miércoles, 26 de diciembre de 2018

Cuando todo es blasfemia

Félix Ovejero analiza (y no puedo estar más de acuerdo con su análisis) la generalización de la blasfemia (y no solo en el ámbito religioso, sino en cualquier causa colectiva) y sus graves consecuencias para la democracia, mostrando a su vez, la grave hipocresía o incongruencia y el abandono de la razón y la ilustración de ciertos sectores en este sentido (y aún cobra más atención su crítica a la izquierda en este sentido, perteneciendo a la misma).  

Artículo de El País:
Cuando todo es blasfemiaEva Vázquez
Para la izquierda la religión era una superstición. Quizá algo más, pero fundamentalmente, superstición. No una cualquiera, como un espejo roto, sino de la peor naturaleza, retorcida, al servicio de la injusticia. La religión no solo impedía la mirada limpia de los males sociales sino que, además, los disculpaba y hasta condenaba la rebelión. El otro mundo compensaría los padecimientos terrenales. Peor, los padecimientos eran parte del guion. Sufrimientos e injusticias encajaban dentro de un orden moral armónico a los ojos de Dios, aunque ininteligible para nosotros. La religión era la sinrazón que cosía un mundo de sinrazones. La antítesis de la aspiración ilustrada. Frente a la autonomía y el sometimiento a la ley que uno mismo se da, la heteronomía, la moral establecida por Dios.
Eso era lo que había. Otra cosa, lo que hay. No es raro ver a cierta izquierda criticar no ya a quienes dibujan caricaturas de Mahoma sino incluso a quienes defienden el derecho a dibujarlas. Para ello no dudan en acudir a argumentos invocados por los reaccionarios de siempre, por ejemplo, cuando intentaron impedir la proyección de La vida de Brian. Cuesta entenderlo. Sobre todo porque esa misma izquierda parece dispuesta a presentarse en una iglesia para burlarse de los símbolos cristianos, en lo que, a la postre, a sus ojos no pasaría de ser una fiesta privada de unos cuantos entregados a recrear majaderías. Por la mañana se reclama el cierre de una exposición por islamofóbica y por la tarde se defiende el derecho a la blasfemia. En un caso, se descalifica incluso el derecho a criticar ciertas ideas y, en el otro, se invoca y se practica hasta impedir la posibilidad de expresarlas o elaborarlas. Un desorden intelectual. O peor. Porque solo veo un modo de compatibilizar las dos prácticas: asumiendo que hay una religión verdadera, el islam. Verdadera o, en algún sentido, superior. Algo que, francamente, me cuesta digerir porque, incluso sin entrar en honduras teológicas, les confieso que, en lo que a mí respecta, siempre será preferible una religión que amenaza con el chantaje del infierno (Borges) que otra que, en alguna de sus variantes, todo lo excepcional que se quiera, contemple la posibilidad de acelerar el trámite.
Más allá de estas paradojas, al final, parece haberse impuesto una suerte de reclamación de blindaje especial, de protección frente a las provocaciones o, incluso, frente a las críticas. Algo muy normal… si se trata de salvar las religiones. No tanto si se defiende el debate democrático. Salvar las dos cosas a la vez no resulta sencillo, al menos para quienes entienden la democracia como una práctica —una aspiración—de pública racionalidad.
La dificultad deriva de la presencia en las religiones —al menos, en las más próximas— de tres componentes que, juntos, resultan incompatibles con la pública argumentación: ideas (sustantivas) acerca de cómo vivir todos (no me parece mal mi aborto, sino cualquier aborto); ideas (ontológicas) sobre la naturaleza de la religión, como una doctrina referida a verdades morales; ideas (epistémicas) sobre cómo fundamentar la doctrina: la autoridad divina destilada en escritura sagrada. En breve: tales religiones pretenderían regular ámbitos de la vida colectiva sobre una base doctrinal que solo vale para los creyentes y sostenida en una “racionalidad especial”. Una religión con esas características resulta un cuerpo extraño para una sociedad (democrática) que aspira a regirse mediante decisiones basadas en argumentos que los otros puedan aceptar.
Durante mucho tiempo la tensión parecía decantarse del lado ilustrado. La religión, para sobrevivir, había ido debilitando alguno de sus componentes: su vocación pública, al ceñir el alcance de sus principios a sus miembros (como una secta o los trekkies); la naturaleza de cuerpo doctrinal, para mudarlo en una apañada técnica de autoayuda; la fundamentación, invocando razones terrenales (sin apelar a Dios o a sus portavoces), como una ideología más. Eso o una solución intermedia que no queda mal resumida en la fórmula “la religión otorga sentido a la vida de sus fieles”, lo que equivalía, de facto, a prescindir de toda vocación de verdad para todos. La religión dejaba de ser religión. El cristianismo ha recorrido esos caminos. Y al aguarse admitía su derrota como religión. Que al producto acabado se le siguiera llamando religión es otro asunto que, si acaso, preocuparía a los creyentes.
Por supuesto, cabía otra solución: mantener intacta la religión y degradar la democracia, desproveerla de su compromiso racionalista, universalista y emancipador. Las religiones, sin abandonar su dimensión antirrelativista y su vocación pública ni, por tanto, su afán de proselitismo —que no requiere la conversión—, convivirían en sus respectivos parques temáticos, a la espera de conquistar el monopolio del espacio público. Eso sí, con salvaguardas especiales. Se asume que cada una tiene su particular “racionalidad” que debería protegerse ante las ofensas. De ahí el especial respeto que reclaman y que no alcanza a las ideologías: podemos orinar sobre una imagen de Lenin, pero no sobre una del Profeta. Un mal negocio para los ideales democráticos que reintroducen por la ventana de la pluralidad la sinrazón expulsada por la puerta ilustrada. El resultado: una trama de “protecciones especiales” que complica la libertad de pensamiento. A la mínima presencia de ideas que se juzgan “provocadoras”, en una publicidad, en un periódico o en una obra artística, aparece la (des)calificación (“islamofobia”) que evita argumentar e, inmediatamente, se pide su desaparición del espacio público. Porque, se dice, “se ofenden sentimientos religiosos”: un argumento cochambroso porque, además de imposible de probar, en la medida en que “el testimonio” es un estado mental incontrastable (“mis sentimientos”), desmerece al dios de turno, sustituido como objeto de la ofensa por el creyente. Mal asunto. Mientras las religiones tercien sobre aspectos de la vida pública han de estar expuestas al mismo trato que las otras ideas.
Con todo, no es eso lo peor. Lo grave es que ese proceder se ha generalizado y no hay causa colectiva —justa o no— que, a la menor crítica, no apele al agravio o no descalifique invocando alguna “fobia”. Como razonar resulta fatigoso, mejor acudir al expediente de la ofensa a los sentimientos. Hasta los panaderos piden la supresión de refranes.
El daño mayor es para una democracia que, poco a poco, se va desprendiendo de sus endebles vínculos con el debate racional. Las mejores causas se degradan cuando se defienden con prejuicios y prohibiciones. Con supersticiones. La izquierda, por ese camino, abandona su genuina vocación emancipadora, racionalista. Se contamina del virus que combatió.
Y Lepe pendiente de homenaje. Aguantando.

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