Luís I. Gómez analiza la cuestión y la legitimidad de los impuestos y los Estados que los imponen.
Artículo de Disidentia:
Durante siglos, los impuestos fueron el símbolo patente de la servidumbre. Los derrotados, los siervos, los subyugados debían pagar impuestos. Hoy escuchamos en prácticamente todos los foros políticos de todos los colores que los impuestos son el precio de la libertad.
Un estado que garantice la libertad económica, dicen, ha de financiarse mediante la imposición de cargas fiscales a la actividad cuya libertad se pretende proteger. Es la misma teoría que nos explica la imposibilidad de confiar únicamente en contribuciones voluntarias, porque la voluntariedad privilegia a quien no quiere pagar, aliviando al avaro y desprotegiendo a la viuda.
Sin la exigencia de la universalidad de la carga fiscal, el Estado tendría que ganarse el favor de los capacitados para hacer grandes donaciones, a cambio, sin duda, de prebendas y favores. Por ello, la libertad y la individualidad sólo pueden ser salvaguardadas por el Estado si todos contribuyen económicamente al mantenimiento de sus estructuras. Los contribuyentes se aprovechan entonces de “la paz interior que garantiza el estado”, del derecho otorgado por el estado para “celebrar contratos y obligar a su cumplimiento”, de los beneficios de una “moneda con garantía del gobierno” o de la buena educación pública y obligatoria de los futuros productores y consumidores. Dado que los demandantes de tales servicios son los propios miembros de la comunidad, queda plenamente justificado cualquier tipo de impuesto sobre los ingresos de éstos, sobre el fruto de su trabajo.
Nada de lo escrito hasta ahora, que son las ideas matrices sobre las que pivota la justificación de todos los ministerios de hacienda de cualquier país occidental, tiene que ver en lo más mínimo con la libertad.
El punto de partida no formulado del que nacen estas ideas es el experimento mental por el cual el estado (total) es la forma básica de la convivencia humana. Este estado (total), mediante su soberanía sobre los salarios, los precios y el devenir económico permite –podemos casi decir que tolera- que los individuos puedan vivir una vida según los términos y condiciones establecidos por aquel. El estado (total) tiene todos los recursos. Las empresas, la misma economía, están en su mano. La falta total de libertad en la esfera económica significa la nacionalización total de los medios de producción. ¿Les suena? El experimento mental del estado (total), otrora llamado socialismo real, no funcionó porque crecer recaudando impuestos sólo es posible allí donde se tolera que los ciudadanos tengan propiedades y generen riqueza.
Nosotros hemos seguido otro camino: conscientes de la imposibilidad económica del estado (total) como forma básica de convivencia humana, hemos abrazado el concepto de “estado democrático social del bienestar”. El estado puede renunciar a la supremacía económica y otorgar a sus ciudadanos los derechos de propiedad privada y la libertad del ejercicio profesional. El precio a pagar por esos derechos y su “garantía” son los impuestos sobre las rentas generadas por los particulares. La diferencia con el estado (total) descrito más arriba no es tan importante como parece.
En el primer caso el estado le prohíbe todo al ciudadano, para así ser el único proveedor de las necesidades de la vida. En nuestro caso real, se le permite al individuo proveerse de cuanto crea necesario para su vida, extrayéndole acto seguido vía impuestos todo lo que el estado considera excesivo – y podría poner en peligro su propia existencia como único garante de derechos- o injusto -en nombre de la justicia social, con el fin de proveer a quienes por una u otra razón no son productivos e incapaces de autoproveerse-. En ambos casos, el estado tiene plena potestad para transformar a cualquier individuo en no-libre, proscrito o delincuente. La propiedad y la libertad son otorgadas por el Estado.
