Sobre el origen de Castro, las dos vertientes de totalitarismos y la oportunidad que le ofreció el comunismo para alcanzar, extender y mantener luego el poder.
Artículo de Voz Pópuli:
Ha muerto Fidel Castro, el Comandante. Lo ha hecho en su cama, plácidamente, con Cuba, el país que durante 50 años gobernó puro habano en boca y pistola en mano, libre de disidencia, sin oposición política, menos aún con manifestaciones en la calle. Sólo, hasta ayer mismo, Estados Unidos, tras el desastre de Bahía de Cochinos, lo mantuvo estrechamente vigilado; y a su irreductible isla, en cuarentena. Las demás naciones democráticas, de una forma u otra, otorgaron al dictador una legitimidad que, por ejemplo, negaron a Pinochet. Sin embargo, al Comandante, con su uniforme caqui, le dieron bula, de igual manera que en su día no hubo reparos para legitimar al general Jaruzelski, que fue recibido por los máximos representantes franceses e italianos. Y es que en la interesada esfera del pensamiento, donde la realidad es reemplazada por las ideas, el totalitarismo no es sólo uno y con una misma condena, sino dos distintos. He ahí el problema.
La idea dominante, en efecto, era y es que hay un totalitarismo de derechas y otro de izquierdas. Por lo que todo buen y equidistante demócrata debe contemplar ambos peligros, y hacerlo desde un equilibrio falsamente salomónico. Sin embargo, desde el final de la IIGM, lo cierto es que el totalitarismo de derechas se convirtió en una amenaza marginal y, sobre todo, conceptual, un fantasma del pasado, mientras que el totalitarismo de izquierdas, con su alma gemela, el nazismo, enterrado bajo los escombros de Alemania, siguió siendo un peligro global que mantuvo al mundo libre en permanente vigilia.
Esta equivalencia heredada de la posguerra entre dos pulsiones liberticidas, con signos supuestamente contrarios, ha sido la mentira intelectual de la que se ha valido el comunismo para evitar ser proscrito, y sobrevivir no sólo en el pensamiento sino también en la política. De este relativismo se ha valido el pistolero Castro para gobernar con mano de hierro durante medio siglo y, llegada su hora, morir tranquilamente en su cama, con los parabienes de los gobernantes demócratas y con la bendición de la corrección política.
Hoy, muchos de los izquierdistas que elogiarán la figura de Castro, dirán que era un comunista convencido, un héroe del pueblo con convicciones profundas. Pero nada más lejos de la realidad. Castro perteneció a una familia de carlistas, y su odio a los norteamericanos no fue nunca ideológico sino producto del origen español de su familia. Su padre, gallego, fue propietario de una hacienda de 10.000 acres donde trabajaban más de 500 personas. Fidel era, por tanto, un “chico bien” que se tenía en muy alta estima y creía estar llamado a coronar las más altas cimas. Cubiertas sobradamente sus necesidades materiales, se convirtió en un político estudiantil profesional. Y como él mismo reconoció, ya entonces portaba pistola. Según el testimonio de un compañero de estudios, era “una persona con hambre de poder, sin principios conocidos, alguien dispuesto a integrarse en cualquier grupo que le sirviera para hacer carrera en política”. Así pues, para conseguir sus fines, a Castro le habría valido tanto Hitler como Stalin, porque ambos encajaban dentro de su violenta y narcisista personalidad. De hecho, como relataba Paul Johnson, a semejanza de Perón, Castró desarrolló una prosa política muy parecida a la de Primo de Rivera. Sólo más delante vio la ventana de oportunidad que el ofrecía el comunismo y se adaptó a los clichés marxistas.
En realidad, a lo único que Castro fue siempre fiel fue a su pistola y, por supuesto, a sus ambición de poder. Así pues, pistola y ambición, violencia y totalitarismo constituyen la auténtica esencia Castro. Por lo demás, el comunismo fue la ideología de la que se sirvió para erigirse en dictador.
Hoy, el pistolero ha muerto. Ahora sólo falta que, quienes defendemos la democracia y la sociedad abierta, enterremos también la falacia de los dos totalitarismos opuestos, porque en realidad sirve, como bien apuntaba Revel, para “no dar la razón a ninguno” y, en la práctica, legitimar el totalitarismo de izquierdas, es decir, el totalitarismo, a secas.
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