Juan Rallo analiza las dos razones de peso de por qué ha estallado el PSOE, y el serio problema al que se enfrentan.
Artículo de El Confidencial:
Un deteriorado cartel electoral de Pedro Sánchez. (Reuters)
La crisis interna del PSOE, la más grave desde la restauración de la democracia, ha sido descrita por muchos —especialmente sectores afines a Podemos— como una “crisis de régimen”: las presiones internas (Ibex 35) y externas (Unión Europea) que han recibido los socialistas les han impedido llegar a un acuerdo de gobierno con aquella coalición de partidos —Unidos Podemos— con la que naturalmente deberían haber pactado por cercanía ideológica. La dimisión de Pedro Sánchez debe entenderse como la más clara materialización de ese veto de los poderes fácticos al entendimiento PSOE-Podemos.
Evidentemente, es imposible descartar que tales presiones se hayan producido: al contrario, el sentido común parece indicar que, en mayor o menor medida, habrán tenido lugar. Sin embargo, resulta tremendamente reduccionista y manipulador pensar que la única —o principal— razón del no pacto entre PSOE y Podemos han sido las presiones recibidas por los socialistas. Al cabo, es harto dudoso que la nomenclatura del PSOE esté dispuesta a pegarse un tiro en el pie de semejante magnitud solo porque se lo ordenen desde fuera. En realidad, hay otra explicación más verosímil que encaja mal con la anterior narrativa redentora podemita, pero que sí otorga a Podemos un papel proactivo clave en la descomposición del PSOE: la ruptura de la coalición de votantes sobre la que los socialistas habían construido su hegemonía política durante los últimos 30 años. Una ruptura que ha tenido lugar en dos ejes: el eje izquierda-derecha y el eje nacionalismo-no nacionalismo.
Empecemos por el eje izquierda-derecha. A día de hoy, cerca del 70% de la población española que se ubica ideológicamente (estamos dejando de contabilizar a quienes no saben o no responden) se identifica con un valor entre 3 y 6, siendo el 1 la extrema izquierda y el 10 la extrema derecha. Es decir, la mayoría de votantes se ven a sí mismos como de centro basculando hacia una izquierda moderada.
El PSOE ganaba las elecciones cuando conseguía una parte significativa de los votantes ubicados en 5-6, al tiempo que consolidaba, por 'voto útil', a la mayoría de electores entre 1-4. En cambio, el PP triunfaba cuando, asegurándose la práctica totalidad del voto 7-10, penetraba con fuerza en el sector 5-6 y desmovilizaba al 1-4. Por ejemplo, en las últimas elecciones ganadas por el PSOE (2008), los socialistas consiguieron el 66% de los sufragios emitidos por los votantes 1-2, el 77% de los votantes 3-4 y el 29% de los votantes 5-6.
Empero, la irrupción de Podemos (y en menor medida de Ciudadanos) ha trastocado radicalmente esta distribución del voto. En las elecciones del 20 de diciembre de 2015, el PSOE solo logró el 19% de los sufragios emitidos por los votantes 1-2, el 37% de los 3-4 y el 12% de los 5-6. La práctica totalidad de las pérdidas 'por la izquierda' las sufre en favor de Podemos, y 'por el centro' en favor de Ciudadanos.
El PSOE, por consiguiente, se encuentra en un espacio de indefinición electoral y en una encrucijada estratégica: si apuesta por radicalizarse para recuperar parte de los votos del espacio 1-4 —por ejemplo, acordando un Gobierno con Podemos—, podría terminar perdiendo los votos que conserva en el espacio 5-6 (y recordemos que el 34% de la población española se ubica en 5-6, frente a solo el 11,6% en el espacio 1-2) sin ser verdaderamente capaz de cosechar demasiados en el espacio 1-4 (¿por qué iban los votantes a quedarse con una imitación de Podemos pudiendo escoger al original?).
Si, en cambio, el PSOE apostara por moderarse hacia el centro-derechapara aumentar sus apoyos en la franja 5-6 —absteniéndose, por ejemplo, ante un Gobierno de Rajoy—, entonces continuaría desangrándose en el espacio 1-4 sin que, a su vez, logre crecer realmente en el espacio 5-6 (pues ahí está Ciudadanos, o incluso el PP, como mejor opción). Ambos caminos resultan extremadamente arriesgados: el conjunto de votantes españoles ubica al PSOE en una posición ideológica de 4,44, mientras a Podemos en 2,19, de modo que un pacto alejaría a los socialistas mucho del centro; a su vez, al PP se le ubica en el 8,31, lo que significa que unaabstención del PSOE generaría un frontal rechazo entre un porcentaje muy significativo de sus simpatizantes.
La disyuntiva electoral es evidente y, en consecuencia, parece lógico que emerjan dentro del PSOE discrepancias internas acerca de qué rumbo seguir para maximizar las opciones de supervivencia del partido: si radicalizarse y competir con Podemos, o moderarse y competir con Ciudadanos y PP a la espera de que Podemos desaparezca y se recomponga su hegemonía dentro de la izquierda.
