Juan Rallo analiza la legitimidad del derecho de secesión, debate abierto ante las elecciones plebiscitarias en Cataluña, cuya cuestión gira esencialmente en torno al concepto de "soberanía nacional", un concepto que es fuente de múltiples conflictos y problemas, como bien expone. Problemas que no se producen en el concepto de soberanía individual.
Artículo de Voz Pópuli:
Las elecciones plebiscitarias en Cataluña han abierto el debate acerca de la legitimidad del derecho de secesión. Los contrarios a la independencia de Cataluña arguyen que la soberanía nacional les pertenece a todos los españoles pero indiviso y que, por tanto, los catalanes no pueden alterar por su cuenta los términos de esa soberanía nacional. Muchos de los partidarios de la independencia de Cataluña argumentan, en cambio, que Cataluña es una nación y que, por tanto, su soberanía está siendo aplastada por el resto de españoles al impedirles autodeterminarse en libertad.
Las posiciones se hallan tan enfrentadas que algunas personas han optado por una tercera y aparentemente razonable vía: resulta irrelevante quien posee soberanía, pues basta con que se vote en libertad para decidir. Pero fijémonos en que semejante postura no es admisible: la democracia es un modo de decisión grupal y, por consiguiente, antes de votar en grupo la identidad del grupo debe estar definida. ¿Por qué es democrático que se vote en Cataluña acerca de su independencia pero no lo es que se vote en el barrio de Sarrià o conjuntamente en las comarcas del Montsià (sur de Cataluña) y del Baix Maestrat (Norte de Castellón)?
Por consiguiente, para poder defender el derecho de secesión es imprescindible acotar previamente quién es el sujeto de derecho soberano con legitimidad para separarse políticamente del Estado español. Y, como decíamos, los candidatos que mayoritariamente se seleccionan en el debate en torno a la independencia de Cataluña son dos: la nación española y la nación catalana. Esto es, la cuestión de la independencia de Cataluña gira esencialmente en torno al concepto de soberanía nacional.
Contra la soberanía nacional
Por soberanía entendemos la autoridad suprema dentro de un territorio. Por nación, entendemos típicamente un grupo con un origen, tradición, cultura y lenguaje común. La soberanía nacional asigna, por consiguiente, la autoridad suprema sobre un territorio a aquella comunidad con características étnicas o culturales comunes que lo habita. Para algunos, la nación propia del territorio actualmente administrado por el Estado español es la nación española; para otros, la nación propia del territorio actualmente administrado por la autonomía de Cataluña es la nación catalana. En consecuencia, los primeros aprecian la voluntad de muchos catalanes a independizarse como un ataque a su soberanía mientras que los segundos observan la negativa de muchos españoles a que puedan secesionarse como un ataque a la suya.
Un primer gran problema de fundamentar la soberanía en la nación es que los confines de la nación están altamente indeterminados. De entrada, no hay un listado cerrado de criterios objetivos para determinar qué es y qué no es una nación. Aun aceptando que nación es toda comunidad con tradiciones, cultura o lenguaje común, no queda claro que agrupación humana cumple con semejantes características: ¿es el mundo católico una nación o son múltiples naciones? ¿Es el mundo de habla germana una nación o lo son múltiples? ¿Es el mundo de cultura española una nación o lo son múltiples? ¿Es la comunidad suiza una nación o los son múltiples? ¿Es Gibraltar una nación propia, parte de la nación española o parte de la nación anglosajona? ¿Es el mundo otaku una nación o lo son múltiples? ¿Son el conjunto de liberales o el conjunto de marxistas —cada uno de tales conjuntos con trasfondos culturales, ideológicos y filosóficos similares— una nación o pertenecen a muchas otras? Pero, además, aun cuando pudiéramos ofrecer semejante lista cerrada de elementos que conforman una nación, una persona puede poseer a la vez varios de esos elementos: por ejemplo, un individuo puede ser protestante, hablar español y alemán, haber nacido en Sevilla y haber crecido en París, vivir como un otaku y ser un activista vegano. ¿Cuál de todas esas identidades es la que determina su adscripción a un determinado grupo nacional?
