J.L. González Quirós analiza el enorme mal que hace a la Justicia la marabunta legislativa, tan interesadamente favorable al poder político.
Artículo de Disidentia:
Que los jueces puedan discrepar, es humano, que tengan que hacerlo más parece cosa del diablo, pero dejemos las causas lejanas y miremos de cerca el caso, entre otras cosas porque ya se sabe que la mayor habilidad de los diablos consiste en hacernos creer que son leyenda.
Se necesitaría la sabiduría de Salomón, y un tiempo infinito, para no tropezar en alguna de las piedras con las que la logorrea legislativa ha ido sembrando el camino de la Justicia. No es sin causa que la Justicia tenga fama de lenta, pero pese a su prudencia, llamémoslo así, hay legisladores empeñados en que ruede ridículamente por los suelos en cuantas ocasiones sea conveniente a los altos intereses del tinglado.
En España asistimos atribulados a un rifirrafe judicial in altissimo loco, y crujen las cuadernas del sistema financiero mientras mesnadas de abogados de fortuna se lanzan a por su parte del botín, un tesoro que siempre abunda en la oscurísima confusión de la superabundancia legislativa.
No es poca cosa que haya disputa acerca de quién haya de pagar un impuesto, pero no se atribulen los beneméritos defensores del orden, porque lo que sería terrible es que hubiese dudas acerca de que haya de pagarse, pero no hay riesgo, de momento, en que la bondad intrínseca de quienes nos vacían los bolsillos se ponga en cuestión en sedes que viven razonablemente bien de lo que se deriva de esas sacas.
Los ciudadanos hemos vivido soportando estoicamente el hecho de que habían de pagar unos recibos de la luz absolutamente incomprensibles, aunque, al menos, luz había, mientras que en una buena mayoría de los infinitos recovecos legislativos que amenazan al ciudadano es muy difícil obtener la menor claridad. El ejemplo de la factura de la luz se ha hecho popular porque la mayoría de los ingenuos contribuyentes nunca osa asomarse a los abismos de disposiciones que tienen a bien procurarnos nuestros benditos órganos legislativos. Fíjense cuál es la eficacia de los tales aparatos que en los meses felices que se consigue vivir sin gobierno apenas disminuye el peso de los boletines, y eso que los ministros vagan como sombras sin ninguna sabrosa ley en la que solazarse.
Que el Tribunal Supremo se convierta en simulacro de un club juvenil de debates, que las salas compitan y se amenacen con un proceso judicial eterno, debiera hacernos caer en la cuenta de la imposible tarea que encomendamos a nuestros jueces, rescatar el recto proceder de la Justicia en un mar de indicaciones y contraindicaciones, en una selva que ha permitido a los jueces más audaces hacerse un nombre a base de arbitrariedades coloreadas al gusto del público sin miedo alguno a que nadie pueda descubrir dónde está el fallo, tal es la balumba de leyes, decretos e infinitamente diversas disposiciones que un juez habilidoso puede utilizar en su favor cuando ceda a la tentación de hacerse famoso o rico, mejor ambas cosas, por supuesto.
Gobernar es, incluso etimológicamente, dirigir el timón del barco hacia puerto seguro, pero aquí lo hemos convertido en un arte retórico, de modo que el que más gobierna es el que más dispone, especialmente para no llegar a parte alguna que ya se sabe que las ambiciones son peligrosas.
Atacamos los males, reales o supuestos, con una inagotable invención de nuevos delitos, una figura amenazante que crece imparable y, a base de tener un código penal lleno de nuevos crímenes, se nos dice que la intención es que las parejas se amen eterna y tiernamente, que cada día más mujeres gobiernen lo que fuere, que los menesterosos dejen de serlo, y que el medio ambiente alcance su máximo esplendor, todo ello por el arte legislativo de birlibirloque.
Así hemos edificado muchas más cárceles que en períodos crudelísimos y poco respetuosos con los derechos humanos, y en ellas se han construido celdas, piscinas y gimnasios, que compiten favorablemente con los hoteles de pago y reserva, tal vez por aquello tan bonito de que hay que odiar el delito y compadecer al delincuente. Esa infinita compasión por los malvados que sienten las almas nobles que nos gobiernan es el inagotable carbón que alimenta las linotipias del BOE, que transforma las mazmorras de castigo en aulas de ejemplaridad, sostenibilidad y eficiencia.
La legislación protege universalmente, a perros y gatos, incluso a sabandijas, entre otras cosas porque es la fórmula infalible para aumentar el tamaño y abundancia de las multas, ese invento de los que mandan para castigar al margen de cualquier control, porque, como sabe cualquier sufrido contribuyente, las multas solo saben crecer en monto y en especie si te atreves a discutirlas. No hay juez que se atreva con las eficacísimas multas, entre otras cosas porque están absorbentemente ocupados tratando de desentrañar la razón de la sinrazón que a la razón aqueja en asuntos de muchísima mayor importancia.
En tiempos inmemoriales se pintaba ciega a la Justicia, ahora habría que pintarla como a un runner temeroso que trata de librarse, casi nunca con suerte, de la avalancha legislativa de disposiciones de la más diversa ralea, que lo aplasta inmisericorde, de la misma manera que los dioses derribaban a Sísifo cuando amenazaba vagamente con lograr sus propósitos.
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