Juan Rallo analiza la evolución y transformación "silenciosa" que está llevando a cabo el sistema de pensiones públicas, desde un sistema contributivo a uno asistencial, y las graves consecuencias que esto tiene al no considerar ni llevar a cabo la reforma complementaria (y punto fuerte) que los sistemas asistenciales de pensiones contienen (con ejemplos de otros países).
Artículo de El Confidencial:
Pensionistas protestan ante el Ayuntamiento de Bilbao. (EFE)
Los sistemas públicos de pensiones pueden al menos dividirse en dos grandes grupos: los sistemas contributivos y los sistemas asistenciales. En los primeros, el pensionista percibe una renta que viene determinada por el importe de sus cotizaciones a lo largo de su vida laboral: aquellos que han cotizado más reciben una pensión mayor que aquellos que han cotizado menos. En los segundos, todos los pensionistas reciben una pensión mínima similar que se financia con cargo a impuestos generales, correspondiéndoles a los propios ciudadanos la tarea de ahorrar durante su vida laboral si quieren obtener en el futuro una prestación complementaria mayor.
España ha sido históricamente un ejemplo de sistema contributivo: la base de cotización de cada trabajador es el elemento clave a la hora de determinar la renta que percibirá en el futuro (por ejemplo, un trabajador que haya cotizado por un salario medio de 20.000 euros durante los últimos 25 años y que haya trabajado al menos 37 años cobrará al jubilarse una pensión de 20.000 euros anuales; asimismo, si hubiese cotizado por una media de 18.000, la cobraría de 18.000).
Otros países, en cambio, siguen modelos esencialmente asistenciales: por ejemplo, Australia proporciona a todos los ciudadanos una pensión básica de, como mucho, 14.500 euros anuales (la cuantía es menor si el pensionista posee otras fuentes de renta alternativas). ¿Significa eso que todos los pensionistas australianos cobran un máximo de 14.500 euros? No, porque el mecanismo fundamental de jubilación en Australia es el llamado Superannuation: es decir, planes de pensiones privados a los que los empresarios contribuyen en nombre de los trabajadores.
Así las cosas, los australianos reciben una pensión determinada esencialmente por su volumen de ahorro personal (y por la rentabilidad generada mediante la inversión de ese ahorro privado) y, en caso de que un individuo no haya podido ahorrar durante su vida laboral, el Estado le garantiza una pensión no contributiva de, como mucho, 14.500 euros anuales. Tales pensiones no contributivas son de tipo asistencial, pero ello no impide que, a través de los planes privados de pensiones, cada australiano reciba pensiones que guarden relación con los ingresos obtenidos durante su vida laboral (a mayores salarios, más ahorro e inversión).
En definitiva, en los sistemas contributivos, el Estado garantiza una correspondencia entre salarios y pensiones, mientras que en los sistemas asistenciales el Estado no se encarga de garantizarlo (o no necesariamente, al menos), pero justo por ello los propios trabajadores se encargan de ahorrar para lograr esa correspondencia entre su nivel presente de renta y las pensiones futuras que cobrarán.
España, como decíamos, es un país con un sistema de pensiones presuntamente contributivo pero que, de tapadillo y sin debate público alguno, está transitando hacia un sistema de tipo asistencial. ¿Cómo? Por un lado, elevando el importe de las pensiones mínimas mediante aportaciones presupuestarias que proceden de los impuestos generales pagados por todos los españoles (y no de las cotizaciones sociales de los afiliados): es decir, con independencia de lo cotizado, todo afiliado al sistema recibe una pensión contributiva mínima que es cada vez más elevada.
Por otro, congelando las pensiones máximas sin, simultáneamente, congelar las bases máximas de cotización: es decir, cada vez se cotiza por un mayor importe sin que ello tenga un reflejo en la pensión percibida. De ahí que, durante las últimas décadas, la diferencia entre las pensiones máximas y las mínimas se haya ido estrechando: si a mediados de los ochenta las pensiones máximas eran unas 5,5 veces mayores que las mínimas, hoy son menos de cuatro veces superiores (aun cuando el que perciba la pensión máxima haya cotizado mucho más de cuatro veces lo que ha cotizado quien percibe la pensión mínima).
Fuente: Banco de España
Esta lenta pero imparable transición desde un sistema contributivo a uno asistencial —algo que los economistas José Ignacio Conde Ruiz y Clara González han denominado la “reforma silenciosa” de la Seguridad Social, por su marcado carácter oculto— no hará más que agravarse con los planes del Gobierno socialista de, por un lado, aumentar un 3% las pensiones mínimas y, por otro, incrementar las pensiones máximas solo de acuerdo con el IPC… y a pesar de la subida de casi un 10% en las bases máximas de cotización. Es decir, cada año los elementos contributivos del sistema se debilitan y la correspondencia entre lo cotizado y lo cobrado va volviéndose menor.
Personalmente, no tengo nada en contra de los sistemas de pensiones asistenciales. De hecho, el rol del Estado en sistemas tan excelentes como el australiano, el suizo o el chileno es, en gran medida, un rol meramente asistencial. El problema, pues, no es que estemos transitando hacia un sistema asistencial, sino que estamos transitando por la puerta de atrás hacia un sistema asistencial de carácter cuasi monopólico.
A la postre, lo que tienen de excelencia casos como el australiano, el suizo o el chileno no es el pilar asistencial público, sino el pilar complementario de ahorro privado. Y ese pilar es el que nos falta por completo en España y aquel que ningún político tiene la más mínima intención de facilitar: todos con la misma mediocre pensión pública y nada más. Al final, pues, estamos avanzando hacia un sistema de pensiones pobremente asistencial donde el expolio a las rentas altas tratará de paliar los recortes que en cualquier caso sufrirán las pensiones más bajas. Todos iguales en la pobreza.
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