La indeterminación de los confines de la nación constituye un serio problema para la pretendida soberanía nacional, ya que hace imprescindible la existencia de un árbitro soberano con legitimidad para asignar a los distintos individuos a un grupo nacional o a otro. Pero, siendo la nación soberana, ¿quién inviste de autoridad a ese árbitro antes de que la nación soberana haya sido definida? Por definición, nadie tiene autoridad suprema para hacerlo previa a la nación.
El segundo problema vinculado a la idea de la soberanía nacional es el de presuponer que la existencia de un grupo con rasgos culturales comunes otorga autoridad suprema a ese grupo sobre los individuos que lo conforman. En la mayoría de ámbitos de nuestras vidas juzgaríamos inaceptable que la pertenencia a un grupo subordinara nuestras libertades al criterio de ese grupo, sobre todo si no hemos expresado nuestra aquiescencia a integrar ese grupo. Imaginemos que un grupo con una cultura homogénea subyuga militarmente a otro grupo, prohíbe sus tradiciones culturales y su lengua, y les obliga a adoptar y ser educados en la lengua y en la cultura del grupo invasor; si, al cabo de varias generaciones, la población autóctona ha olvidado sus tradiciones originarias y se ha asimilado culturalmente al grupo invasor, ¿acaso perdería por ello cualquier derecho a la autoorganización política? O imaginemos un conjunto de individuos que, dentro de una comunidad nacional organizada, van desarrollado por su cuenta una identidad cultural diferenciada y separada a la del resto. ¿Derivarían sólo por ello el derecho a secesionarse o, en cambio, poseería la comunidad nacional derecho a reprimir esas incipientes expresiones de identidad diferenciada bajo el argumento de que atentan contra su soberanía nacional?
Del hecho de que exista algo así como un grupo nacional no podemos inferir que ese grupo nacional posea soberanía sobre los integrantes de ese grupo. A la postre, la función de los grupos no es otra que la de facilitar la convivencia de sus integrantes (incluyendo su convivencia frente a otros grupos). En ocasiones, la convivencia entre los miembros de un grupo deviene imposible y, en tal caso, resulta preferible romper el grupo a mantener una convivencia forzosa y mutuamente insatisfactoria —por eso los matrimonios se divorcian o unos grupos religiosos se separan de otros—: allá donde la convivencia no es viable, la coexistencia se convierte en la opción mínimamente preferible para todos. Cuando un grupo deja de ser funcional para los individuos que lo integran o cuando un subgrupo dentro de ese grupo considera que está siendo parasitado por el resto y que, por tanto, la mejor opción es separarse, no queda claro qué derecho se están vulnerando por el hecho de que el grupo se rompa: en el primer caso, cuando todos los integrantes quieren romper el grupo, la disolución del mismo no atenta contra los derechos de nadie ni de nada —indicio obvio de que el grupo no es un sujeto de derecho propio y distinto a los individuos que lo conforman (es decir, los grupos importan porque los individuos importan, no al revés). En el segundo caso, cuando un subgrupo dentro del grupo desea separarse por percibir que está siendo parasitado, la disolución del grupo sólo podría atentar contra los derechos del grupo mayoritario a parasitar al subgrupo minoritario: pero, ¿cabe afirmar que existe semejante derecho a parasitar a otras personas? No, si aceptamos la igualdad jurídica de todas ellas.
Y, por último, el tercer problema de la idea de soberanía nacional se refiere a la construcción de una autoridad suprema compartida sobre un territorio. La propiedad se adquiere por ocupación originaria o por transmisión voluntaria: aquello que carece de dueño puede ser apropiado por quien primero lo incorpora a sus planes de acción; aquello que es poseído por un dueño puede ser transferido a otra persona por la voluntad de éste. Los grupos también pueden ser propietarios y, en este sentido, un grupo nacional podría, en principio, apropiarse mancomunadamente de un territorio siguiendo los mismos criterios que en el caso de un individuo: ocupación originaria o transferencia voluntaria. Sin embargo, ninguna nación reclama la soberanía sobre un territorio apelando a que adquirieron su propiedad mediante tales procedimientos; entre otros motivos porque, en general, ninguna porción del territorio cuya soberanía se atribuyen los grupos nacionales ha sido apropiado de tal modo (al contrario, han sido individuos o familias concretas las que, en su caso, han reclamado a título personal esa porción del territorio). El razonamiento de quienes reclaman la soberanía nacional sobre un territorio es tan primario como afirmar que el territorio que habitan los nacionales recae naturalmente bajo la soberanía del grupo: mas si la identidad de la comunidad nacional es difusa y el grupo nacional no posee preponderancia jurídica sobre los individuos que lo componen, tampoco podrá asignarse la soberanía sobre un territorio a la comunidad nacional. Por tanto, la nación carece de autoridad suprema sobre las personas que la integran y, también, sobre el territorio en el que residen tales personas.
