martes, 3 de julio de 2018

Franco no levantará la cabeza

Fernando Díaz Villanueva analiza la cuestión del Valle de los Caídos. 
Artículo de Disidentia:
La idea de construir un monumento a los caídos de la guerra civil surgió durante la guerra misma. A mediados de 1938 la carnicería era ya de tal magnitud que el que ganase estaba obligado a levantar algún tipo de mausoleo, para que aquella escabechina no se olvidase nunca y las generaciones venideras la tuvieran bien presente.
La guerra la ganó Franco y su directorio militar, que imbuyeron a la contienda de un hondo sentido religioso. En parte porque el propio Franco era un católico devoto y en parte porque el Frente Popular se ensañó con la Iglesia. Los sucesivos Gobiernos republicanos desataron una ola de terror en el territorio que controlaban que se cobró la vida de más de cuatro mil sacerdotes, más de dos mil frailes y dos centenares largos de monjas amén de trece obispos, incluido el arzobispo de Barcelona, a quien unos milicianos fusilaron en la tapia del cementerio de Moncada.
La dimensión de la tragedia que padeció la Iglesia española durante los tres años de guerra contextualiza bien la aureola medieval que los sublevados terminaron dándole. No en vano los vencedores no se referían a la guerra como guerra, la llamaban “cruzada”, “cruzada nacional” para ser más exactos. Así fue hasta bien entrados los años sesenta, momento en el que la guerra fue pasando poco a poco a los libros de historia.
Ahí se quedó hasta que José Luis Rodríguez Zapatero la sacó tras llegar al Gobierno en 2004. Hoy nos puede parecer mentira pero hace quince años, de la guerra civil y el franquismo sólo debatían los historiadores y los aficionados a la historia. El resto sabía de su existencia, pero no constituía un asunto polémico. A fin de cuentas, ha pasado tanto tiempo que todos los españoles de este siglo tenemos antepasados en los dos bandos. Hubo vencedores y vencidos, pero no traspasaron a sus hijos esa condición.
Si la guerra había sido una “cruzada”, el monumento que habría de conmemorarla tenía que ser acorde con ello. Sólo quedaba escoger lugar y buscar un arquitecto. Podría haberse levantado en el centro de Madrid, o en algún campo de batalla famoso como el del Ebro, Teruel o Brunete, pero a Franco le gustaba la sierra de Guadarrama. La sierra contaba, además, con la ventaja de estar próxima a la capital y al monasterio de San Lorenzo de El Escorial, omnipresente en la propaganda franquista por sus resabios imperiales.
El arquitecto fue el propio Franco, pero como no estaba titulado y no tenía buen gusto artístico se buscó a uno de verdad, el guipuzcoano Pedro Muguruza para que pusiese sobre el plano lo que él ya tenía en la cabeza. Muguruza era un arquitecto muy reconocido. A él se debe, por ejemplo, la estación de Francia de Barcelona o el Palacio de la Prensa de Madrid. Tenía, además, un pequeño portafolio de monumentos conmemorativos. El más famoso de ellos es el Sagrado Corazón de Jesús en Bilbao, un gran conjunto escultórico de 40 metros de altura que remata la Gran Vía de la capital vizcaína.
Entre Muguruza y Franco concibieron un monumento de proporciones ciclópeas. Nada igual se había hecho en España en tres mil años de historia documentada. Constaba de una basílica subterránea cavada en la roca, una gran explanada, una soberbia abadía en estilo escurialense y, sobre el Risco de la Nava, una cruz monumental de 150 metros de altura, los mismos que tiene la Torre Picasso, un rascacielos de oficinas levantado muchos años después en el Paseo de la Castellana de Madrid.
Una vez terminado sería un cementerio, un lugar de oración y recogimiento, pero también un atractivo turístico equidistante de Madrid, Ávila y Segovia. El paraje donde está enclavado, el valle de Cuelgamuros, es de una gran belleza paisajística. Para ello se previó la construcción de un funicular, una tienda de recuerdos y un café-restaurante.
Una obra tan ambiciosa, digna por sus medidas del antiguo Egipto, costó veinte años de obras y un importante desembolso. En 1959, coincidiendo con el vigésimo aniversario del final de la guerra, se inauguró el complejo. Se trasladaron los restos de José Antonio Primo de Rivera, que descansaban en el vecino monasterio de El Escorial, y con ellos llegaron los de más de 30.000 caídos de los dos bandos.