Nos cuentan que el Estado se convirtió en “liberal” cuando se erigió en persona jurídica en substitución de nobles y reyes. Los impuestos dejaron de ser el símbolo de la sumisión para convertirse en símbolo de justicia y libertad desde que el estado nos permite a los ciudadanos votar. Gracias a la ley electoral, los ciudadanos podemos decidir sobre la naturaleza e intensidad de los impuestos. ¿Es eso libertad? No. Reducimos la libertad a que el gobierno de un estado nos permite graciosamente participar políticamente en la toma de ciertas decisiones.
La comprensión liberal de “impuestos” y “libertad” tiene fundamentos completamente diferentes. El punto de partida de todo experimento de pensamiento liberal no es el Estado (total), sino los ciudadanos intercambiando de forma voluntaria en su propio provecho. El ciudadano puede adquirir y fundar propiedad sin Estado, puede celebrar contratos y comprometerse en la vida económica. La libertad en la esfera económica no está garantizada por el Estado, sino que ya existe.
El propio Estado como persona jurídica no es una máquina de hacer milagros. Requiere de la actividad humana. Por ello no puede hacer nada más que aquello que hacen los humanos mismos. La libertad individual encuentra sus límites allí donde el Estado está presente o implicado. Tampoco está basada en el hecho de poder, o deber, participar en el Estado y sus eventos. Por tanto, el diagnóstico liberal solo puede ser uno: durante siglos, los impuestos han sido expresión de servidumbre. Hoy también.
Llevan predicándonoslo décadas: la mayor parte de las personas identifican sin rubor empresarialidad con riqueza, avaricia, explotación, crueldad y maximización de beneficios a costa de otros. Y todo el mundo está de acuerdo: naturalmente deben los empresarios pagar impuestos. Mejor aún: ¡sólo ellos deberían hacerlo! No sé si les suena lo de “los capitalistas son el enemigo del pueblo”.
Los autoproclamados rectores de los destinos del pueblo (no se cansarán de repetirnos que han obtenido el poder mediante la sagrada transmutación de la democracia, con la misma insistencia con la que ocultarán los verdaderos motivos que les llevaron a encabezar unas listas) no solo han logrado convertir a la gran mayoría de sus “súbditos” en víctimas, sino que han hecho del victimismo una de las grandes virtudes de nuestro tiempo.
Querer ser mejor y pretender obtener beneficios de lo que se hace desde la libre competencia es pecado mortal, la posibilidad de arriesgar para ganar o perder desde el propio afán emprendedor forma ya parte de la enorme y perversa lista de herejías que no merecen la madera que arde en las hogueras inquisitoriales. Y nosotros, lemmings, no nos damos cuenta de que tanto el victimismo entrenado, como la demonización de “otros” y la fantasía de la eliminación de la incertidumbre no son sino los pilares de cualquier dictadura. De todas las dictaduras.
Olvidan los “Iglesias y Sánchez de nuestras poltronas” que los costes del rediseño de la sociedad superan con creces lo que el estado puede extraer sin riesgo de quienes producen la riqueza. Subvención y protección de minorías, subidas de pensiones, economía verde y renovable, vivienda social, salarios con topes mínimos, ayudas sociales, multiplicación institucional, programas para garantizar la “dignidad” (que hoy incluye tiempo libre, coche y smartphone), en otras palabras, la usurpación por parte del estado de lo que llamamos “vida” no es gratis y me temo que no es financiable.
Las consecuencias más visibles son el aumento del endeudamiento público, el encendido de las impresoras de dinero del BCE y la pérdida del poder adquisitivo de cada uno de nosotros. Pero esto lo ignoramos sistemáticamente. Al contrario. Si hacemos caso de lo que “cuenta la gente”, cada vez más ciudadanos creen que el estado no sólo debe garantizar un “ingreso base” para todos, ¡debe proveerlo! Sobre las limitaciones del uso de dinero en metálico prefiero no hablarles hoy.
El resultado ya lo había previsto Milton Friedman en su famoso triple salto mortal: “Del bienestar público pasando por la crisis financiera hacia la dictadura”
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