jueves, 25 de octubre de 2018

Por qué no soy el nieto de los conquistadores

Alberto Garín analiza por qué no somos el nieto de los conquistadores al respecto del Día de la Hispanidad y el encono hacia los españoles, mostrando el problema de las generalizaciones y el uso del nacionalismo. 

Artículo de Disidentia:  
Debato en estos días con un colega en Twitter sobre el nacionalismo y esto me lleva a otra de las discusiones candentes en estos momentos, en torno a la celebración del 12 de octubre y el encono de ciertos hispanoamericanos hacia los españoles (y de algunos españoles hacia sí mismos) y esto me llevó a recordar a una anécdota que escribí hace tiempo y que viví con el profesor Miguel-Anxo Bastos, de la Universidad de Santiago de Compostela, y una colega guatemalteca de mi universidad, la Francisco Marroquín de Guatemala.
Nos habíamos ido los tres a comer a un restaurante de postín de la Antigua Guatemala y, al ofrecernos el camarero la carta, la abrió por la página del Menú de los conquistadores. Nuestra compañera guatemalteca le dijo al camarero que resultaba oportuno el menú para nosotros dos, Bastos y yo, puesto que como españoles que éramos, indudablemente resultábamos descendientes de aquellos conquistadores encabezados por Pedro de Alvarado, quien fuera lugarteniente de Hernán Cortés.
El profesor Bastos, sonriendo, se puso a recordar a sus abuelos, aquellos campesinos gallegos que no habían salido nunca de su terruño.
Desde que vivo en Guatemala, situaciones como las que vivimos el profesor Bastos y yo, me son muy comunes. Esa frase de: “cuando vinieron tus antepasados, los conquistadores, a conquistarnos a nosotros” me la dirigen muchas personas cuya única característica común es haber nacido recientemente en el territorio que hoy se considera la República de Guatemala.
Esas personas, con ese tipo de frases, demuestran, primero, que conocen a todos mis antepasados en las últimas veinte generaciones (incluyéndome a mí mismo), con lo que saben incluso más que yo sobre mi familia. Yo llegué a conocer a una de mis bisabuelas y he oído hablar de un tatarabuelo, con lo que soy capaz de remontarme hasta cinco generaciones.
Y segundo, que conocen a todos sus antepasados en veinte generaciones puesto que se declaran legítimos descendientes de los conquistados. Usted, lector, ¿conoce al bisabuelo del tatarabuelo del tatarabuelo del tatarabuelo del tatarabuelo de usted? Porque ese pariente suyo es el que pudo vivir a comienzos del siglo XVI.
Lo complicado no sólo es que conozcan a un tipo tan alejado en el tiempo. Es que, en realidad, dado que, desde un punto de vista biológico, todos tenemos un padre y una madre, y mis progenitores, además, cada uno también tuvo un padre y una madre y así sucesivamente, ese lejano bisabuelo no es sólo uno, sino 524.288 bisabuelos y bisabuelas.
Pongamos que en algún momento se pudieron unir un primo y una prima que compartiesen algún ancestro común (sin ir más lejos, mis abuelos maternos eran primos en segundo grado). Vamos a reducir ese más de medio millón de antepasados a la mitad. Me quedan 262.144 bisabuelos. Hoy, yo no conozco a tantos parientes míos (no tan distantes en el tiempo, sino primos, tíos y demás que estén con vida). Pero quien reclama que yo soy descendiente de Pedro de Alvarado, o de cualquier otro conquistador de Hispanoamérica, sí controla a ese cuarto de millón de ancestros.
Pero vamos a bulto. Puesto que yo, aunque segoviano, he nacido en Madrid y Alvarado y sus compañeros nacieron en algún lugar cercano o lejano a Madrid, pero dentro de lo que hoy es España, seguro que alguno de esos 262.144 bisabuelos era uno de ellos (con lo que mi interlocutor no sólo conoce a toda mi familia, sino que puede asegurar sin problemas donde vivían).
A comienzos del XVI, en las coronas de Castilla y Aragón, que es como se conocía políticamente a lo que ahora es España, había alrededor de 5 millones de personas. Mi cuarto de millón de antepasados representaría un 5,2 % de esa población. Eso si mis 262.144 parientes nacieron todos en la península Ibérica. Porque algunos pudieron nacer fuera y en vez de ser un 5% de la población, fueran un 4% o un 3%. Pero vamos a ser optimistas. Nos quedamos con el 5%. Es decir, tengo, de partida, un 5% de posibilidades de ser descendiente de un conquistador.
Claro, que hay otro problema quizás más notable. La mayor parte de los conquistadores que llegaron a Guatemala o bien murieron durante lo conquista, o bien se quedaron en América, donde se reprodujeron y dejaron a sus herederos. Esto significa que para que sean mis ancestros, algún hijo, nieto o bisnieto de conquistador debería haber regresado a España para dejar su simiente allí y ser así mi antepasado. Pongamos, por caso, que un nieto de Bernal Díaz del Castillo se vuelve a la península Ibérica a comienzos del siglo XVII. Para esas fechas, yo tengo 32.768 tatatatarabuelos entre 8 millones de habitantes. Con lo que el porcentaje de ser nieto de Bernal se reduce al 0,4%.
