Javier Benegas analiza otra vía más en la lucha contra la libertad y el capitalismo: la guerra al coche.
Artículo de Disidentia:
Hace no mucho coincidí en el trabajo con una compañera que era el arquetipo de la posmodernidad. Detrás de su anticapitalismo travestido de amor a la humanidad, asomaban los cuatro preceptos de ese mundo feliz que nunca es, sino que, como una versión laica de la parusía, siempre está por llegar. A saber: ecologismo, feminismo, globalismo y cientificismo.
Así, para ella, la nación no era una institución compartida, con sus leyes y fronteras, sino su círculo de familiares y amigos; la civilización occidental, un patriarcado que debía combatir; la ciencia, una herramienta al servicio de sus convicciones; y el ecologismo, su nueva y suprema moral.
Para acudir al trabajo no usaba el automóvil, sino una bicicleta. Pero no una bicicleta cualquiera, por supuesto, sino un modelo vintage de origen japonés, cuyo precio superaba con mucho el del coche de tercera o cuarta mano del trabajador sin posibles que, desgraciadamente, hoy abunda.
Como la región de Madrid es orográficamente muy antipática, la susodicha había establecido su residencia en la almendra de la ciudad, en una zona confortable y de fácil acceso, cuya ruta hasta el trabajo estaba libre de repechos. Así, sin transpirar una gota de sudor, iba y venía todos los días del trabajo pedaleando, excepto cuando el frío o la lluvia hacían acto de presencia. Porque una cosa es salvar la humanidad y otra sufrir.
Pero su ecologismo tenía todavía un pequeño inconveniente. En el edificio donde trabajaba no estaba previsto el uso de la bicicleta como medio de transporte. No había un lugar específico para aparcarlas. Y no por dejadez sino por sentido común. El complejo de oficinas no se encontraba en un lugar demasiado céntrico y tampoco de fácil acceso, por lo que la bicicleta no era una opción… excepto para quien pudiera montárselo tan bien como ella.
Este inconveniente no la desanimó, al contrario, la reafirmó en su fe. Removió cielo y tierra para que la gerencia del complejo de oficinas tuviera a bien rascarse el bolsillo y habilitar un aparcamiento de bicicletas. Ni qué decir tiene que si esta lucha la hubiera emprendido un vulgar trabajador habría fracasado, amén de que no se le habría pasado siquiera por la cabeza porque ir a trabajar en bicicleta era un lujo que no se podía permitir.
Pero ella no era un vulgar trabajador, formaba parte del staff directivo de la empresa. Así que ni corta ni perezosa utilizó a la propia empresa para que, en su nombre, exigiera la nueva dotación. La gerencia finalmente dio su brazo a torcer. Y al poco el aparcamiento de bicicletas era una realidad.
Sin embargo, la estructura metálica que se colocó justo al lado de la entrada principal del edificio nunca se convirtió en un verdadero aparcamiento de bicicletas. Salvo en contadas ocasiones, no había allí estacionada otra bicicleta que la bicicleta vintage de mi ex compañera de trabajo.
Esta peripecia podría parecer un sinsentido, fruto de la obstinación personal, pero nada más lejos de la realidad: estaba plena de significado. Anticipaba el advenimiento de una nueva religión, cuyos beneficiarios no serían los trabajadores, con sus deplorables vehículos diésel, sino burgueses acomodados como la protagonista de esta historia.
¿Pacificar el tráfico?
Años después, la profecía se ha cumplido. La “pacificación del tráfico” avanza a un ritmo vertiginoso. Y lo hace, según refleja la prensa con entusiasmo, a escala global. Alemania, Francia, Gran Bretaña, Suecia, España… todos los países promueven la pacificación del tráfico en las ciudades, lo que quiera que realmente signifique más allá de complicarle la vida al ciudadano común. Un fenómeno global del que, sin embargo, quedan excluidas las economías emergentes y, también, las que aspiran a serlo; lo que significa que en más de tres cuartas partes del mundo no saben lo que es.