A favor de la soberanía individual
Asentar la soberanía en la nación conlleva los flagrantes problemas anteriores: el grupo nacional no está objetivamente predefinido y, aunque lo estuviera, la función del grupo no permitiría justificar que se le otorguen derechos superiores a los individuos que lo conforman. El sujeto de derecho no es el grupo, arbitrariamente definido, sino la persona: son los individuos quienes deben mostrar consentimiento para integrar un grupo, no es el grupo quien puede decidir unilateralmente si integrarlos a la fuerza. En tal caso, y en ausencia de un consentimiento expreso de cada persona a formar parte de un determinado grupo, no puede otorgársele a las estructuras gubernamentales de ese grupo el derecho a integrar forzosamente a los díscolos.
La soberanía no reside ni en la nación catalana ni en la nación española, sino en cada individuo. Por ello, cualquier persona debería disponer de la opción de secesionarse del Estado español y coaligarse voluntariamente con otros individuos para conformar su propia comunidad política independiente. Lo mismo cabe afirmar con respecto a un hipotético Estado catalán independiente: cualquier grupo de individuos debería disponer del derecho a separarse del mismo para conformar su propia comunidad política o para reintegrarse en el Estado español. Contra semejante derecho a la secesión individual pacífica, tampoco podrá oponerse que la separación del Estado español atenta contra el derecho de propiedad del Estado español sobre su territorio: en esencia porque el Estado español —o la nación española— no adquirió en ningún momento una propiedad legítima sobre el territorio y, por tanto, carece de soberanía sobre el mismo. Son las personas y las asociaciones voluntarias de personas quienes poseen propiedades legítimas: y aquellas partes comunes del territorio sin otro propietario determinado que el Estado español deberían distribuirse o según su funcionalidad (una calle les corresponde a los propietarios de los inmuebles que la conforman, no a ciudadanos que jamás han pisado o usado tal vía) o, en su defecto, por partes alícuotas entre los contribuyentes. Los términos del reparto de los activos estatales podrán ser relativamente ambiguos y requerir de una negociación o mediación judicial: pero lo que no tiene sentido es apelar a la indivisibilidad de la pseudopropiedad estatal cuando la misma no fue constituida entre todos los miembros del grupo bajo tales condiciones.
En definitiva, la idea de que un referéndum entre el conjunto de catalanes posee una mayor legitimidad emancipadora que el referéndum efectuado sobre cualquier subgrupo arbitrario de catalanes acarrea los mismos vicios que quienes pretenden oponerse a la separación del Estado español bajo el argumento de que un referéndum entre el conjunto de los españoles posee una mayor legitimidad que el referéndum entre el subconjunto de los catalanes: y ese vicio se llama soberanía nacional. La soberanía para asociarse o desasociarse de un Estado —o de una confesión religiosa, o de un club, o de un partido político, o de un sindicato— le corresponde a cada persona, no al grupo en su conjunto.
Es verdad que, en algunas cuestiones inexorablemente comunes (por ejemplo, la gestión de las calles, del alcantarillado o de ciertas modalidades de seguridad), no queda otro remedio que tomar decisiones grupales: pero tales ámbitos inexorablemente comunes son mucho más reducidos que los actuales Estados e incluso que muchos de los actuales municipios. Por consiguiente, existe un amplísimo margen para la autoorganización política bottom-up de carácter voluntario: ni el Estado español ni el Estado catalán deberían convertirse en un obstáculo para ello.
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