Carlos Sánchez analiza la corrupción vigente en la política e instituciones españoles manifiesta en los nombramientos políticos, a raíz del reparto de poder de TVE por parte del gobierno.
Artículo de El Confidencial:
Pablo Iglesias y Pedro Sánchez en el Congreso en 2016. (EFE)
El abogado Andrés Herzog, que hizo un gran trabajo en el caso Bankia, suele decir que el problema de España no es la corrupción —que también—, sino el amiguismo. O, lo que es lo mismo, el compadreo.
Desde un punto algo más académico, se ha teorizado mucho en los últimos años sobre el llamado capitalismo de amiguetes, que es un especie de chalaneo al por mayor. El Gobierno de turno se deja influir por las grandes corporaciones a cambio de financiación para su partido. En otros casos, simplemente para que sus altos cargos tengan acceso a las célebres puertas giratorias al final del mandato. A su vez, las grandes empresas cercanas al poder, muy influyentes en algunos medios de comunicación, hablan maravillas del Ejecutivo y dicen que el presidente de turno es serio, honesto, riguroso y se deja la piel por los españoles. Despidiendo, incluso, a la dirección de un periódico si es necesario. Roma no paga traidores. Una especie de patriotismo de mesa camilla que solo perjudica a los contribuyentes.
¿El resultado? Presupuestos inflados en la obra pública, inversiones innecesarias o, lo que es peor, una economía poco competitiva por ausencia de concurrencia en ciertos sectores de actividad.
Existe, sin embargo, una corrupción mucho más sutil que tiene que ver con la política de nombramientos, y que, como todas las corrupciones intelectuales, es más difícil de identificar. Se produce cuando el nuevo Gobierno —sea el que sea— no elige a los servidores públicos con los criterios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad, como dice el Estatuto de la Función Pública, sino a la luz del amiguismo del que hablaba Herzog. Esta es, sin duda, la peor de las corrupciones porque al fin y al cabo de ella emana el resto.
Cuando alguien que no está suficientemente cualificado accede a un determinado cargo público, lo que hace es malgastar el dinero de los españoles; pero, además, su nombramiento también tiene un elevado coste de oportunidad, toda vez que la alternativa —la mejor elección para ese puesto— hubiera generado, como demostró hace un siglo Friedrich von Wieser, avances en productividad y, por lo tanto, mayores beneficios sociales.
Desigualdades
No es un asunto baladí. Pierre Bourdieu acreditó que la educación era el canal principal por el que se transmitía la pobreza entre generaciones. Pero el sociólogo francés también advirtió que el acceso a los cargos públicos influye, igualmente, de forma poderosa en la transmisión intergeneracional de las desigualdades. Es por eso por lo que existe un cierto consenso en que eso que se llama meritocracia es un buen sistema —ningún método es perfecto— para la asignación de recursos públicos. Es decir, el mérito, y no el carné del partido o el conchabeo con el poder político, debe prevalecer a la hora de diseñar una política de nombramientos razonable en todas las administraciones.
Pedro Sánchez, nada más ser elegido presidente del Gobierno, convirtió la formación de su Ejecutivo en un 'casting' en el que había protagonistas (los que se anunciaron en primer lugar) y actores de reparto (los últimos en llegar al plató). ¿El resultado? El Consejo de Ministros es hoy una paleta de colores que refleja una gran heterogeneidad, lo cual ni es bueno ni es malo. Es una decisión legítima del presidente y así hay que entenderla.
El problema, sin embargo, se está produciendo aguas abajo. Sánchez ha hecho suya la célebre frase de Romanones en la que el político madrileño —48 años ininterrumpidos diputado por Guadalajara— reclamaba para sí los reglamentos en lugar de hacer las leyes. Como Sánchez ha creado un Gobierno en general bien recibido por la opinión pública, los segundos niveles de la Administración pasarán inadvertidos, habrá pensado el presidente del Gobierno.
No lo ha conseguido en el caso de RTVE, aunque sí en otros. Desde luego, por la inmoralidad política que supone tratar a una corporación con casi 1.000 millones de presupuesto y 6.300 trabajadores como si fuera un cortijo particular del que puede disponer libremente para pagar favores políticos a ese ministro vergonzante sin cartera que es Pablo Iglesias.
Indigencia audiovisual
¿El resultado? Auténticos indigentes en lo audiovisual aspirando cínicamente a presidir una empresa que ya Zapatero y Fernández de la Vega —ahora premiada con el Consejo de Estado— arruinaron para favorecer a sus amigos del duopolio, siempre solícitos con el poder.
Como ocurre con la corrupción, la responsabilidad es tanto del que da como de quien toma. Estamos ante una especie de prevaricación intelectual que incumple de forma clamorosa el mandato legal de RTVE: independencia, neutralidad y objetividad, y que, desde luego, nunca se ha cumplido en la casa desde el viejo Estatuto de la televisión pública por la obsesión de los políticos en mangonear los telediarios. Y que históricamente ha acabado por llenar los fríos pasillos de Prado del Rey o de Torrespaña en espera de un cambio en el Gobierno. Una especie de zombis de la información listos para volver a la vida cuando gobierna 'uno de los nuestros'. El viejo turnismo canovista en estado puro, pero bien entrado el siglo XXI.
Había razones para pensar que después de su travesía por el desierto, Sánchez optaría por una política de nombramientos al menos diferente a lo que ha sido tradición en este país desde la Restauración, y que Galdós retrató —ya en 1888— de forma magistral: "¿Qué ha sucedido aquí? Lo natural, lo lógico en estas sociedades corrompidas por el favoritismo", se preguntaba el escritor canario en 'Miau'. "Al padre de familia, al hombre probo, al funcionario de mérito, envejecido en la Administración, al servidor leal del Estado que podría enseñar al ministro la manera de salvar la Hacienda, se le posterga, se le desatiende y se le barre de las oficinas como si fuera polvo", concluía Galdós.
España continúa teniendo un problema. Y no es otro que la utilización de la Administración como una finca privada cada vez que un partido alcanza la Moncloa. Se entiende que el presidente del Gobierno tenga todo el derecho a cambiar aquellos cargos que no responden al ideario de su partido. Al fin y al cabo, la democracia exige cambio y renovación, y sería un disparate que todo siguiera igual después de unas elecciones. Sería como depreciar las urnas.
Pero parece fuera de toda lógica que cientos de puestos de trabajo cubiertos se cambien de forma caprichosa simplemente para satisfacer a las clientelas del partido. Es un despropósito que ninguno de los partidos que han gobernado este país desde 1977 ha querido cambiar por razones obvias.
Es curioso, sin embargo, que todos los partidos hablen de regeneración democrática, pero cuando llegan al poder lo primero que hacen es colocar a los suyos en puestos de escasa relevancia que debieran ser ocupados por funcionarios, lo cual garantiza la independencia de criterio. Y utilizar las empresas públicas como un botín de guerra para pagar favores políticos no es más que corrupción. Aunque sus beneficiarios no se lleven un euro a casa por la puerta de atrás.
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