Tres lustros más tarde llegaría el cadáver de su inspirador. Nadie lo esperaba allí. Franco no señaló en vida donde quería ser enterrado. Podrían haberlo hecho en su Ferrol natal, en el Pazo de Meirás o en el cementerio de El Pardo, muy cercano al palacio en el que residió mientras fue jefe de Estado. Allí ya reposaban los restos del almirante Carrero Blanco y de algunas personalidades del régimen. Hoy, de hecho, este camposanto es una suerte de panteón informal de los grandes nombres del franquismo.
Pero el Gobierno de Arias Navarro tras consultarlo con el Rey decidió enterrar a Franco en Cuelgamuros. Se tuvo que improvisar una tumba a toda prisa modificando incluso el sistema de drenaje de la basílica. Se abrió una nueva fosa junto a la de Primo de Rivera en el altar mayor y desde allí el 23 de noviembre se retransmitió a todo color el sepelio. Una losa de tonelada y media puso punto y final al franquismo y el Valle de los Caídos fue olvidado. Todos los años, el 20 de noviembre, subían nostálgicos del régimen franquista con sus banderas, pero cada año eran menos. Bien pudo dejarse así. Ese fue el criterio de Felipe González, por ejemplo, pero no el de Zapatero, que con su ley de Memoria Histórica proscribió los actos de la extrema derecha. Quiso ir más lejos en 2010, pero encontró resistencia y el Gobierno de aquel momento se encontraba fuertemente cuestionado por la crisis económica.
Desde entonces ha quedado como un centro recreativo para turistas y domingueros. La abadía sigue ocupada por la Orden Benedictina, que regenta una escolanía. Y no hay mucho más. La tumba de Franco, que no cayó en la guerra, quizá no debería estar ahí. Pero en ese lugar ha pasado más de cuarenta años sin que apenas nadie reclamase su exhumación.
Una vez esté fuera, el monumento seguirá donde está. De sus elementos más problemáticos ya no queda ninguno. Ni es lugar de peregrinación de los pocos franquistas que aún existen, ni hay nadie enterrado en contra de la voluntad de sus familiares. En el caso de que así sea no tienen más que reclamar sus huesos y les son devueltos. En breve tampoco yacerá el dictador bajo la gran cruz visible en cuarenta kilómetros a la redonda.
Se puede, como pretenden algunos, resignificar el conjunto borrando a Franco y al franquismo, pero eso sería como tratar de eliminar por decreto a Felipe II de El Escorial, a Felipe V de la Granja de San Ildefonso, Carlos III del paseo del Prado o a Alfonso XIII del Palacio de la Magdalena. La historia es la que es nos guste o no. Aquello mandó construirlo Franco. Invirtió en ello mucho tiempo y una cantidad de dinero considerable. Se calcula que costó unos 5.000 millones de pesetas de la España de posguerra. Era su pirámide fuese o no a enterrarse en ella. Eso no lo podemos cambiar porque sucedió así.
La propia concepción del monumento, toda la simbología implícita que inspira el conjunto, la cruz inmensa, los cuatro evangelistas de su base, la abadía benedictina, su estilo arquitectónico son testigos de una época y un lugar muy concretos: la España de Franco. Los hechos históricos podemos ignorarlos, pero nunca negarlos porque están ahí.
Cabría, claro está, demolerlo todo y devolver el paraje al virginal aspecto que tenía en el otoño de 1939, cuando Franco puso por primera vez sus ojos allí. Pero ¿para qué?, ¿con qué objetivo?, ¿acaso el de tratar de borrar un periodo de nuestra historia que, precisamente porque fue doloroso, no deberíamos olvidar nunca?
El Valle de los Caídos simplemente no se puede resignificar, lo levantó Franco y siempre nos recordará a Franco. Es lo que es y lo seguirá siendo mientras exista. Se le puede despojar de algunos elementos que daban pie a la exaltación del régimen franquista, pero eso ya se ha hecho. Poco más está en nuestra mano hacer. Tal vez debamos aprender de nuevo a convivir con nuestra propia historia. Pero eso, según están las cosas, me parece mucho pedir.

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