Artículo de El Confidencial:
Simpatizantes de Jair Bolsonaro celebran su victoria. (EFE)
Orbán, Farage, Trump, Salvini, Bolsonaro y en la retaguardia Le Pen, Wilders o Alternativa por Alemania. Denominemos como denominemos a este variopinto colectivo de políticos (nacionalismo, populismo de derechas, extrema derecha…), dos hechos son más o menos evidentes: primero, estos políticos no son en absoluto del agrado de la izquierda (aunque no solo desagradan a la izquierda) y, de hecho, esta tiende a calificarlos de amenaza frontal para nuestro sistema de libertades; segundo, todos ellos han accedido al poder (o tienen posibilidades de hacerlo) por mecanismos plenamente democráticos, esto es, fraguando directa o indirectamente el apoyo mayoritario de sus votantes o representantes.
La situación plantea, pues, un interesante dilema para la izquierda: como es sabido, el valor central que aglutina el pensamiento izquierdista es la igualdad; la igualdad extrema, cabría añadir, dado que no se busca únicamente garantizar una minimalista igualdad jurídica —todas las personas poseen idénticos derechos frente a los demás—, sino también la igualdad económica —que los diferenciales de renta o riqueza entre las personas no sean muy acusados— y, sobre todo, la igualdad política —que todos los individuos sean titulares de una idéntica porción de la soberanía estatal—. Tal igualdad política extrema es la base de la democracia popular, especialmente de las versiones más radicales e irrestrictas de democracia (que son, justamente, las que impulsa la extrema izquierda): allí donde todo es definido como un asunto político y donde, además, el poder político queda igualitariamente distribuido entre los ciudadanos, entonces todo es susceptible de ser votado y decidido en común.
He ahí, pues, el dilema al que se enfrenta la izquierda: si la democracia popular irrestricta —el reparto igualitario del poder político sobre cualquier asunto social— ha de constituir la columna vertebral de una comunidad, entonces el auge del populismo de derechas deberá ser visto como un fenómeno legítimo dentro de las preferencias de los ciudadanos acerca de cómo configurar esa comunidad. Es decir, pocos reproches cabría dirigirles a Le Pen o Bolsonaro como depositarios de los deseos de la mayoría social: la voluntad del pueblo, por caprichosa esta que sea, constituye el criterio último para distinguir entre lo justo y lo injusto. Tal conclusión, empero, no resultará especialmente atractiva para el imaginario de izquierdas, ante lo cual se imponen solo dos posibles salidas.
La primera es rechazar el auge del populismo derechista apelando a que el pueblo está votando de manera desinformada: la irrupción de las 'fake news', y de otras formas de manipulación política, está corrompiendo las mentes de los ciudadanos y los está empujando a escoger aquello que en el fondo no querrían escoger. Desde este ángulo, el triunfo del populismo de derechas, aunque sea un subproducto de la democracia popular, no resultaría verdaderamente legítimo y debería ser combatido mediante el control (por parte de la izquierda) de los flujos de formación y de información que reciben los ciudadanos: el pueblo es soberano, sí, pero solo cuando vota bajo los valores y los conocimientos que le haya inculcado la izquierda. Fijémonos en el reproche lanzado contra el Partido de los Trabajadores por parte de uno de los altavoces de la dictadura cubana:
También al Partido de los Trabajadores se merece reflexionar sobre su responsabilidad en la despolitización de la sociedad brasileña y en la creación del Frankenstein Bolsonaro. Durante 12 años faltó audacia para avanzar en transformaciones raizales, como hubiera sido la tan reclamada reforma política o 'una ley que limitara la concentración mediática'. Y, sobre todo, no se profundizó en 'el empoderamiento popular y la formación político-ideológica', facilitando el terreno para la diseminación de valores retrógrados y autoritarios. [Énfasis añadido]
Es decir, que Bolsonaro ha ganado en Brasil porque la izquierda no ha usado suficientemente al Estado para adoctrinar en su ideología a los ciudadanos mediante el rígido control de los medios de comunicación y de las escuelas. Los problemas de este enfoque deberían ser evidentes: si no solo resulta posible sino deseable moldear el voto de los ciudadanos a través del control estatal de la formación y de la información, entonces el poder político deja de estar equiproporcionalmente distribuido y, en última instancia, queda en manos de aquella oligarquía que es capaz de determinar los contenidos de esa formación y de esa información. En el caso que nos ocupa, serían los intelectuales de izquierdas adheridos al Estado quienes se encargarían de diseñar las mentes de los votantes para que estos votaran del modo en el que ellos desean que voten.
La segunda posible solución al dilema existente entre deificación de la democracia popular y el auge del populismo de derechas pasaría por dejar de deificar la democracia, es decir, por comenzar a aceptar que el ámbito de la decisión colectiva ha de estar estrictamente limitado a aquellos asuntos que sean irreductiblemente colectivos. En todos lo demás asuntos (la inmensísima mayoría dentro de nuestras sociedades), debería preponderar las decisiones que adopta cada individuo (o cada asociación voluntaria de individuos): es decir, en todo aquello que no sea irreductiblemente común, deberían preponderar las libertades individuales como restricciones a la actuación del poder político (por muy igualitariamente distribuido que se encuentre). Eso es, de hecho, lo que el liberalismo ha venido defendiendo desde su misma génesis: las democracias no pueden ser irrestrictas, sino que han de quedar subordinadas al respeto de los derechos individuales. Las democracias populares irrestrictas —las oclocracias— son el camino más directo a la tiranía de la mayoría (o la tiranía de aquellas minorías que manipulan a las mayorías). Despoliticemos y desestatalicemos nuestras sociedades.
En definitiva, la izquierda solo tiene dos alternativas frente al auge del populismo de derechas: o legitimar únicamente la democracia irrestricta cuando está compuesta por votantes de izquierdas —tiranía de la izquierda— o deslegitimar la democracia irrestricta reconociendo que la única forma de coexistir pacíficamente en sociedades complejas y plurales pasa por incrementar las libertades del individuo y reducir las potestades del Estado. Es decir, por poner límites institucionales a lo que cualquier gobernante —Lula o Bolsonaro— pueda hacerles a las personas desde el poder político.
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