Juan Rallo analiza la causa del auge del nacionalismo económico, y en qué consiste, mostrando el error de pensar que volver a la peseta (y devaluar) es una mejor solución para recuperarnos de la crisis más rápidamente, apoyándose para ello en el caso español.
Artículo de El Confidencial:
Billetes de 1.000 pesetas en un pueblo de Cuenca en 2012. (EFE)
El estancamiento de las economías europeas durante los últimos años ha reanimado el sentimiento nacionalista en parte de su población. La finalidad última del nacionalismo económico es traspasarle el coste de la crisis a los extranjeros: primero “los de dentro”, después “los de fuera”. Y las formas en las que puede traspasarse ese coste a los extranjeros son esencialmente dos: con proteccionismo económico (aranceles y cuotas sobre mercancías o personas) y con depreciaciones monetarias.
El proteccionismo, como su nombre indica, busca proteger a ciertos agentes económicos nacionales de la competencia exterior: se restringe la importación de ciertas mercancías o la entrada de ciertos trabajadores foráneos para que el consumidor interno no tenga más remedio que comprar a los ineficientes productores internos (quienes venderán bienes más caros o de peor calidad que los extranjeros). De este modo, el productor exterior ve caer la demanda de sus mercancías a cambio de que el productor interior reciba ingresos adicionales del consumidor interno maltratado: en suma, el agujero del productor interior se traspasa al productor extranjero y al consumidor nacional.
La depreciación monetaria es un mecanismo para encarecer todos los bienes y servicios extranjeros en términos de los bienes y servicios nacionales. Sus efectos son similares a los del proteccionismo: el consumidor nacional sustituye parte de sus (encarecidas) compras al exterior por compras interiores, de modo que el productor extranjero y el consumidor nacional terminan subvencionando el agujero del productor nacional ineficiente.
Huelga decir que si todos los estados recurren a políticas económicas de carácter nacionalista, al final nadie escapa de los costes de la crisis: “Si yo te lanzo mi basura y tú me lanzas tu basura, todos nadamos entre basura propia o ajena”. Aun así, la tentación de acogerse a políticas nacionalistas cuando parece que los demás no van a hacerlo puede ser en ocasiones muy grande. Ese es justo el contexto en el que nos encontramos: el nacionalismo económico del que está haciendo gala Trump desde EEUU es de carácter proteccionista; el nacionalismo económico que está cobrando fuerza en Europa busca, en cambio, romper el euro y regresar a las divisas nacionales para poder depreciarlas a placer.
En España, a diferencia de lo que sucede en Italia o en Francia, la propuesta de trocear el euro cuenta con poco predicamento, en gran medida porque estamos creciendo a un ritmo más que notable: como la tarta se está expandiendo, ya no parece tan necesario robársela ni a los ricos (de ahí el estancamiento de Podemos) ni a los extranjeros (de ahí la inexistencia de una formación de extrema derecha). Sin embargo, la idea de que podríamos recuperarnos más rápidamente de lo que lo estamos haciendo si contáramos con la peseta y la depreciáramos con energía sí está bastante extendida entre ciertos sectores de la población. Y lo está en contra de lo que nos indica la historia.
España solo ha experimentado dos graves crisis económicas en los últimos 20 años: la que arranca en 1992 y la que arranca en 2009. La primera de ellas fue contrarrestada con cuatro devaluaciones de la peseta (entre 1992 y 1995) que redujeron su valor en torno a un 25% frente al marco alemán y frente al dólar estadounidense; la segunda la hemos enfrentado dentro del euro a través de ajustes presupuestarios y de correcciones de precios internos. Si de verdad la devaluación frente al exterior fuera un mecanismo mucho más eficaz para solventar las crisis económicas que la reestructuración en el interior, deberíamos presenciar un crecimiento del PIB y una reducción de la tasa de paro mucho más intensos con la devaluación que con el ajuste interno, pero eso no es en absoluto lo que nos ha sucedido.
En la crisis de los noventa, el PIB español toca fondo en el segundo trimestre de 1993 y 12 trimestres después (segundo trimestre de 1996), se había incrementado un 8,48% en términos reales. En la crisis actual, el PIB toca fondo en el tercer trimestre de 2013 y 12 trimestres más tarde (tercer trimestre de 2016, último dato disponible), el PIB se había incrementado un 8,58%.
Pero acaso las diferencias más visibles tienen lugar en la evolución de la tasa de paro. En la crisis de los noventa, el desempleo alcanza su máximo en el primer trimestre de 1994, con una tasa del 24,55%, y 13 trimestres más tarde (segundo trimestre de 1997), se redujo hasta el 20,88%: esto es, cae un 15% desde máximos. En cambio, durante la crisis actual, la tasa de paro alcanza su máximo en el segundo trimestre de 2013, con un desempleo del 26,06%, y 13 trimestres después (tercer trimestre de 2016, último dato disponible) ya había descendido hasta el 18,91%, esto es, se había reducido en un 27,5%.
Por consiguiente, la recuperación está siendo más acelerada —especialmente para el empleo— dentro del euro de lo que lo fue sin el euro y con devaluaciones múltiples. Y ello a pesar de que la crisis actual es sustancialmente más grave que la de los noventa, aunque solo sea por un contexto global mucho más turbulento. La añoranza de la soberanía monetaria que nos otorgaba la peseta para presuntamente impulsar el crecimiento no está en absoluto justificada. Y no lo está por tres razones fundamentales. Primero, porque podemos recuperarnos tanto o más rápido sin necesidad de devaluar. Segundo, porque, al no devaluar, las pérdidas y los reajustes los concentran aquellas industrias que se habían vuelto no competitivas dentro de la economía mundial, lo que permite mejorar la eficiencia conjunta de nuestra economía. Y tercero, porque si todos los países recurrieran a la devaluación, la mayor parte de sus efectos estimulantes se anularían entre sí; en cambio, si esos mismos países mejoran su competitividad recoordinándose en un nuevo marco global de división del trabajo, la riqueza de todos ellos se incrementará.
La única ventaja real que sí podría haber tenido la peseta frente al euro es habernos ahorrado parte del controvertido proceso político dirigido a flexibilizar internamente la economía (como la reforma laboral) y a incrementar la credibilidad del Gobierno en los mercados financieros (como los recortes o aumentos de impuestos). Es decir, en la medida en que la devaluación habría abaratado desde un comienzo los precios internos y habría otorgado un cierto margen mayor de autofinanciación al Estado, quizá con la peseta no habríamos caído tanto entre 2009 y 2012. Pero fijémonos que, al final, solo estamos diciendo que devaluar la peseta puede ser una alternativa preferible cuando socialmente nos negamos a hacer las cosas bien: si optamos desde un comienzo por liberalizar la economía y por salvaguardar la solvencia del Estado, entonces la devaluación no es el mejor camino.
¿Qué tal si comenzamos a mentalizarnos de que cuantos menos cabezazos nos demos contra la realidad, tanto mejor para todos? El nacionalismo económico no es el camino: la mejora de nuestra competitividad en una economía abierta global, sí.
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