Artículo de Disidentia:
La convocatoria de elecciones autonómicas en la comunidad andaluza me ha devuelto otra vez a la controversia que ya he sobrellevado con espíritu de resignación en múltiples ocasiones anteriores. Sé que no es nada infrecuente, sino todo lo contrario, que a los andaluces que vivimos desde hace tiempo fuera de la región, los amigos, colegas y conocidos en general nos asalten tarde o temprano con esta consideración: ¿oye, y por qué los andaluces votáis siempre al PSOE haga lo que haga y sea quien sea quien lo lidere? Para enmarcar adecuadamente la escena, pónganle normalmente un punto de sorna y una media sonrisa en la comisura de los labios del interlocutor.
De entrada, ese tonillo condescendiente con el que suele hacerse la pregunta-reproche resulta un poco cargante. Te obliga a ponerte a la defensiva. El hecho objetivo de que Andalucía figure en los puestos de cola en todos los índices, clasificaciones y estadísticas sobre renta, desarrollo e innovación, constituye un incómodo punto de partida. Como si buscar una explicación al hecho político y sociológico –la permanencia de la izquierda en el poder- conllevara una cierta justificación del estado de cosas. Un amigo mío sostiene en términos un tanto zafios que “mientras Andalucía no levante cabeza seguirá votando a la izquierda”. A lo que otro amigo responde: “mientras siga votando a la izquierda o, por lo menos, a esa izquierda, no levantará cabeza”.
Par salir de ese círculo vicioso es necesario empezar por lo más elemental, incluso a riesgo de incurrir en verdades de Perogrullo. Lo primero, no es cierto que los andaluces votemos al partido socialista llueve, nieve o truene. Hace tiempo que el PSOE dejó de conseguir mayorías absolutas. En algún caso, como en las elecciones de 2012, no fue siquiera el partido más votado. Grosso modo, su apoyo electoral ha ido menguando, con los matices y oscilaciones inevitables en estos casos, muy dependientes de determinadas coyunturas. Como sucede con partidos con largo e ininterrumpido disfrute del poder, el PSOE se ha hecho fuerte en ámbitos rurales y sociológicamente conservadores, mientras pierde apoyos en los sectores más informados y dinámicos de la sociedad.
Ahora bien, una vez dicho eso, no hay más remedio que reconocer que, políticamente hablando, Andalucía constituye un caso excepcional en el contexto español. A lo largo de cuatro décadas, de un modo u otro, el PSOE ha mantenido el control político de la comunidad. Un control que en determinadas fases ha sido absoluto, en términos casi asfixiantes: en la Junta, el Parlamento, las Diputaciones, las alcaldías de ciudades grandes y pequeñas y en cualquier sitio donde se distribuyera presupuesto. Hasta la vecina Extremadura, con la que tantas cosas comparte –entre ellas ser los vagones de cola en muchos indicadores económicos- ha tenido alternancia en el gobierno. En Andalucía, el gobierno PSOE se ha constituido literalmente en régimen.
Un observador foráneo, por ejemplo un pragmático anglosajón, argüiría que la indiscutible anomalía en términos democráticos –es decir, la inexistencia de alternancia- podría encontrar explicación relativamente plausible en los resultados o el balance de la gestión. Es decir, que durante su largo tiempo de gobierno y de control de todos los resortes políticos y económicos de la región, el PSOE lo hubiera hecho tan bien, generando y repartiendo riqueza, que se hubiera ganado en términos inequívocos la adhesión de la mayor parte de la población. Un observador más cercano a la realidad desecharía esta hipótesis con celeridad: un mero vistazo a los datos socioeconómicos antes aludidos mostraría que no hallaremos explicaciones por ese lado.
Surge entonces la explicación que habrán oído en multitud de ocasiones en boca de los más diversos analistas y que habrán leído, adobada con cuadros estadísticos, en sesudos comentarios de periódicos, revistas y otras publicaciones. Por decirlo en una palabra, el clientelismo. La Junta de Andalucía y sus terminales habrían tejido una gigantesca tela de araña que abarcaría el conjunto de la región, desde las grandes estructuras productivas a las peñas flamencas. Nadie movería un músculo sin la aquiescencia o el beneplácito de la Junta. Hasta la mosca más inofensiva quedaría atrapada en esa omnipresente tela de araña. Por supuesto, el control mediático haría el resto.
No seré yo quien discuta ni ponga peros a esa explicación. En mis frecuentes visitas a la región no ha dejado de sorprenderme la fuerza y extensión de esa red invisible que constituye la auténtica argamasa de la sociedad andaluza. Prácticamente no hay empleo en el que de un modo u otro no asome la larguísima, la interminable sombra de la red clientelar. Una política de subvenciones sabiamente administrada obra milagros. No hace falta palo, ni siquiera amenaza de palo en la mayor parte de los casos, cuando hay algunas zanahorias para repartir. Quizá no sean muchas las zanahorias, es cierto. Pero menos es nada, dirá el andaluz con ese fondo senequista que es marca de la casa.
Pero siempre me ha parecido que el diagnóstico pecaba de incompleto. Seamos francos: un régimen como el descrito constituye el ideal maquiavélico de cualquier grupo de poder. Si en Andalucía se ha podido constituir con tanta facilidad o, al menos, con tanta eficacia, es por otras razones. Ni siquiera los sectores nacionalistas vasco y catalán han podido fraguar un dominio tan incontestado, aunque se han aproximado muchísimo. Entremos, pues, sin ambages, en la esencia de la cuestión: en Andalucía el PSOE ha gozado de una hegemonía indiscutida porque no ha existido nunca una alternativa real. Fíjense, no digo que la oposición lo haya hecho mal o haya presentado candidatos inadecuados (que también). Digo algo más profundo y más incorrecto políticamente.
Digo que el discurso del PSOE –de la izquierda en general- se ha internalizado por el conjunto de la clase política. Y cuando digo el discurso del PSOE quiero decir el discurso del estatalismo a ultranza, de las subvenciones a troche y moche, del PER, de las prerrogativas y ayudas diseminadas desde el poder como lluvia fina que permea toda la sociedad, como abono de todas las iniciativas económicas. La Junta puede ser el Gran Hermano pero es también y sobre todo el gran empresario, Papá Estado con la sobreprotección llevada al límite. Sin él nada es posible. Con él se puede llegar a cualquier parte.
En términos complementarios: ¿para qué querrían llegar a la Junta de Andalucía antes el PP o ahora el PP y Ciudadanos? Para hacer en el fondo lo mismo que el PSOE. Quizá lo harían mejor. Como buenos recién llegados, al principio hasta robarían menos y habría algo más para repartir. O quizá no, vaya usted a saber, piensa el andaluz. Para ese viaje, tampoco hacen falta muchas alforjas. Y otros muchos piensan que más vale lo malo conocido…
Y voy a ser más incorrecto aún, ganándome con ello muy probablemente la ira de muchos lectores. ¿Por qué no están dispuestos los partidos de la oposición a hacer una política sustancialmente distinta, atendiendo a criterios de innovación, productividad o emprendimiento? Pues porque la propia sociedad andaluza no quiere o, al menos, se resistiría como gato panza arriba. No digo todos los andaluces, claro, pero sí los suficientes para dejar su impronta en una comunidad que se ha acostumbrado a vivir, como quien dice, con lo puesto. Una sociedad conservadora, encantada de vivir como vive, con un hedonismo modesto, una marcada indolencia y una indiferencia filosófica por lo que vendrá. En cien años, todos muertos…
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