Juan R. Rallo analiza la decisión del Tribunal Supremo sobre el impuesto sobre actos jurídicos documentados (AJD), lo que supone, quién debiera hacerse cargo y la solución al mismo.
Artículo de El Confidencial:
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¿Quién debe pagar el impuesto sobre actos jurídicos documentados (AJD)? Durante los últimos 25 años, el reglamento que ha desarrollado la ley, los contratos que han suscrito las partes y el propio uso comercial convertían al hipotecado en el sujeto pasivo de este tributo. Hace unos días, sin embargo, el Tribunal Supremo decidió alterar semejante interpretación y convertir al banco en el sujeto pasivo del impuesto. Es decir, y salvo que el próximo 5 de noviembre cambie copernicanamente de postura, el Supremo dictamina que, a partir de este momento, sea el banco —y no el hipotecado— quien soporte íntegramente la carga de esta figura fiscal.
La realidad, empero, es que, pese a la sentencia del Supremo, no se van a producir cambios verdaderamente significativos con respecto al reparto efectivo del coste de este tributo. La razón ya la hemos expuesto en otras ocasiones: la incidencia real de un tributo no tiene por qué coincidir con su configuración normativa. O dicho de otra manera, quien sufra en última instancia el coste de un impuesto no tiene por qué ser aquel a quien la ley obliga a abonarlo.
A la postre, los impuestos tienden a pagarlos aquellos con menor poder de negociación: y, en el caso de los créditos hipotecarios, son los prestatarios los que se hallan en desventaja negociadora frente a las entidades crediticias. Por un lado, los prestatarios suelen carecer de fuentes alternativas de financiación: a diferencia de lo que sucede con las grandes empresas, las familias —por los altos costes de transacción implicados— carecen de acceso directo a los mercados financieros; por otro, los bancos que otorgan préstamos hipotecarios no solo están organizados en un régimen oligopolístico, sino que cuentan con deudores alternativos a los que proporcionar financiación. En otras palabras, y como ya dijimos en relación al célebre impuesto a la banca que pretendía implantar Podemos, las entidades se limitarán a incrementar los tipos de interés de sus operaciones hipotecarias y serán los deudores quienes cargarán con el coste del impuesto, aunque sea por vías distintas a las actuales.
No sucede así con respecto a las hipotecas suscritas con anterioridad a la sentencia del Supremo: en este caso, tanto los bancos como los hipotecados perfeccionaron un préstamo bajo el común entendimiento de que el AJD les correspondía abonarlo a estos últimos. Si se altera 'a posteriori' la interpretación de la ley y se obliga al banco a pagar retroactivamente el impuesto, se le está forzando a tributar por transacciones que acaso no hubiera realizado en origen de haber prevalecido la presente interpretación de que él era el sujeto pasivo del impuesto.
Usemos un ejemplo fácilmente comprensible. El impuesto de transmisiones patrimoniales (ITP) por la compraventa de un inmueble ha de pagarlo el comprador y, de hecho, el precio de la vivienda ya tiene en consideración esa circunstancia (la capacidad máxima de pago del comprador está limitada por la adición de este tributo, lo que hace que el comprador no pueda pagar más y que el vendedor también se resigne a no exigir más). Imaginemos que dos individuos acuerdan la transmisión de una propiedad inmobiliaria por 500.000 euros: ese precio es aceptado por el vendedor sabiendo que está libre de la carga del ITP y también por el comprador consciente de que ha de soportar el pago del ITP. Si cambiamos la interpretación de la ley retrospectivamente y consideramos que ha de ser el vendedor quien abone el ITP, entonces el precio efectivo que recibe el vendedor baja de los 500.000 euros: ¿habría estado dispuesto a vender el inmueble por ese monto retrospectivamente rebajado? Tal vez no, pero en estos momentos ya no se le autoriza a resolver esa transacción retroactivamente convertida en desfavorable aun cuando sí se le obliga retroactivamente a abonar el impuesto.
En otras palabras, obligar retroactivamente a la banca a abonar este tributo, sin permitirle resolver o modificar también retroactivamente los términos de los contratos hipotecarios que se negociaron bajo una determinada interpretación de las leyes universalmente aceptada, no es equitativo. Ahora bien, si el Supremo considera que tampoco le corresponde su pago al hipotecado, entonces también resulta nada equitativo que sea este quien cargue con él. O dicho de otro modo: para evitar perjudicar injustificadamente a la banca no cabe perjudicar, también injustificadamente, al hipotecado.
¿Qué alternativa nos queda entonces? Pues aquella que deberíamos haber aplicado desde un primer momento: la supresión de este tributo. Su recaudación en 2015 (últimos datos desagregados disponibles) apenas superaba los 1.800 millones de euros, esto es, menos del 0,2% del PIB. La propia Comisión Lagares, ya por 2014, proponía ir suprimiendo progresivamente el AJD por no suponer una manifestación de la capacidad económica y porque, incluso como tasa, resultaría redundante respecto a los aranceles notariales y registrales. Si ya había motivos para eliminarlo entonces, mayores motivos existen para eliminarlo hoy: si, de acuerdo con el Supremo, la administración tributaria española ha estado exigiendo durante más de dos décadas un impuesto a quien no le correspondía abonarlo, lo que debería hacer esa administración es devolver las sumas indebidamente cobradas… pero no exigir retroactivamente tales sumas a aquellos a los que la administración jamás se lo exigió en un primer momento.
Es decir, los perjuicios derivados de la falta de diligencia de la administración tributaria ha de soportarlos la propia administración tributaria: no deben hacerlo ni los hipotecados —quienes no deberían haber abonado el tributo en origen— ni tampoco los prestamistas hipotecarios —a quienes no se les puede exigir el pago retroactivamente—. Aprovechemos la ocasión para suprimir este impuesto injusto e ineficiente previa indemnización administrativa a sus víctimas.
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