viernes, 29 de abril de 2016

La “rambla banalizada” y el turismo de Colau

Antonio José Chinchetru sobre el constante ataque de Ada Colau al turismo y de su (como diría Hayek) "fatal arrogancia". 
La alcaldesa de Barcelona está orgullosa de su ofensiva contra el sector hotelero en la Ciudad Condal. Y, en su fatal arrogancia, típica de los políticos, está convencida de dos cosas. Por una parte, piensa que puede diseñar desde su despacho el mercado turístico de su localidad para que funcione bien. Por otra, está convencida de saber qué quieren los barceloneses; no sólo los que le votan, sino todos y cada uno de ellos. Además, y eso es nuevo, cree conocer con precisión lo que buscan los turistas que visitan la localidad. O al menos pretende que el resto creamos que lo conoce.
Ada Colau dijo la semana pasada, sin rubor alguno, dos cosas sorprendentes. Una de ella es que los turistas se decepcionan cuando pasean por Barcelona porque se encuentran con una “rambla banalizada” que no es real. Dejemos de lado esta nueva ocurrencia, que demuestra que la alcaldesa barcelonesa desconoce el sentido de “banalizar”. No deja de pertenecer al terreno de la cursilería propia del socialismo del siglo XXI a la española que practican Podemos y sus grupos afines. La otra cosa que afirmó, y eso sí es llamativo, es que el turista que visita la Ciudad Condal “lo que quiere es mezclarse con los vecinos y vecinas en su quehacer cotidiano”.
Colau nos ha descubierto el peculiar perfil del foráneo que visita Barcelona. El turista que nos muestra la alcaldesa es un alemán, con pantalón corto y sus sandalias sobre calcetines blancos, que quiere estar en la oficina con una señora llamada Montserrat. Y un inglés que, antes de beberse unas cervezas, quiere acompañar a un tal Jordi a la fábrica para ver cómo pone tornillos o al taller para observar cómo arregla un coche. También es un norteamericano que, antes de comer una paela que en realidad es un arroz con tropezones, quiere ayudar a Manuel o a Gemma a cambiar los pañales de su hijo. O, tal vez, una austriaca que quiere bajar la basura junto a Enric antes de pasear por la noche junto al mar.
Al turista soñado por Colau no le interesa la Sagrada Familia, sino ponerse a la faena junto al obrero que trabaja en su ya longeva construcción. No quiere visitar La Pedrera, sino ver TV3 en la sala de estar de algún apartamento de algún barrio de las afueras. Y, por supuesto, no quiere disfrutar de un buen hotel en el centro. No, quiere alojarse lo más lejos posible de la Plaza de Cataluña.
Ese turista que busca “mezclarse con los vecinos y vecinas en su quehacer cotidiano” no existe más que en su mente, y es bastante probable que ni tan siquiera ahí. No deja de ser la excusa para su delirante plan municipal sobre hoteles y otros alojamientos turísticos. Sin cálculo económico serio alguno, busca que los nuevos establecimientos se abran en la periferia de la ciudad (justo lo que no gusta a los turistas) y que en el centro se produzca un “decrecimiento natural” al prohibir que se abran nuevos alojamientos aunque cierren algunos de los existentes. Extraño concepto de “natural” ese que se basa en algo que se fuerza desde el poder. Por el momento, ya se ha cargado la construcción de 28 nuevos hoteles, con el daño que eso implica en términos económicos y de generación de empleo.
El turista imaginado por Colau y su ofensiva contra los hoteles en el centro de la ciudad no son más que un producto de su profundo y reaccionario rechazo a la libertad. No sólo la económica, sino en su conjunto.
No sólo está en contra de la libertad económica de los hoteleros y otros propietarios de alojamientos turísticos (como pensiones o apartamentos de vacaciones). También rechaza que los forasteros que visitan la ciudad tengan capacidad de elegir dónde alojarse y qué aspectos de la ciudad quieren conocer. Pretende obligarles a conocer la periferia, donde suponemos que ella cree que reside la “gente normal”. El daño que eso puede hacer a los ciudadanos, por la posible decadencia de un sector económico tan importante como el turístico, no parece importarle. O tal vez lo que busca es, precisamente, ir reduciendo su importancia. “Si el turista no es como yo quiero, mejor que no venga”, parece ser el lema de Colau.

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