Son los países desarrollados, los más a merced de la Administración, los que han emprendido la ardua tarea de prohibir el automóvil particular en las ciudades. El pretexto es la contaminación que emiten los motores de combustión interna. Pero la persecución no terminará con la eliminación de este tipo de mecánicas, ni mucho menos. Cuando el automóvil eléctrico se haya generalizado, cambiarán los argumentos y la persecución continuará.
La transición al coche eléctrico es un hito más de un largo proceso. Y será explotado convenientemente por la Administración y el ecosistema de intereses que florece a su alrededor. Habrá subidas de impuestos en los carburantes, subvenciones discrecionales, nuevos contratos urbanos, nuevas estructuras administrativas y campañas de concienciación. Es la industria de la planificación, que ha desprovisto al capitalismo de su autonomía, convirtiéndolo en un apéndice que suple las demandas generadas por un puñado de políticos, expertos, activistas y lobbies.
Hacia un nuevo aldeanismo
Los planificadores parecen olvidar que las poblaciones urbanas hace tiempo que no crecen verticalmente sino de manera horizontal. Las ciudades, los municipios, los pueblos y las urbanizaciones del extrarradio constituyen una vasta red de nodos interdependientes.
Al penalizar el automóvil, esta red se colapsa. Las poblaciones se cierran sobre sí mismas, se transforman en polis autocráticas, aldeas irreductibles donde los residentes, azuzados por los políticos, hacen prevalecer sus derechos frente a la libre circulación, dando lugar a un nuevo e insólito aldeanismo.
A parte de mi ex compañera de trabajo y de su círculo de ecologistas privilegiados, es evidente que nadie en su sano juicio va a trabajar pedaleando, por ejemplo, desde el extrarradio de Madrid al cinturón interior de la ciudad. Menos aún si tiene que dejar a sus hijos en la escuela o hacer diferentes desplazamientos en el mismo día. El único medio de transporte viable para eso es el automóvil. Esta es la realidad para millones de personas.
Tampoco es la panacea un transporte público que, debido a una extensa estructura en red de poblaciones, no puede suplir eficientemente la demanda, y no sólo por la multiplicidad de núcleos urbanos a conectar, sino también por la frecuencia que sería necesaria para que las personas lo consideraran una alternativa aceptable.
El populismo administrativo
En realidad, las propias administraciones se comportan de manera populista, en tanto que pretenden hacernos creer que las soluciones a problemas complejos, pueden ser sencillas. Y, además, que vendrán de la mano de un puñado de políticos, tecnócratas y expertos con un cociente intelectual limitado.
Al final, ni soluciones ni nada: ordenanzas a gogó. Zonas de aparcamiento limitado a precios abusivos, límites de velocidad que rozan el absurdo, sanciones disparatadas, impuestos a discreción, prohibición de acceso según antigüedad del vehículo, persecución de los conductores… En definitiva, el abuso descarnado.
Y es que las administraciones se han arrogado mucho más que el derecho a legislar como les plazca: se han apropiado de la moral pública. Así, aunque el aire de las ciudades sea hoy más limpio que hace 100 años, basta asociar automóvil y contaminación para tachar al conductor de asesino en potencia y someterle a escarnio público.
Lo que sea del automóvil particular, como con muchas otras cosas, ya no depende de esa sociedad abierta hoy desaparecida, donde el ingenio individual nos sorprendía con soluciones imprevistas a problemas imprevistos. La innovación ha dejado de ser un proceso espontáneo en el que el método de prueba y el error servía para afinar el progreso. Todo es ahora producto de una planificación, a veces interesada, a veces ideologizada, casi siempre desastrosa.
Es lo que tiene la transformación de la sociedad capitalista y competitiva en otra tecnocrática, que la libertad individual desaparece y también, el automóvil.
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