Carlos López expone la importancia de llamar a los comunistas por su nombre denunciando el lenguaje político imperante y la estrategia de la izquierda en el uso de epítetos para blanquear sus posiciones extremas, crear enemigos y justificar (o alentar) sus posiciones violentas ante el disidente, como se está viendo en toda la campaña por todo el país.
Artículo del blog Cero en Progresismo:
Una de los muchos detalles que me gustan de los discursos de Santiago Abascal es que llama comunistas a los comunistas, y además con frecuencia. Puede parecer que no tiene mayor importancia, que es algo tautológico, trivial. Pero no. El lenguaje político predominante, tanto en la izquierda como en la derecha “moderada” o del establishment, se caracteriza por la asimetría en el uso de los términos, aparentemente antónimos, fascismo y comunismo.
El fascismo fue derrotado 45 años antes de la caída del Muro de Berlín. Con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, los neofascismos han tenido una existencia puramente grupuscular. Sin embargo, para los medios de comunicación, la gran amenaza para la democracia es siempre, definitoriamente, el fascismo, la ultraderecha o el populismo de derechas, expresiones que emplean de manera prácticamente intercambiable y con total ligereza, aplicándolas a partidos que en algunos casos son incluso antitéticos con el fascismo, como es el caso de Vox, con su defensa de las libertades individuales.
De modo harto dispar, al término comunista se recurre sólo para denominar regímenes desaparecidos como la URSS. Rara vez para referirse a Cuba o Corea del Norte y menos aún a partidos como Podemos o Izquierda Unida. Los propios comunistas, aunque sigan presumiendo de serlo entre sus fieles, no acostumbran a hablar demasiado abiertamente de comunismo ante grandes audiencias. Alberto Garzón, autor de un libro titulado Por qué soy comunista, utiliza un lenguaje muy cercano al de Pablo Iglesias, un neomarxista que se cuida mucho de utilizar el argot de la secta para el gran público.
Incluso la derecha liberal evita hablar de comunistas para referirse a quienes lo son en la actualidad. Llamarlos por su nombre, y advertir contra sus ideas y actividades, se ridiculiza a menudo como “maccarthismo”, como si los millones de muertos que causó el marxismo fueran meras fantasías histéricas.
La razón de esta anomalía es que la ideología progresista, para ser hegemónica, requiere dos condiciones. La primera, ya aludida, consiste en demonizar toda disidencia, asociándola sin escrúpulos a los desastres de la última guerra mundial, al racismo y al Holocausto. La segunda condición es blanquear el comunismo para que las hordas de la extrema izquierda puedan actuar como la “banda de la porra” o la vanguardia del progresismo, como certeramente señala Abascal.
Comunistas y separatistas de extrema izquierda suelen ir de la mano para reventar violentamente manifestaciones y actos políticos de Vox, el Partido Popular y Ciudadanos, contando con unos periodistas escandalosamente indulgentes. Eso cuando no culpan insidiosamente a los mencionados partidos por “provocar”. De esta manera se anima a los extremistas violentos a seguir actuando con casi total impunidad contra las libertades básicas de expresión y reunión.
Si no se atajan estos métodos, nos encaminamos hacia una democracia fallida como la que ya existe en el País Vasco y Cataluña, donde determinadas opciones políticas sufren considerables dificultades para poder manifestarse sin sufrir represalias. Vox es sin duda el partido que advierte más claramente contra esta batasunización. Con razón los progres están inquietos, porque sus bandas de la porra, tanto mediáticas como callejeras, ya no dan miedo: ya se las llama por su nombre.
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