Quienes sostienen conspirativamente que la única razón para que el PSOE rechace pactar con su aliado ideológico natural, Podemos, son las presiones de los poderes fácticos parecen estar negando la existencia de esta importante disyuntiva electoral en el PSOE: a ojos de muchos dirigentes socialistas —y no es un pronóstico nada descabellado—, pactar con Podemos, alejándose del caladero de votos del centro, puede significar el haraquiri del partido. A su vez, también se equivocan quienes explican el“no es no” de Pedro Sánchez como una irracional obsesión personal del exsecretario general del PSOE hacia Rajoy: a ojos del equipo de Sánchez —y nuevamente con razón—, abstenerse ante el PP podría suponer el haraquiri del partido.
Ahora bien, por útiles que nos resulten las discrepancias estratégicas a propósito del eje izquierda-derecha para entender el enfrentamiento interno del PSOE, esta es sólo una parte de la película. La otra, tan o quizá más significativa que la anterior, es su postura estratégica ante el problema territorial de España, esto es, dentro del eje no nacionalismo-nacionalismo. Recordemos que Pedro Sánchez solo podía alcanzar la presidencia del Gobierno mediante un pacto con Podemos y con el resto defuerzas nacionalistas. Por consiguiente, la estrategia electoral del PSOE también debía tener en cuenta las repercusiones de un acuerdo con los nacionalistas.
Nuevamente, en este campo la irrupción de Podemos y la radicalización del debate han desplazado al PSOE. En el eje no nacionalismo-nacionalismo (siendo 1 mínimo nacionalismo y 10 máximo), el PSOE era catalogado en 2008 por el conjunto de los votantes de las autonomías con partidos nacionalistas en 4,33: esto es, se lo veía como un partido español con cierta 'sensibilidad' hacia las reivindicaciones nacionalistas. En 2015, en cambio, había caído a 2,91 (bastante cerca del 2,01 del PP), frente al 4,42 de Podemos. Es decir, a día de hoy, el PSOE es visto como un partido 'españolista' y 'unionista' en Cataluña, País Vasco, Galicia, Navarra, Aragón, Comunidad Valenciana y Canarias. Por eso los socialistas se han hundido con notable intensidad en estas regiones y, muy en especial, en las dos primeras.
Un acuerdo del PSOE con los nacionalistas habría permitido que lapercepción social del PSOE virara de nuevo hacia posturas más amigables con el nacionalismo —hoy de corte independentista—, pero no quedaba claro que ello bastara para disputarle ese terreno a Podemos (y sus coaligados) y, sobre todo, que ese viraje no socavara el voto socialista en el resto de España. Y es aquí donde los barones territoriales del PSOE se han plantado: Susana Díaz, Emiliano García-Page, Guillermo Fernández Vara o Javier Fernández no podían tolerar que Sánchez flirteara no ya con Podemos, sino con los nacionalistas. Un excesivo acercamiento habría erosionado su propia base electoral y económica (pues todos estos gobiernos regionales viven de las transferencias fiscales que reciben de Madrid y Cataluña) sin que, previsiblemente, mejorara en demasía las expectativas electorales del PSOE nacional en el conjunto de España.
En definitiva, ante la posibilidad de que Sánchez quisiera alcanzar La Moncloa reconvirtiendo al PSOE en un partido confederal de izquierda más radical, aquellos dirigentes y barones territoriales que se oponían a ello tanto por convicción ideológica cuanto por intereses electorales propioshan forzado su cese. Es posible, incluso probable, que la embestida contra Sánchez se haya visto reforzada por presiones de grandes empresas o de la UE, pero tales presiones habrían sido del todo irrelevantes si semejante pacto hubiese beneficiado clara y unánimemente a los cuadros de mando y barones territoriales del PSOE. No era así y, por eso, el PSOE se ha roto.
El problema es que quienes lo han roto tampoco tienen nada claro cómo recomponerlo para que sobreviva como partido hegemónico de la izquierda en el conjunto de España. De momento, han vetado definitivamente una opción que perjudicaba a muy corto plazo sus intereses políticos regionales; pero su rango de alternativas tampoco parece que vaya a evitar que el PSOE siga transfiriéndole votos a Podemos… a menos que esta coalición también termine estallando por sus propias guerras intestinas entre quienes se creerán capaces de apoderarse de los votos de este PSOE en descomposición aun cuando se radicalicen (pablistas y anticapitalistas) y entre quienes insistirán en aparentar moderación para, ahora sí,merendarse a un PSOE debilitado (errejonistas). Como ven, toda la casta política anteponiendo el 'interés general' de los españoles a sus ambiciones personalistas de poder: el auténtico régimen político —el de la oligarquía estatal mintiendo, manipulando y sometiendo a los españoles— sigue tan vivo como siempre.
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