En historia (como en el resto de las ciencias), sólo son válidos los argumentos que se pueden demostrar. Si esa demostración se basa en un 0,4% de posibilidades, eso significa que hay un 99,6% de que no sea cierto. ¿Daríamos validez a un hecho que tiene un 99,6% de posibilidades de ser falso?
En cualquier debate científico, lo pondríamos en duda. En una discusión nacionalista, un 0,4% me vale. Es lo que tiene el nacionalismo. Es irracional y le vale todo para justificar sus neuras.
Por supuesto, este debate nacionalista reduccionista no se aplica sólo a aquellos nacionales guatemaltecos que critican a los que nacieron en España.
Cuanta veces hemos podido escuchar “los alemanes son un pueblo eficiente”, pese a que quienes lo dicen no conocen a los más de 80 millones de alemanes censados como tales, ni han establecido un baremo aséptico para medir la eficiencia de esos 80 millones de alemanes. Es cierto que un aficionado a la estadística diría que no haría falta utilizar el 100%. Bastaría con una muestra representativa. El problema es que para saber qué es representativo, habría que analizar, primero, el todo.
Esas frases generalistas que dividen el mundo en ellos y nosotros son moneda corriente. En Guatemala, de forma peyorativa, es habitual el “los indios son holgazanes”, aunque después cada hablante defina indio de manera diferente. O que “los gringos son prepotentes”, o que “a los españoles se le da mal el inglés”, o que “los negros bailan mejor” (¿negro oscuro?, ¿negro azulado?, ¿negro chocolate con leche?, ¿bachata?, ¿tango?, ¿jota aragonesa?).
Ese tipo de generalizaciones corren un doble riesgo: aglutinan a un importante número de personas en una categoría en la que no estamos seguros que esas personas quieran estar, y las dotamos de unas características que no somos capaces de demostrar que todos tengan. Es decir, imponemos nuestra arbitrariedad (al juzgar a los otros) sobre la voluntad de las personas. Coartamos la libertad individual desde la prepotencia de nuestra ignorancia nacionalista.
La cosa se vuelve aún peor en el largo plazo. El “cuando los españoles os llevasteis el oro de América” o “los ingleses arrasasteis las fábricas de algodón de la India” o “los romanos saqueasteis el oro de las Médulas leonesas” se convierte en:
-primero, tú perteneces al grupo que yo decido, acorde a mis creencias (que no a mi conocimiento), no en el que tú quieres estar.
-segundo, sobre ti y sobre tus descendientes caerá la culpa eterna de los males de tus antepasados, en plan maldición bíblica, como si fuera responsable de los actos de mis ¿tatarabuelos? Volviendo a lo que decíamos al principio, eso significa que remontándome al siglo XVI, soy el culpable de los actos de un cuarto de millón de personas. Con tanta gente haciendo muchas cosas, seguro que soy un gran malvado.
-y tercero, no por más sutil, menos inquietante, aplicarás categorías nacionales actuales a un pasado en el que no existían en un empeño por mostrar que las naciones son eternas.
En fin, que Pedro de Alvarado no era mi abuelo. Posiblemente tampoco el de usted. No pertenezco a su hueste, ni a su tribu, ni a su linaje, ni a su compañía, ni a sus allegados, ni a su parentela. Usted tampoco. No soy responsable de sus actos, ni sus hazañas, ni sus intrigas, ni sus crímenes, ni sus conquistas. Ni yo, ni usted tampoco. Así que lleguemos a un acuerdo. Si nos respetamos como personas, vamos a dejar de generalizar. En el presente y en el pasado. Vamos a respetar la individualidad de cada uno, su capacidad para decidir lo que quiere ser y, sobre todo, vamos a dejar de culparnos por los hechos cometidos por otros seres humanos cinco o veinte siglos atrás.
Es más, si el problema lo trae al presente y lo convierte en una lucha sin fin entre naciones opresoras y oprimidas (por aquello de que las naciones son eternas), por ejemplo, si para usted el problema es que es catalán y yo español, que usted es quiché y yo guatemalteco, que usted es bretón y yo francés, que usted es hadramutí y yo yemení, que usted es quebequois y yo canadiense, la solución es muy fácil. Deje de ser catalán, quiché, bretón, yemení o quebequois, y sea, sencillamente, usted. Yo no tengo ningún problema en dejar de ser español o guatemalteco, francés o yemení.
Porque sobre todo me encanta ser yo mismo y no cargar con las culpas ajenas ni de los que comparten pasaporte conmigo, ni de los que me precedieron en el mismo territorio en el que yo nací. Me basta con asumir mis propias responsabilidades.

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