martes, 16 de abril de 2019

Caperucita y el lobo y otros cuentos tóxicos

Rebeca Argudo analiza otro nuevo y esperpéntico caso de intolerancia y censura totalitaria del feminismo rancio (este sí tóxico) que se impone hoy en el ámbito social y político. 
Artículo de ABC: 
A la gente de color no le gusta “El negrito Sambo”? Quémalo. ¿Los blancos se sienten incómodos con “La cabaña del tío Tom”? Quémalo. ¿Alguien escribió una obra acerca del tabaco y el cáncer pulmonar? ¿Los fumadores están afligidos? Quema la obra. Serenidad, Montag. Paz, Montag. Fuera los conflictos. Mejor”. “¿A las feministas furibundas les ofende Caperucita Roja? Quema el cuento, Montag.”
Si Ray Bradbury hubiese escrito “Fahrenheit 451” a estas alturas de 2019, por la razón que fuese (no sé, una resurrección sorpresiva en plena Diagonal), habría añadido a ese fragmento algo como“ ¿A las feministas furibundas les ofende Caperucita Roja?
Os cuento. No es que hayan quemado todos los ejemplares de Caperucita en una plaza pública, aunque a mí ya no me extraña nada, lo que ha ocurrido es que en un colegio barcelonés han decidido, comisión de género mediante, retirar de la biblioteca infantil hasta doscientas obras “tóxicas” que “fomentan valores sexistas y discriminatorios”. Entre ellas, Caperucita Roja, pero también La Bella Durmiente o La Bella y la Bestia. Lo he tenido que leer varias veces porque no daba crédito. Un acto manifiesto de censura, ante nuestras propias narices y en connivencia con los responsables de un centro educativo público, en pleno siglo XXI y en nombre de la igualdad, la moralidad y la justicia. Salvar el mundo quemando libros. Señores, ha sido un placer. Yo en la próxima me bajo.
Hay que ser zote para considerar un libro como algo tóxico. Hace falta ser muy tarugo para que un acto de intransigencia tal como censurar un libro pueda parecer una opción a tener en cuenta. Pero el colmo de la estulticia y la necedad es, en lugar de disimular y ahorrarnos como sociedad este bochorno, se lleve a cabo tal tropelía con el orgullo del que ha hecho bien su trabajo. Hombre, un poquito de pudor, que tampoco es tanto pedir.
Este hecho, de todos modos, no hace más que poner de manifiesto, una vez más, la superioridad moral autoadjudicada desde la que pretenden ejercer un control paternalista sobre todo aquello que no se ajusta a su ideología. En lugar de fomentar un espíritu crítico y una libertad de pensamiento que permita y fomente un debate intelectual mediante el que afrontar la complejidad de un problema, prefieren optar por actitudes totalitarias muy parecidas, por no decir exactamente iguales, a las que afirman combatir. Y ahora, amigos, es cuando se levanta al fondo de la sala el Listoquetodolosabe y con voz aflautada (siempre tienen voces aflautadas los Listosquetodolosaben. Eso, o son argentinos. Pido calma entre la comunidad argentina) me pregunta que si he leído algo sobre la Paradoja de la Tolerancia de Popper. Pero como yo esto ya lo he vivido y hasta el pirri estoy de Popper y de toda su familia política, por no hablar de la dichosa paradoja, pues venía preparada. Le lanzo con precisión un pedrolo que me he traído guardado en el bolsillo para la ocasión, le arreo en medio de la frente y lo dejo sentado e inconsciente. Problema resuelto, podemos seguir.
Quería destacar yo, justo antes de que nos interrumpieran, que lo que más me molesta de esta última ocurrencia esquizoide es el hecho de que presupongan a los niños seres idiotas y limitaditos, a los que hay que ocultar una parte de lo que ocurre a su alrededor porque podrían no entenderlo, podría dañarles, podríamos abrir una fisura en la burbuja multicolor de la que no debemos sacarles. Mira, no. Un niño es un ser extraordinario en formato de bolsillo. Esos seres ruidosos, atolondrados pero rapidísimos, tienen la capacidad increíble de aplicar de manera natural un proceso mental muy similar al método científico. Son capaces de observar y experimentar, de asimilar conocimientos basándose, sin ellos saberlo, en patrones causales y estadísticos que extraen de sus vivencias. Les mueve la curiosidad, queridas feministas que pretendéis esconderles los libros que a vosotras no os gustan. Y esa cualidad suya, esa manera tan limpia y libre de enfrentarse a la vida, es la que tenemos que aprovechar para convertirles en lectores feroces, como el lobo. En personas con pensamiento propio, libre y crítico. ¡No les quitéis los libros, hombre ya!
Porque los libros no son malos, no son tóxicos. No muerden, no pegan, no escupen, no matan. No perpetúan roles ni fomentan el sexismo. Lo que hacen es mostrárnoslo. No hay libros violentos, hay libros que nos hablan de violencia. Porque existe. Porque ocultarla no hace que desaparezca. Lo que hacen los libros es reflejar los mundos y las vidas de aquellos que los escribieron. Nos muestran y exponen otras ideas, otros puntos de vista. Abren nuestros horizontes. Son herramientas de conocimiento que nos han ayudado, a lo largo de la historia, a ordenar, compartir y exponer nuestros pensamientos. A conocernos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea. ¿Quién podría querer un lugar en el que eso no existiese?
“No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe.”
Si el pobre Bradbury levantara la cabeza hoy, aturdido y desorientado (y quizás algo desmejorado por razones obvias), es muy probable que, viendo el desaguisado, nos espetara en toda la jeta un “OS LO DIJE” como un día de fiesta. Y con toditita la razón

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