Artículo de Disidentia:
Desde que la pensadora italo-americana Silvia Federici publicara en 1984 su obra Calibán y la Bruja, la hechicera se ha convertido en el paradigma de la mujer feminista por antonomasia, aquella que osó cuestionar los fundamentos del incipiente orden capitalista y reclamó un espacio propio y específico para la mujer de su tiempo. No debe sorprender, por lo tanto, la lectura que el feminismo hizo del famoso manual para inquisidores del siglo XV, Malleus Mallificarum, escrito por los frailes dominicos Heinrich Krammer y Jacob Sprenger, en el que estos explican las razones por las cuales hay más mujeres que hombres entre los acusados en procesos de brujería.
En el preámbulo de dicho libro, se atribuye a las mujeres una mayor sensualidad con la que embrujar a aquellos que las detestan, de ahí coligen que “si no existiese la malicia de las mujeres…. El mundo quedaría libre de perjuicios innumerables”. Quinientos años después el feminismo sigue anclado en las explicaciones mitologizantes y apriorísticas sobre las causas últimas del mal en el mundo. La caza de brujas llevada a cabo por la Inquisición, que tanto critican las feministas, es ahora ejercida por ellas mismas cuando se trata de criminalizar ex toto genere la masculinidad. Las feministas de ahora vienen pues a decir algo no tan alejado de la cita que hemos mencionado antes, “si no existiesen los hombres, el mundo quedaría libre de innumerables perjuicios”
Con ocasión del brutal asesinato de la zamorana Laura Luelmo multitud de colectivos feministas han vuelto a las calles reclamando una modificación sustancial de los fundamentos del moderno Estado de derecho de corte garantista a fin de erradicar la violencia sobre la mujer. Como los inquisidores del siglo XV, que tanto criticara la feminista Silvia Federici, las feministas de hoy siguen ancladas en explicaciones esencialistas y pseudo científicas con las que intentar dar cuenta del fenómeno de la violencia hacia las mujeres.
Esta perspectiva de género culminó con la aprobación de una ley, la LO 1/ 2004 de 2 de diciembre, de protección integral contra la violencia de género que supuso un cambio de paradigma en la lucha contra lo que hasta entonces se conocía como violencia doméstica o violencia en el ámbito de la pareja y que entonces pasó a llamarse violencia de género.
El primer artículo de la ley ya deja muy claro cuál es la única causa de la violencia ejercida contra la mujer cuando dice que ésta se define como una “violencia que, como una manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre estas”. Con esta declaración programática el legislador asumió un cambio en la perspectiva criminológica que hasta entonces había informado la legislación penal española. Se pasó de incidir en la personalidad patológica o asocial del agresor a atribuir una responsabilidad difusa a la sociedad en la prevalencia de los delitos ejercidos contra la mujer, en el caso de la LO 1/2004 en el ámbito de la violencia de pareja, y en la futura reforma del código penal que prepara el ejecutivo socialista también en el ámbito de los llamados delitos contra la autodeterminación sexual contenidos en el título VIII del libro II del código penal.
El feminismo oficial ha procedido a una lectura simplificadora de la violencia sobre la mujer no diferenciando tipos ni clases de violencia ejercidas sobre éstas. Para las explicaciones pseudo científicas feministas todas las violencias contra la mujer son esencialmente idénticas y responden a la misma etiología: la desigualdad estructural que domina la cultura patriarcal en la que supuestamente estamos instalados. Da igual que se trate de una violación, de una paliza en el seno de una pareja, de un crimen pasional o de los malos tratos a una menor. En todos los casos, el delincuente, que sólo puede ser varón para el discurso oficial feminista, obra como mera correa de trasmisión de una violencia oculta, estructural y simbólica que cada día se ejerce sobre todas y cada una de las mujeres. El problema que plantea esta visión maniquea y reduccionista es que descansa en una serie de supuestos que no se ajustan a la realidad de los hechos.
En primer lugar, establece una visión determinista del delito que lo atribuye a una sola causa. Al igual que los llamados criminólogos críticos que sólo veían la causa del delito en la generalización de la pobreza, las feministas establecen una conexión casi automática entre ser mujer y ser posible víctima de una agresión. Si esto fuera así, no sé entiende muy bien porque la mayoría de las mujeres no son víctimas de agresiones. Tampoco explican por qué la mayoría de los varones no son violentos. Si las feministas han sido son incapaces de explicitar esos mecanismos ocultos que se materializan en algunos casos en actos concretos de violencia, quizás haya que sospechar que su visión sea más ideológica que descriptiva.
En segundo lugar, como ciertos estudios demuestran (Strageland, Yllö y Strauss), no hay una correlación directa entre niveles de igualdad en una sociedad y prevalencia de delitos contra mujeres. De hecho, se da la paradoja de que en países con altos niveles de implantación de medidas legislativas de género se da un repunte de los niveles de la violencia en la pareja. Las feministas tienen que recurrir entonces a explicaciones de corte cuasi mítico, como la de que, en los países con altos niveles de igualdad, se produce paradójicamente un repunte de la masculinidad tóxica amenazada, o directamente se apunta a que no es que exista más violencia, sino que simplemente que se denuncia más por la mayor concienciación social. En definitiva, cualquier explicación que no cuestione que la violencia contra la mujer es de género, universal y socialmente transversal es aceptable para el feminismo oficial, independientemente de que resulte o no plausible en la realidad
En tercer lugar, los discursos feministas tienden a ocultar otro fenómeno bastante inquietante para sus propósitos y es la de la existencia de formas de violencia en parejas de lesbianas o ejercida por mujeres contra sus parejas masculinas. Generalmente estas formas de violencia se ocultan en las estadísticas oficiales o no se denuncian por qué la asimetría de la legislación penal en España en materia de violencia de pareja permite a las maltratadoras presentarse como falsas víctimas. Estos supuestos simplemente no casan con el discurso oficial, luego se ocultan deliberadamente.
En realidad, el discurso feminista en relación con la llamada violencia de género no persigue tanto erradicar formas de violencia ejercidas en el seno de la pareja o una mayor protección de la mujer en el libre desarrollo de su sexualidad cuanto presentar una visión lúgubre del futuro de la mujer en la sociedad. El discurso feminista trasmite la idea de que da igual lo que se haga, pues el Estado es por definición patriarcal y está firmemente asentado en una asimetría estructural de roles. De ahí que las mujeres tengan que recurrir a la autotutela o directamente al linchamiento de aquellos que sean acusados por la moderna inquisición de género. El feminismo practica una hermenéutica de la sospecha en la medida en que cree ver en todo producto de la cultura y de la civilización una marca de género, que este axiomáticamente presenta como una agresión permanente hacia lo femenino.
Desgraciadamente el feminismo actual está necesitado de una revisión en profundidad. Sería muy positivo para la credibilidad del movimiento entre las propias mujeres, que éste asumiera una verdadera hermenéutica de la sospecha sobre muchos de los presupuestos en los que descansa a fin de evitar incurrir en un pensamiento circular. Mientras no lo haga, el feminismo seguirá encarnando una posmoderna forma de inquisición de género.
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