El Club de los Viernes analiza la cuestión de la contaminación y el problema de asignación de costes que supone, y que es mal resuelto desde el Estado.
Artículo de Libre Mercado:
A día de hoy, vivir no se considera todavía una actividad contaminante. Seguramente porque se entiende que los seres vivos tenemos derecho a respirar, comer y beber libremente, sin que los productos resultantes de dichas actividades nos sean imputados como contaminantes. Y aunque en realidad nuestras heces/orina ya ostentan en la actualidad el calificativo de contaminantes (fecales), todavía nadie nos ha limitado su producción a una determinada cantidad máxima por persona y día.
Y sin embargo algo tan natural como respirar podría fácilmente definirse como actividad contaminante. Cada ser humano exhala a diario, mediante la respiración, algo más de 1kg de CO2. A escala planetaria, 7.000 millones de personas vierten a la atmósfera unos 7,8 millones de toneladas de CO2 al día (2.800 millones/ton/año) sólo por respirar. Cantidad que supone el equivalente al 10% de todas las emisiones anuales de CO2 por quema de combustibles fósiles (28.000 millones/ton/año). Y hay que recalcar que cualesquiera que sean los efectos de una molécula de CO2 en la atmósfera, serán siempre los mismos con independencia de su origen.
Lo anterior pretende hacernos conscientes de que toda actividad humana contamina. Cocinar, ducharse, moverse en coche… contamina. Criar animales, cultivar campos, construir casas… contamina. Hacer carreteras, construir coches, fabricar barcos, volar en aviones… contamina. Dormir, correr, soñar, pensar… contamina. Una vez que aceptamos que la contaminación, considerada como generación de subproductos, está presente en toda actividad humana, entenderemos mejor el verdadero problema de la misma, que no es tanto su generación, inevitable, como sus externalidades. Es decir, los perjuicios que esos subproductos de la actividad humana pueden llegar a causar en terceros que no tienen ningún interés o relación con la actividad en cuestión.
Sobrepasado un cierto nivel de población, aparecerá siempre como un reto la gestión de subproductos asociados con la actividad humana. Y ante ese reto, las preguntas son obvias: ¿cómo se regula la generación de dichos subproductos?, ¿quién decide quienes tienen derecho a contaminar y hasta qué grado?, ¿quién decide qué medidas son correctas, o no, en la lucha contra la contaminación? A la luz de los actuales resultados, parece que una respuesta basada en estrategias de control y regulación estatal no es capaz de dar una solución satisfactoria. ¿O acaso han visto ustedes que la cada vez más restrictiva legislación medioambiental resulte en una mejora del medio ambiente?
Cuando es el Estado el que decide que una determinada empresa puede contaminar hasta un determinado nivel, los potenciales damnificados, los afectados por esa contaminación, ¿no tienen nada que decir? ¿Y si para ellos es inaceptable dicho nivel de contaminación? ¿Y si, por el contrario, dicho nivel les supone apenas una ligera incomodidad? ¿Debe decidir el Estado qué grado de contaminación debe usted admitir como tolerable/intolerable en su vida? Y si el Estado no debe imponerle a usted unos niveles de contaminación por decreto, ¿cómo se puede entonces compatibilizar de forma efectiva el derecho a no vernos afectados por la contaminación ajena con la inevitable generación de subproductos contaminantes que toda actividad humana genera?
La respuesta, como en muchas otras ocasiones, es el libre mercado. Deben ser los afectados por una posible actividad contaminante los que pongan precio a la compensación que se les deberá abonar por soportarla. El ejemplo de la instalación de antenas de telefonía móvil en las ciudades y las compensaciones exigidas por las comunidades de vecinos es muy clarificador en este aspecto. Mediante este sistema, cuando la cuantía de las compensaciones sea muy elevada, bien porque afecte a un gran número de personas, bien porque los afectados por las externalidades soliciten compensaciones muy altas, el negocio contaminante devendrá en no competitivo ni rentable y no se instalará. Por el contrario, si las compensaciones exigidas son bajas, el negocio saldrá adelante. El libre mercado con competencia abierta es un especialista en fijar precios, incluidos los de las compensaciones. Lo que no se puede admitir es que el Estado, en base a criterios ajenos a los damnificados (sector estratégico, sector generador de empleo, sector con mala reputación), imponga unos niveles máximos y mínimos de contaminación a cualquier actividad humana que considere pertinente, impidiendo que los afectados tengan derecho a opinar y a ejercer su derecho a decidir qué externalidades están dispuestos a soportar y a qué precio. Este caduco modelo de regulación estatal nos lleva a que actividades como el fracking se prohíban por su mala fama, con independencia de que en determinadas zonas no tendrían problemas en aceptarla, pero paralelamente se pueda imponer a los habitantes de esa misma zona el soportar gratuitamente la contaminación derivada de una gran industria mediante el simple procedimiento de conseguir una licencia estatal.
Obviamente, un sistema basado en acuerdos voluntarios entre las partes, implicaría una delimitación muy precisa tanto de las externalidades como de las personas que podrían considerarse afectadas por ellas y por tanto poseedoras del derecho a exigir compensaciones. Delimitación esta que daría para otro artículo, pero que básicamente competería a los propios ciudadanos o, en caso de conflicto, al sistema judicial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario