata”, de esos que están instalados en las instituciones, sin organizaciones de masas, que perpetúan el patriarcado, el capitalismo (ahora neoliberal), la xenofobia y el racismo. El fascismo se manifiesta como “extrema derecha” en toda Europa, sostienen, y en Estados Unidos con Trump, al que demonizan. Fascista es todo aquel que pone en duda su verdad: la maldad del capitalismo, el feminismo antipatriarcal, la democracia asamblearia o la migración sin control.
Los antifascistas no creen en la democracia pluralista, liberal y parlamentaria como fundamento de la convivencia. Piensan que el Estado democrático de Derecho tiene menos legitimidad que una aspiración colectivista o nacionalista. Creen, siguiendo a Bray, que la única solución es la oposición frontal, “minar los pilares sobre los que se cimenta la sociedad”, y sobre las ruinas del viejo, construir un mundo nuevo. Solo para ellos, claro.
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