Javier Benegas analiza los viveros del odio actual, las universidades, y cómo permea este odio y falta de libertades bajo la uniformidad ideológica intolerante a la sociedad.
Artículo de Disidentia:
Ocurrió en octubre de este mismo año. Samuel J. Abrams, profesor de Ciencias Políticas y Sociales en Sarah Lawrence College (Westchester, Nueva York) sufrió el acoso de sus propios alumnos por haber escrito un artículo en The New York Times, donde denunciaba el asfixiante sesgo ideológico de las universidades norteamericanas.
Al poco de ver la luz el artículo, como si de un episodio de la serie The Walking Dead se tratara, un piquete de estudiantes marcho atropelladamente hasta sus despacho, reventó la puerta, entró en las dependencias, robó sus fotos familiares y causó numerosos destrozos. Luego, en la puerta reventada y el pasillo adyacente, pintarrajearon mensajes amenazantes en los que se le “invitaba” a Abrams a abandonar la escuela.
Durante varios días los estudiantes exigieron que fuera despedido de manera fulminante. Incluso una alumna, a la que Abrams ni siquiera conocía personalmente, declaró que iba a dedicar todos sus esfuerzos a buscar la manera de “arruinarle la vida”. Todo por haber escrito un artículo con el que no estaban de acuerdo.
Actividades extraacadémicas y proselitismo
Abrams había cometido un terrible pecado, arrojar luz sobre la siniestra fuerza que controla los campus norteamericanos. Sin embargo, su artículo era distinto, no apuntaba hacia el habitual sesgo ideológico del profesorado, algo sobre lo que otros académicos ya han escrito, sino que señalaba a los “orientadores universitarios”. Una figura que hasta ahora había pasado desapercibida.
La actividad de los orientadores es crítica. Son los encargados de llevar a la práctica la filosofía con la que las universidades compiten entre sí para ganarse el favor de sus futuros alumnos; esto es, la promesa de que su oferta no se limitará a impartir determinadas materias, sino que se extenderá más allá de las aulas, durante las 24 horas del día los siete días de la semana.
Según esta filosofía del “producto universitario”, cursar una carrera es mucho más que adquirir conocimientos. Es sumergirse en un ambiente académico vibrante. ¿Pero quién se encarga de cumplir esta gran promesa de las universidades? Los orientadores universitarios, por supuesto. Ellos son los encargados de organizar las conferencias y coloquios, seleccionar ponentes y temas, y programar todos los actos y eventos que se llevan a cabo fuera de las aulas. De ahí que, como denunciaba Abrams, los temas sean siempre los mismos: el privilegio blanco, el machismo, las agresiones sexuales y los micromachismos, las nuevas identidades…
Es en este vasto espacio de las actividades extraacadémicas donde, libres de la supervisión directa de profesores y rectores, los orientadores han adquirido un poder enorme.
La intolerancia, una enfermedad imparable
Que Samuel J. Abrams identifique a los orientadores universitarios como potentes agentes ideológicos, casi comisarios políticos, puede parecer exagerado, pero la virulenta reacción que ha provocado su denuncia parece indicar que ha puesto el dedo sobre un “gremio” especialmente sensible. Además, los datos le avalan: el sesgo hacia la izquierda de los orientadores es mucho más acusado que en el profesorado, lo que ya es decir.
Así lo revela un estudio a nivel nacional. Mientras la proporción de profesores liberales (en el sentido norteamericano, de izquierdas) y conservadores es de 6 a 1, en los orientadores universitarios se dispara hasta alcanzar 12 a 1. Y sólo el 6 por ciento se identifica como conservador en alguna medida, mientras que el 71 por ciento se define como liberal o muy liberal (progresista de izquierdas en EEUU).
Este desequilibrio estaría estrechamente relacionado con el desplome del apoyo a la libertad de expresión en los campus, como muestra un reciente estudio del Instituto Gallup, en el que se constata que, si bien el apoyo a la libertad de expresión sigue siendo mayoritario, ha pasado del 78 por ciento de 2106 al 70 por ciento en 2018, es decir, se ha desplomado un 8 por ciento. En contraste con esta caída, el número de estudiantes a favor de prohibir determinados discursos ha pasado del 22 por ciento de 2016 al 29 por ciento de 2018, es decir, ha aumentado 7 puntos porcentuales. Y esta tendencia se proyecta al alza.
Además, mientras el 92 por ciento de los estudiantes cree que los liberales han de poder expresarse libremente sean cuales sean sus puntos de vista, esta cifra desciende al 69 por ciento cuando se refieren a los conservadores. Es decir, aumenta la creencia de que un estudiante pueda o no expresarse libremente dependiendo de su ideología.
Los ladrones de cuerpos
En Estados Unidos los llaman orientadores, porque, al parecer, aún no se han caído del guindo. En España y Europa los conocemos por su nombre: activistas. Agentes del Agitprop que se infiltran en las universidades porque saben muy bien que ahí se manufactura la élite, el futuro magistrado, el legislador, el periodista, el experto, el empresario. Saben que, si los tienes a todos ellos, poco importará lo que diga el hombre de la calle o, incluso, lo que vote. El secreto del éxito está, pues, en reprogramar sus mentes, casi replicarlas, como en la novela de ciencia ficción y terror de Jack Finney, La invasión de los ladrones de cuerpos.
Pese a todo, aún hay quienes intentan averiguar por qué en las todopoderosas empresas de Silicon Valley rige la misma ley de hierro, esa ley que permite a unos opinar lo que les plazca mientras a otros se les amordaza, y que provoca situaciones tan delirantes como la protagonizada recientemente por Twitter, que autorizó la promoción de un tweet en favor de la mutilación genital femenina, contratado por Dawoodi Bohra Women for Religious Freedom para la defensa de la “diversidad cultural”, a la vez que cerraba una cuenta relevante por escribir que “un hombre es un hombre, y no una mujer”. Es evidente que el problema no radica en ningún algoritmo. Porque si existiera un algoritmo tan perverso, sería todo un hito en la inteligencia artificial que muchos idiotas estarían celebrando.
No hay ningún misterio. La decadencia universitaria explica por sí misma que 300 grandes medios difundan un mismo editorial en favor de la libertad de prensa, cuando ni la quieren ni la necesitan porque todos opinan lo mismo. O que un personaje como Sarah Jeong, que difunde mensajes que denigran a los policías, a los hombres y a la raza blanca, sea catapultada hacia el éxito y contratada como editorialista por The New York Times. O que las élites europeas no hagan otra cosa que buscar la forma de ponerle muros a Internet, no sea que alguien descubra que se puede vivir mejor sin la tutela de tanto universitario infantil e intolerante ejerciendo de político.
No, en efecto, no hace falta recurrir a sofisticadas teorías conspirativas para explicar lo que es evidente. Basta con mirar hacia las universidades y observar cómo, en ellas, desaparece el espíritu crítico. Y, a cambio, prospera la idea de una igualdad uniformizante. Esa igualdad injusta y temible que espoleó al viejo Karl Popper a escribir en su autobiografía:
“Durante varios años permanecí siendo socialista, incluso después de mi rechazo del marxismo; y si pudiera haber una cosa tal como el socialismo combinado con la libertad individual, seguiría aún siendo socialista. Porque no puede haber nada mejor que vivir una vida libre, modesta y simple en una sociedad igualitaria. Me costó cierto tiempo reconocer que esto no es más que un bello sueño; que la libertad es más importante que la igualdad; que el intento de realizar la igualdad pone en peligro la libertad, y que, si se pierde la libertad, ni siquiera habrá igualdad entre los no libres.”
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